Esas son algunas de las preguntas con las que trabaja el catedrático en Filosofía de la Ciencia Paco Calvo autor de Planta Sapiens (Seix Barral). El investigador trabaja en el Laboratorio de Inteligencia Mínima de la Universidad de Murcia (MINT Lab), donde plantean si en el mundo vegetal también se debería hablar de inteligencia. De esta forma, desafiando la mirada que tenemos sobre estos seres vivos, reta al ser humano a repensar cómo nos vemos a nosotros mismos como especie y cómo adjudicamos características como la inteligencia o la cognición a seres vivos —y no vivos— en función de si nos vemos reflejados o no en ellos. "Chat GPT es un programa, pero en la medida en que jugamos a autoengañarnos con que da la talla en un reto intelectual con respecto a nosotros, queremos creer que es inteligente", señala.
¿Se puede definir la inteligencia?
Mal vamos si queremos partir de definiciones cerradas. Y, sobre todo, que no puedan ser cuestionadas, que no podamos redefinir o revisar nuestros conceptos ni definiciones. Podemos dar la definición, pero luego tenemos que ponerlo en contexto y pensar cuán valiosa es esta definición, cuánto aporta al progreso. Tenemos una visión muy naif según la cual hay objetividad, las cosas son como las vemos, y por supuesto sabemos que la ciencia no va de eso. La ciencia es subjetiva, es una actividad humana y como cualquier otra actividad, incurrimos en sesgos y en elecciones editoriales. En las revistas científicas también hay líneas editoriales. Si no hacemos esta anotación pudiera parecer que podemos ir al diccionario y acordar que hay una definición con la que todos estamos de acuerdo y a partir de ahí vamos a trabajar, pero esa definición de inteligencia con la que podríamos estar todos de acuerdo es marcadamente antropomórfica y antropocéntrica.
¿Cómo debe ser una definición de inteligencia?
En el prefacio del libro hablo del ‘ombligocentrismo’, de las definiciones que apuntan a esa obsesión con mirarnos el ombligo. Necesitamos primero que sea neutra, en el sentido de que no dependa no ya de una especie, sino de un reino. Si para ser inteligente se tiene que cumplir una serie de requisitos necesariamente que, por definición, solo puedan poseer los miembros de un reino por sus neuronas, por ejemplo, estamos haciendo lo mismo que antes con la rama del Homo sapiens. ¿Existe un interruptor al que le hemos dado al entrar al reino de los animales? Yo hablo de una llave maestra, tenemos que encontrar la llave maestra que abra cualquier puerta, que arroje luz sobre cuáles son los rudimentos básicos en los que consiste la inteligencia, con independencia del reino procedente. Es una aproximación biogénica que tiene que ver con los orígenes desde la biología.
¿Qué definición de inteligencia podríamos utilizar que fuese suficientemente abarcante y comprehensiva de todo el árbol de la vida, con independencia que luego la puedan tener o no? La inteligencia no es algo que podamos observar directamente. Si abrimos una cabeza de alguien, no veríamos la inteligencia. Podemos observar la conducta o registrar la actividad eléctrica del cerebro. Ambas ventanas son indirectas. A partir de la imagen cerebral y de evidencias como cuán complejo es el repertorio conductual puedo inferir que eres inteligente como organismo. Si ese repertorio es fijo, preprogramado y es una rutina, diría que no es una conducta inteligente, sino una mera adaptación.
Aparte de ser una conducta adaptativa, es importante cuán flexible sea o cómo de anticipatoria sea. Es decir, si esa conducta está orientada a metas como hacer la fotosíntesis, acabar un máster o encontrar un gradiente químico si soy una bacteria. Hemos encontrado la fórmula mágica: la inteligencia es aquel tipo de conducta que, siendo adaptativa, es suficientemente flexible, anticipatoria y dirigida a metas. Con esto no presuponemos que solamente los miembros de un reino en particular puedan cumplir con esas características, una bacteria puede exhibir una conducta flexible, anticipatoria y dirigida a metas, una planta, un hongo, un animal. No presupone que tengas que tener neuronas, ni un sistema nervioso central, no presupone nada más allá del grado de sofisticación en su conducta.
¿La llamada ‘inteligencia artificial’ es realmente inteligente?
ChatGPT está hecho a nuestra imagen y semejanza. Como podemos interpelarle en la forma de un chat, en la medida en que responda de una manera que nos haga pensar que de estar detrás un sujeto humano, ese es el tipo de respuestas que serían coherentes y congruentes semánticamente, nos gusta pensar que se parece a nosotros, aunque sea formalmente.
Sabemos que lo que hay es sintaxis, ni semántica, ni comprensión, no hay nada. Chat GPT es un programa, pero en la medida en que jugamos a autoengañarnos con que da la talla en un reto intelectual con respecto a nosotros, queremos creer que es inteligente. Ese es el problema, que cualquier definición de inteligencia que esté hecha a medida nuestra peca de antropocéntrica. Si queremos irnos a una noción de inteligencia basada en la biología, si es algo que emerge en el árbol de la vida, no podemos pensar que tenga que estar hecha a nuestra imagen y semejanza porque somos el ápice de una ramita de ese árbol. ¿En todo el árbol de la vida no son inteligentes y cuando llegó esta bifurcación con los homínidos alguien le dio a un interruptor divino y de repente apareció la inteligencia? Obviamente no, es algo gradual y continuo.
Las plantas o las bacterias también entran dentro o podrían entrar, de esta definición, como dice, al menos hipotéticamente.
Igual que somos antropocéntricos, somos ‘neurocéntricos’ y ‘locomocionocéntricos’. Nos llama la atención aquel patrón de conductas que se basa en el desplazamiento, en la locomoción, en contraposición al crecimiento. Igual que decíamos lo paradójico que es que Chat GPT nos llame la atención sabiendo que no hay inteligencia. En el caso de las bacterias, siendo unicelulares e increíblemente menos complejas que una planta, como se comportan o navegan su entorno y su forma de desplazamiento es similar a la nuestra, nos atrae más. Volvemos a la idea de que todo lo medimos a nuestra imagen y semejanza. Hasta a esas bacterias unicelulares las vemos más similares a nosotros que una planta. En el repertorio del árbol de la vida tienes todas las combinaciones posibles.
En su libro habla de que en las plantas existe la neurotransmisión. Las plantas no tienen sistema nervioso. ¿Cómo es posible esa neurotransmisión?
Sabemos, por ejemplo, que las plantas tienen muchas moléculas que son las que funcionan como neurotransmisores en la sinapsis entre neuronas en modelos animales y permiten que procesen flujos informacionales, algunas como glutamato, dopamina, serotonina o GABA. Cuando nosotros argumentamos que las plantas usan neurotransmisores, el tipo de moléculas por su rol como señalizador a la hora de servir para establecer estos flujos informacionales, la respuesta que nos dan los escépticos es que el diccionario dice que un neurotransmisor requiere de una sinapsis. Y como las plantas no tienen sinapsis, no tiene sentido que haya neurotransmisión, si no hay puente sináptico. Hasta ese punto el peso de las definiciones encorsetadas importa. Cuando tienen toda la base molecular para comprender que el fenómeno es el mismo, vienen con la definición del diccionario en lugar de revisar ese diccionario.
Algunas de las hipótesis que plantea son muy polémicas. Han surgido diferentes voces, sobre todo por parte de la biología y biotecnología, que son críticas con algunos planteamientos, como el de neurobiología vegetal. ¿Por qué usar este término si las plantas no tienen sistema neuronal, a pesar de que sí tengan estas moléculas?
Yo a mis alumnos en clase les digo: si no te gusta ese término di chunpituqui. No nos obsesionamos con las etiquetas. Lo fundamental es cómo transformamos un problema teórico en un problema empírico con base experimental, o sea, que podamos convertirlo en una hipótesis científica que podamos testar. Pero imagínate que nos diera por obsesionarnos. Que nadie diera su brazo a torcer. Es una discusión estéril, porque si vas a la literatura o a la etimología encuentras que ‘neuro’ venía de ‘fibra’. Incluso si se dijera que los neurobiólogos vegetales tienen razón porque hace 2000 años esa palabra se utilizaba para hablar de fibras vegetales. Aun así seguiría siendo ridículo pelearnos por la palabra.
Entonces, ¿qué sentido tiene seguir usando ese término cuando lo rechaza parte de los investigadores en biología?
Tiene sentido porque el lenguaje importa y en la ciencia también. Lo importante es encontrar hipótesis empíricas que podamos contrastar, pero el método científico no es la idea ingenua de ir recabando datos y luego alcanzar una teoría. Ese es un modelo inductivista ingenuo. El método científico es un método hipotético deductivo. Entonces, se nos olvida que las conjeturas, es decir, las hipótesis que ponemos sobre la mesa antes de contrastarlas, son algo a lo que debemos llegar. Se te tienen que ocurrir y a veces el lenguaje ayuda a que se te ocurran o no.
Si somos capaces de no obsesionarnos con las etiquetas, nos pueden servir como intuiciones para generar planteamientos que todavía no están confirmados, por ejemplo, la idea de que el sistema fitoneuronal o el sistema vascular de una planta actúa a modo de sistema de procesamiento de información.
¿Hablar de neurobiología vegetal permite generar esos planteamientos?
El marco de la neurobiología vegetal nos ha permitido visualizar la actividad de la planta desde el equivalente funcional a los correlatos neuronales [la actividad cerebral que se puede apreciar mediante técnicas de imagen cerebral] del animal. Podemos entender el sistema vascular de la planta desde la fisiología, como una autopista que permite transportar sustancias, o bien entenderlo en términos de procesamiento de información. Quizás el hablar de neurobiología vegetal nos ha permitido generar conjeturas que no estaban siendo generadas.
Esto no es ellos contra nosotros. A veces me han dicho que, como soy filósofo, no tengo una voz autorizada para el debate, pero hay neurocientíficos que sí defienden la posición de redefinir el concepto de sistema nervioso para hacerlo más abarcante. La controversia no puede ser tan superficial como para pelearnos por las etiquetas. Es una cuestión más de fondo, eso es lo que hay que entender.
Yo empecé a interesarme por la inteligencia vegetal, primero como filósofo y haciendo el trabajo puramente teórico. Y lanzando un tipo de preguntas, después había que testar y entonces me di cuenta de que en ese trabajo también tenía que implicarme en colaboración con muchísimos departamentos. No era filosofar sobre la ciencia como si la actividad filosófica no fuese parte de la ciencia. Cuando yo daba clases de filosofía de la ciencia antes, solo como filósofo teórico, hablaba de los sesgos, pero desde una perspectiva teórica. Cuando me puse a hacer los experimentos, me di cuenta de que yo incurría en esos sesgos. A mí me gusta pensar que el filósofo va con el de la bata blanca al entrar al laboratorio. Es fundamental trabajar codo con codo entre científico y filósofo para entender por qué nos planteamos estas preguntas y no otras. Además, hay una segunda parte de la ecuación que tiene que ver con cómo interpretamos los datos que salen del laboratorio, porque parece que el dato viene puro e inmaculado y los datos hay que interpretarlos.
¿Las plantas oyen y hablan entre ellas? Es uno de los últimos planteamientos que se han lanzado sobre este tema, aunque se cree que los ruidos que emiten es por la cavitación [los vasos de las plantas se llenan de aire por falta de agua]. ¿Transmiten información o es simplemente un proceso fisiológico inevitable?
Tenemos que evitar antropomorfizar. Existe un campo que ahora mismo está en auge, que es la fitoacústica. Hay una serie de artículos que han salido recientemente, tan recientemente que no han sido todavía replicados por parte de laboratorios independientes y esto es una parte fundamental del método científico para no incurrir en sesgos y reivindicar tu marco teórico. La ciencia requiere sus tiempos y no podemos pretender que un experimento de un laboratorio ha demostrado que las plantas se comunican y oyen y escuchan. Habrá que poner eso primero en cuarentena, ver qué otros laboratorios son capaces de replicarlo y poner un contexto con un marco teórico más amplio donde se ponga en valor desde una interpretación.
Respecto a la cavitación, no estamos hablando ni de comunicación ni de comprensión, podemos estar hablando de un proceso físico. Igual que las plantas son sensibles a la luz, a la temperatura, a la humedad, pues también son sensibles a esta estimulación vibracional [las ondas de aire que impactan en su superficie] procedente de un proceso de cavitación. Desde la física explicamos el fenómeno.
Podremos saber que se da un fenómeno cuando se replique en esos laboratorios. Pero con un matiz. No es lo mismo hablar de un campo de estudio establecido de décadas o siglos donde haya una línea de trabajo y una gran cantidad de laboratorios trabajando de manera aunada, que estadios de la ciencia todavía en su infancia. Una cuestión es distinguir entre buenas hipótesis empíricas a testar y pseudohipótesis o hipótesis pseudocientíficas, la buena ciencia de la ciencia basura, y los diferentes estadios en los que la ciencia se encuentra. No es que haya que poner en cuarentena o poner en entredicho, simplemente hay que tener todas las cautelas para entender en qué momento nos encontramos y qué podemos decir con qué certeza.
¿Dónde queda el espacio para esa reflexión en un contexto en el que los científicos y científicas tienen cada vez más presión por publicar sus artículos?
Tengo un doctorando haciendo una tesis doctoral sobre fast Science. ¿Sabes cómo lo hemos traducido? No como ciencia rápida, sino como ciencia basura. Igual que la comida basura es fast food. Hoy en día todo es fast, y eso es un problema que tenemos en el mundo académico y en la sociedad. La generación de conocimiento y pseudoconocimiento nos afecta a todos. Afecta a todos los estadios de la carrera investigadora. Estamos en manos de monopolios, de cuatro empresas que dirigen el cotarro de los artículos científicos y el pagar por publicar es un negocio.
Sin dinero no se puede trabajar, pero estamos haciendo un flaco favor a los investigadores en estadios predoctorales cuando les obligamos a publicar sin parar porque es la forma en que se selecciona al personal para las plazas en las universidades o centros de investigación. Esto es un chiringuito donde nadie le pone puertas al campo, y sería muy sencillo hacerlo si los criterios de selección no estuvieran basados simplemente, por ejemplo, en la cantidad de publicaciones. En la Universidad perdemos horas en procesos de selección sin ni siquiera hacerles una entrevista personal. Medimos y pesamos con baremos donde hecha la ley, hecha la trampa, porque el candidato se especializa en sumar puntos. Al final, se pervierte el sistema. Es tan paradójico que incluso hay investigadores senior, profesores eméritos ahora jubilados, que con su currículum con un artículo cada ocho años, no pasarían un criterio de selección hoy en día. Y son premios Nobel algunos de ellos.
¿Nos centramos demasiado en exigir certezas a la ciencia?
Para mí es mucho más interesante hacernos nuevas preguntas, eso se aplica a lo que hoy consideramos dogma científico. Si no nos hubiésemos hecho preguntas hace más de un siglo, seguiríamos pensando que hace falta el éter. Y que las ondas no podían viajar en el vacío. Una cosa muy heterodoxa se convirtió en dogma. Pero claro, hace falta tiempo.
Estamos viviendo ya las consecuencias del cambio climático y cómo los desastres naturales y fenómenos como la sequía arrasan con ecosistemas enteros. Sin embargo, parece que la pérdida de árboles en incendios o talas masivas duele menos que la pérdida animales. ¿Por qué cree que es así?
No hemos desarrollado la capacidad de empatizar con ellas. Y no hemos desarrollado la capacidad de empatizar con ellas porque las vemos con toda la distancia del ombligocentrismo. Empatizamos antes con todo aquello con lo que resonamos desde el ombligocentrismo. Empatizamos antes con una bacteria porque se desplaza por locomoción o con Chat GPT. Empatizamos antes con un robot humanoide. Si un niño tiene un perrito de esos robot, empatizará antes que con un saltamontes que tenga en el jardín, que a lo mejor incluso lo pisa.
¿Ya ni hablar de una planta, no?
Pensamos que somos especiales y por eso estamos muy lejos de ponerle solución al problema de la emergencia climática. Creemos que estamos viendo el problema desde fuera, sin darnos cuenta que somos parte integral y unida al resto del ecosistema. No hay fronteras, igual que decimos que no hay fronteras entre la filosofía y la ciencia, las fronteras son constructos culturales. En realidad todo es una cosa. Todas las parcelas que hagamos son parcelas que analíticamente diseccionamos en compartimientos estancos por propósitos particulares, por una cuestión pragmática, para acotar, para poder hacer algún problema tratable, pero no existe una cosa que sea el individuo ni la especie humana.
Si no empatizamos con las plantas es porque vemos toda esa distancia con respecto a ellas, pero no conseguiremos empatizar hasta que no las tratemos como sujetos, como agentes. No nos damos cuenta de que si empatizáramos con la vida que estamos perdiendo, no podríamos dormir por la noche. Qué mejor evidencia de que no estamos entendiendo de qué va el problema que el hecho de que estemos durmiendo a pierna suelta cuando estamos al borde del precipicio.
Pero las plantas ya estaban ahí mucho antes que todos nosotros
Lo que nos vendría muy bien es un baño de humildad como especie. Por eso insisto tanto en la llave maestra y en la idea del árbol de la vida. O nos vemos como una solución más, que contingentemente ha emergido a lo largo de la historia de la evolución, o lo llevamos claro.