El libro de Piccione ayuda a comprender que lo que sucede estos días en Islandia no es extraordinario, pese a que no deje de ser asombroso, fascinante. Islandia no es otra cosa que un penacho de roca ascendida desde las profundidades de la corteza terrestre debido a las grandes fuerzas tectónicas. Emergida, aislada, sola, Islandia existió durante siglos desconocida para los habitantes del otro lado de su mar. “Islandia es un experimento en primer lugar natural y después humano”, afirma Piccione.
Tanto Islandia como los volcanes son ejemplo de algo que el ser humano tiende a olvidar: todo muta. En aquella isla del norte, el suelo cambia cada día. Lo que hoy existe, existe hoy. El europeo continental tiene que viajar a Islandia para entender esto. Hace más de 60 años no existía, por ejemplo, la isla Surtsey, inscrita como patrimonio mundial en 2008, y que se creó por las erupciones volcánicas producidas entre 1963 y 1967. La “vitalidad aterradora” de la naturaleza islandesa se manifiesta en sus volcanes, “gigantes centinelas de nuestra caducidad”, que no son los “fotogénicos conos”, como el Etna, a los que se va la imaginación sino más bien fisuras abiertas en el terreno, con “la crudeza de las heridas abiertas”. Como la piel severamente agrietada por la intemperie.
El italiano Leonardo Piccione (Bari, 1987) vive entre las ciudades de Corato (en el sureste de Italia) y Húsavík (en el norte de Islandia), según su biografía, “esperando la erupción de un volcán”. Desde que se activó el magma bajo Grindavík el pasado 3 de noviembre, él se activó también, tuiteando esa erupción que tanto esperaba. “No es que fuera necesaria una confirmación tan dramática, pero Islandia es un libro de texto de geología al aire libre”, escribía el 11 de noviembre, acompañando su tuit con unas fotografías de un campo de golf roto por la mitad.
Piccione divide su libro en cuatro apartados que corresponden a las cuatro zonas geológicas del país: el territorio alrededor de Reikiavik y las penínsulas de Snaefellsnes y de Reykjanes, dos recorridos de sur a norte por la dorsal media atlántica, como se denomina la grieta de la corteza terrestre sobre la que surge Islandia, y el cuarto, los desiertos de lava del interior. Sobre este terreno, construye 47 relatos en los que se funden crónicas, leyendas e inspiraciones pasadas, presentes y futuras. Para él, las erupciones son una historia en sí misma.
En el prólogo, el autor confiesa que ha escrito este libro por el mero placer de hacerlo: que no es un libro de viajes ni una guía ni un ensayo. El italiano se ha vuelto islandés, enganchado a una isla donde hay una sobreabundancia creativa en materia artística, como demuestra su apabullante escena musical o el dato estadístico que ofrece el autor, recuperando su formación académica, que indica que uno de cada 10 islandeses ha publicado un libro. Según el citado escritor Hallgrímur Helgason, los islandeses son tan creativos porque cada década surge una nueva montaña a la que hay que poner nombre. “Transmitir historias es el pasatiempo preferido de los islandeses desde siempre”, afirma Piccione. “Contar significa sobrevivir y reproducirse”, por ello, la literatura es la estrategia de supervivencia de este pueblo que vive en condiciones inhóspitas. La vida es eso que sucede en la isla entre una erupción y otra, con algún volcán siempre en el segundo plano, sin ser protagonista, a pesar de que las profecías paganas vikingas aseguraban que el fin del mundo sucedería tras una gigantesca erupción.
Grindavík está en el suroeste de la isla, a una hora en coche de Reikiavik, en la península de Reykjanes que, según nos explica el autor, significa “de las fumarolas”. La última erupción allí tuvo lugar entre 1210 y 1240, y el invierno transcurrido entre 1226 y 1227, según se recogió en la Saga de los Sturlunga, la obra escrita por varios autores de los siglos XII y XIII, se recuerda como “el invierno del polvo” debido a la espesa capa de ceniza volcánica que lo inundó todo.
Reykjanes es, para Piccione, “la península que cambió la historia de la geología”. Es una península que “no dice nada”, que no tiene “grandes montañas ni tampoco grandes ideas”. Es, sobre todo, lava. Lava negra. pero este trozo de tierra –este “esputo”, lo llama el autor– fue un lugar clave para demostrar en los años 60 lo que ya supuso Alfred Wegener a principios del siglo XX, que las placas de la Tierra se mueven. Dos geólogos ingleses recorrieron el perímetro de la península en una embarcación junto a un “estrafalario aparejo” denominado magnetómetro. El cacharro se había desarrollado durante la Segunda Guerra Mundial para interceptar submarinos, pero ellos lo utilizaban para estudiar el comportamiento magnético de las rocas del fondo oceánico. Al parecer, en Reykjanes las brújulas se vuelven medio locas.
Las rocas de la costa contienen basalto y este tiene magnetita, un mineral que le otorga a la piedra una memoria magnética. Midiendo el magnetismo, se observan unas alteraciones irregulares, que dependen de cuál era la dirección del campo magnético terrestre en el momento de la solidificación de estas rocas de lava. El descubrimiento de estas polaridades inesperadas sirvieron para demostrar que los océanos se expanden. Piccione se afana en rememorar a Wegener, a quien se dio la razón en sus teorías 35 años después de su fallecimiento. El científico y explorador murió congelado en Groenlandia: “Su cuerpo, su diario y su visión se convirtieron en parte integrante del glaciar que había estudiado durante tanto tiempo. Se estima que hoy está sepultado por otros cien metros más de hielo y nieve”.
Cada zona volcánica viene acompañada de una cita literaria. Para Reykjanes, Picciano elige una saga de Jón Kalman Stefánsson: “Luego sale el sol. Antes hay una erupción que borra las estrellas del cielo, esos perros cariñosos, luego se levanta, se levanta majestuosamente por encima de la península de Reykjanes chamuscada por el magma. Lentamente mana, y nosotros estamos vivos”.
Frente a la pequeña península, donde se encuentra el aeropuerto internacional del país, se puede dar con Eldey, la isla de fuego, a 15 kilómetros de la costa. Eldey apareció, junto a otros islotes, en la época prehistórica debido a una erupción submarina, pero ahora es el único fragmento sobre el nivel del mar que queda de aquellas tierras que emergieron. La última erupción tuvo lugar en 1926 pero actualmente registra enjambres sísmicos frecuentes.
“Al poco el Eldey apareció en el horizonte. Era blanco y parecía borbotear. Cuando nos acercamos entendí que aquellas encrespaduras eran pájaros. Tantísimos que cubrían la isla entera. Era su guano el que le daba lo que parecía un revestimiento de azúcar glasé”, escribe la periodista científica del New Yorker Elizabeth Kolbert en La sexta extinción. Una historia nada natural (Planeta, 2019), por el que obtuvo un premio Pulitzer en 2015. Es la cita que ha elegido Leonardo Piccione.
Los pájaros de los que habla Kolbert son miles y miles de alcatraces, los cuales pueden observarse en una webcam que retransmite, solo durante las horas diurnas, el ajetreo animal de este peñasco. Hasta que se extinguieron de la isla en 1844, estaba habitada por una población de alcas tordas, un animal similar al pingüino. Sobre ellas versa el relato de Piccione. ¿Cómo llegó hasta allí un ave marina que no sabía volar?
“El alca era una clamorosa utopía zoológica, un desdichado oxímoron viviente”, escribe. Vivían en el islote de Geirfuglasker, “un escollo abrupto dentro de un abrazo de olas”, un lugar poco accesible para los seres humanos. En 1830, unas erupciones submarinas hundieron Geirfuglasker. “Las alcas, desposeídas, buscaron refugio en un escollo cercano, divisando en el caliginoso Eldey el pedestal de roca que sería su nueva morada. La última”.
En el siglo XVII, las costas estaban plagadas de millones de alcas. Se cazaban fácilmente en obscenas cantidades. Hacia 1800, nos cuenta el autor, ya habían desaparecido de los mares de América del Norte y antes de llegar a mediados de siglo, su presencia se limitaba exclusivamente a las cosas de la Islandia meridional. Solo ponían un huevo al año, a veces ninguno. A punto de la extinción, se prohibió su caza, pero Eldey, a diferencia de Geirfuglasker, tenía una de las laderas fácilmente accesibles para los marineros.
En la fatídica fecha del 3 de julio de 1844, 12 pescadores islandeses arribaron a Eldey contratados por un coleccionista. Tres de ellos consiguieron trepar la roca, de 77 metros de alto. Allí encontraron a la última pareja de alcas esfenisciformes de la historia, “intentando incubar un huevo”. “Las alcas no habían tenido nunca miedo de los seres humanos, pero aquella vez intentaron huir”. Uno de ellos acorraló a la hembra en un rincón antes de matarla. El macho intentó huir, alejándose torpemente con sus pequeños saltitos. Lo agarraron por el cuello. “No emitió siquiera el típico graznido –parecido al de la urraca pero más grave– que se había oído en todos los estrangulamientos precedentes”, escribe Piccione. El tercer cazador pisó el huevo que alentaba la pareja, y así es como se extingue una especie.
“Mientras que los cuerpos de las dos alcas eran vendidos al precio pactado de nueve libras esterlinas, el verano de Eldey se ensombreció con la certeza de que ningún otro ejemplar de aquella especie de seres nobles e inadaptados volvería jamás a pisar torpemente ni allí ni en ninguna otra parte”, remata amargamente su relato el escritor.
La muerte y la vida se encabalgan trepidantemente mientras, en el tiempo de los volcanes, el tiempo avanza, tan solo que de manera más lenta. Los centinelas de la caducidad prueban “la indiferencia de la naturaleza respecto a la humanidad”, nos dice el intrépido explorador literario, y también alertan “de la insensatez de algunas de nuestras pretensiones”. islandia, esa “especie de pavo relleno de nitroglicerina”, revienta por sus fisuras, algo que los islandeses aceptan sin aspavientos, con la serenidad de lo inevitable.