Se veía venir. Las últimas obras de esta creadora son de gran potencia, todas tienen momentos y búsquedas relevantes, las dos dedicadas a la muerte de sus padres, la recientemente programada en el Festival de Otoño Liebestod, la muy discutida Terebrante, incluso la obra que pudimos ver en este mismo festival, Temporada Alta, el año pasado, Caridad. Un teatro de alto nivel donde Liddell ha continuado trabajando sobre los temas que la gobiernan: la soledad, la imposibilidad de amar, la obra de arte como asesinato, como acto por encima de la moral, etc. Unos temas que Liddell ha ido auscultando con diferentes maneras de hacer en escena, en unas predominaba más el texto, en otras las imágenes, en unas vimos a otros actores como Oliver Laxe decir 'a la manera de', en otras la propia Angélica era quien oficiaba. Todas traslucían una búsqueda no completada, un ansia por dar con, por lograr ir más allá. Algo estaba emergiendo.
Pues bien, Vudú (3318) Blixen es exactamente eso, un obrón de una pertinencia y rotundidad abrumadoras. Un montaje de gran formato, con alrededor de 50 personas en escena, con animales muertos (peces, conejos, gallinas), con guacamayos sobrevolando la escena, con una cantidad ingente de imágenes, de símbolos, de referencias, y con uno de los finales teatrales más estéticos y sintéticos de la historia del teatro actual.
La primera parte de la obra es sobrehumana. No se puede comenzar más arriba, Liddell dirá uno de los parlamentos más largos de toda su historia teatral, con un despliegue de memoria, técnica, dicción y cuerpo que está fuera del alcance de cualquier actor actual. Saldrá a escena bajo un fondo de tules azules, vestida de rojo esparcirá cientos de claveles blancos por el suelo y acometerá un texto furibundo en que expondrá el punto de partida de la obra.
Liddell explicará que hace años amó, apasionadamente, y que fue rechazada, usada, deglutida y escupida. Algo ante lo cual la artista se rebela. En un rito nigromántico, satánico, venderá su alma al diablo a cambio de un acto de venganza que acabe con quien la vejó y la hundió. En un acto propio del Fausto de Goethe, venderá su alma a cambio de poder escribir una obra maestra, porque será la propia obra de arte la que dará muerte a ese Romeo traidor y rastrero.
La estructura de esta primera parte es ya despliegue de ese propio ritual satánico. Liddell se erige en una Rosalía que, aunque también vestida de rojo, no cantará un Si me das a elegir delicado y sentido; sino que destrozará, como reina trash, dos de los temas predilectos de la chanson française, el Ne me quitte pas de Jaques Brel y Et si tú n’existais pas de Joe Dassin. Con la voz cercana al tono del death metal, la artista oficiará ese ritual. Confesará que una vez fue adoradora del mal, que se había alejado de ello pero que otra vez tiene que volver a ese punto. Y ya transformada, transfigurada por el trance, acometerá un rezo negro, un Ave María inverso y hereje.
La autora habla de volver a ser la joven que hace años abrazó la oscuridad, el mal como bálsamo que está presente en muchas obras del comienzo de su carrera. Y es verdad que en la manera de decir de ese prodigioso parlamento había un sonido, una manera de tener el cuerpo, un eco, que recordaba a la Angélica que un invierno madrileño del 2001 dio a luz aquella pieza inclasificable: El matrimonio Palavrakis.
Y es que en esta obra hay también un declarado recorrido homenaje por toda la carrera de la artista. Así, entre otros, veremos en escena El columpio del pintor francés Jean Honoré-Fragonard que reinó en Perro muerto en tintorería: los fuertes (2009), a Sindo Puche, el otro alma de la compañía de Liddell, portando ese sombrero venido de la estepa rusa que ya portaba en Una costilla sobre la mesa: padre; y veremos también un homenaje a la ya citada La casa de la fuerza cuando se esparcen una pequeñas cruces por escena, esta vez amarillas en vez de rosas, pero que era imposible no relacionar con aquellas cruces con las que la creadora rememoraba a las mujeres asesinadas en México en 2009. Liddell en Vudú revisa todo su teatro.
Al final de cada acto se ofició un descanso. El público podía estirar las piernas, airear las meninges, recobrar fuerzas. Pero la artista no dejó nunca respirar a un público que no desertó en ningún momento. La segunda parte fue el negativo fotográfico de la primera. Liddell de blanco, esparció cientos de claveles rojos por escena. Y con una palabra quieta, dicha con pura calma, comenzó su venganza. Para ello, realizó un acto de vudú dialéctico en la que cada palabra fue un alfiler clavado en su amante. Liddell realiza en esta parte una descripción despiadada de la catadura moral de la persona con la que estuvo. Un ritual que si al principio solo es palabra acaba con la artista arrancando la cabeza de una gallina.
Pero si bien en esta parte ataca sin remisión a su amante, más tarde le declarará su amor. Si bien la obra comienza con un paisaje celestial de telas azules, acabará en rojo infierno. La artista ya avisa en esta primera parte de su visión platónica del mundo, un mundo dual, con su cielo e infierno, con el imperio de la carne corrupta y el deseo de trascendencia en frente. Unas veces lo hará de manera evidente, otras no tanto. Por ejemplo, Liddell invocará a la autora Karen Blixen (Memorias de África y Siete cuentos góticos). “La baronesa”, la llamará. Será su aliada en ese pacto con el diablo. Pero si bien es cierto que está documentado que Blixen hizo un pacto para lograr su triunfo literario, esta autora danesa también fue quien manipuló, vejó y humilló en vida al joven poeta Thorkild Bjørnvig. Una historia que recientemente llevó al cine Billie August en El pacto. El verdugo es también víctima, dos imágenes de un mismo espejo.
La obra tendrá un frontispicio, el tercer acto. Un cuadro que separará dos mundos, haciendo hincapié en la estructura dual de la pieza. Este acto no tendrá palabras. Se abrirá a una poesía visual de gran carga simbólica. Comenzará con imágenes más del cotidiano, incluso un tanto burdas, como el de unas mujeres jóvenes andando a cuatro patas detrás de un balón mientras van haciendo sonar un silbato. Pero Liddell irá llenando el espacio de arroz, cientos de kilos de arroz, al igual que llenará la escena de un número ingente de imágenes que no pararán durante más de media hora. Puros disparates goyescos, imágenes sobre la pareja, sobre el amor como acto animal donde uno se come al otro, del matrimonio como muerte, de la pureza y la vejación, de la infancia y el sacrificio.
Imágenes con una carga referencial muy alta que concluirán con un asesinato, un niño es llevado a escena, se le tapa con una gran sábana, con un gran sudario. Liddell coge una estaca y, de manera ficcionada, le aplasta la cabeza. Lo mata. Se extiende el sudario. Una gran mancha roja reina en escena. El referente es claro ya que reproduce una de las obras del accionista vienés Hermann Nitsch, exactemente 20th painting action, una acción de este artista que manchaba lienzos y paredes con pigmento, sangre y restos de carne. Un artista con marcado sesgo religioso, igual que Liddell. La escena anuncia lo que está por venir.
La cuarta parte de la obra quizá pueda desconcertar en un primer momento al espectador. Liddell comienza a hablar del caso de dos niños de Carabanchel hallados muertos en un vertedero de Toledo. Un caso que tuvo lugar en 2022, en diciembre, con las Navidades cayendo. Dos niños desaparecidos, primos, uno de 17 y otro de 11. Primero se encuentra al mayor, 10 días más tarde se encuentra al menor por partes, descuartizado. El suceso conmocionó a buena parte de la sociedad española.
Liddell aquí hace una traslación difícil. Se apropia del horror de un hecho real que ha conmocionado a todos, para llevárselo a su terreno, a su historia íntima. Algo que ya había hecho en obras como Lesiones incompatibles con la vida (2003) en que se apropiaba de la Guerra del Vietnam para hablar de su propio dolor. O en una pieza más reciente, ¿Qué haré yo con esta espada? (2016), en la que en un paroxismo difícil de comprender decía ser causante del ataque yihadista en 2015 en París. Traslaciones que en su momento pudieron parecer desmesuradas o poco justificadas. Aquí no. Aquí Liddell primero cree que ese niño es su amante muerto, luego desarmada, viendo que su venganza no tendrá lugar, que su pacto con el diablo no consigue matar a su enemigo ni tampoco consigue que pueda escribir la gran obra, se derrumba.
Vemos a una Liddell desarmada confesar su amor por quien es su enemigo. Un texto dolorosísimo en el que esta actriz que renegó de engendrar y ser madre tantas veces en su carrera, confiesa su deseo irrefrenable de haber sido fecundada por ese amor truncado. Habla de una niña que se agarra a sus tripas, una niña que al final no verá la luz. Es ahí, derrumbada, en una acción donde la vemos bajo un sudario recibir litros y litros de leche y vino que la ahogan como si fueran esperma y sangre, donde Liddell confiesa que solo le queda escribir.
Tras ese descenso a los infiernos de la propia artista vendrá la última parte. Durante 20 minutos Liddell dirá un texto con el escenario a oscuras, un texto demoledor. No queda esperanza en la vejez, envejecer es una devastación hacia la podredumbre, hacia una extinción degenerativa y sin remedio. No hay luz alguna en el texto. Un texto que es un verdadero testamento, un oscuro obituario donde cada espectador no tiene más remedio que verse reflejado.
Después la artista oficiará su propio entierro. Saldrá una notaria de verdad y “cantará” el documento donde Liddell expone cómo quiere ser enterrada. En un ataúd blanco, se oficiará un velorio en una habitación de hotel con las paredes y la moqueta rojas, sonará música de Bach, se darán 101 cañonazos de salva, será vestida con traje extremeño siguiendo sus orígenes maternos, en uno de sus bolsillos se pondrá un libro del escritor francés Baudelaire y se oficiará una ceremonia religiosa cristiana. Liddell firma. Sale a escena una niña negra. La dualidad se lleva hasta el final. Liddell observa su propio entierro transfigurado en esa pequeña niña. Sonarán 101 cañonazos, insoportables, sentenciadores. Todo el espacio ha sido cubierto con telas rojas. Queda la artista sola en escena frente a su ataúd, un cuervo vuela sobre el escenario y se posa y picotea la caja mortuoria. La escena es sobrecogedora y representa una de las decantaciones más perfectas de la estética de esta artista.
Contemplando la escena la duda de si realmente esta artista había vendido su alma al diablo se hace plausible. Porque Angélica Liddell consigue eso que los humanos hoy solemos rechazar como exageración o pueril mitomanía, la obra maestra. Los que allí acudieron fueron testigos, cuando la función concluyó, de uno de los aplausos más inolvidables que uno haya podido escuchar en un teatro. Después de seis horas, el público demostró con ese acto tan ínfimo de juntar las palmas de las manos que el teatro puede cambiar vidas, que el teatro es convulsión, entrega y redención.
La producción de esta gran obra ha recaído en el festival gironés Temporada Alta, donde se vivió su estreno, y en el Centro Cultural Conde Duque de Madrid, donde podrá verse la obra en febrero del año que viene. Antes, la obra tuvo una residencia artística en el Citemor, festival portugués crucial en la carrera de esta artista que cuando nadie la auspiciaba le dio el espacio y la posibilidad de crecer artísticamente. Sorprende y es significativo que Liddell haya prescindido de sus socios europeos y se haya recluido en iberia. Ahora habrá que ver qué recorrido tiene la pieza en España. Si la situación cultural de este país no fuese la que es, Vudú (3318) Blixen, no debería ser programada con una función o dos allí donde va, haciendo que tan solo un público conocedor pueda conseguir entradas. Debería estar semanas en cartel, ofreciendo a un público más amplio la posibilidad de ver la fuerza primigenia del teatro y de una artista irrepetible.