Hardy fue diagnosticada de cáncer linfático en enero de 2004, a pocos días de un 60 cumpleaños que quedaría ensombrecido por el abismo de su enfermedad. Pese a todo, hubo celebración. Una comida íntima en la que, sobrepasado por la emoción, Thomas, su único hijo –fruto de una larga y tortuosa relación con Jacques Dutronc–, se ausentó de la mesa para llorar discretamente. A su regreso lloraron madre e hijo, manos entrelazadas, aterrorizados, para estallar horas después en carcajadas al evocar el contradictorio marco que, en mitad de su desconsuelo, les brindó aquel idílico restaurante parisino. Como si el lujo no combinara con la ordinaria fatalidad humana.
De aquel trance, Hardy extrajo dos testamentos vitales: unas excelentes memorias en papel, La desesperación de los simios y otras bagatelas (2008), y el que sería su siguiente álbum, Tant de belles choses (2004). En este último, conmovida más como madre que como cantante, edifició una obra conceptual sobre la vida y la muerte, un mensaje esperanzador y terapéutico para arrullar una despedida que, para entonces, vislumbraba próxima. Así, dirigiéndose a su hijo pero consciente de la universalidad de sus sentimientos, se deshacía en consejos y le cantaba, desde un tema titular rebosante de ternura, “Penses-y quand tu t'endors, l'amour est plus fort que la mort (Piénsalo cuando te duermas, el amor es más fuerte que la muerte)”. Repitiría este mismo ejercicio en Personne d’Autre (2018), su último álbum, un panegírico compuesto poco antes de que su enfermedad, controlada durante un tiempo, retornara en forma de un agresivo cáncer de laringe que le impediría volver a cantar..
No le resultó difícil traducir todas estas zozobras en belleza. Françoise Hardy llevaba décadas siendo musa y artífice de la melancolía. De hecho, rara vez aceptaba canciones que no encajaran con su estatuto de dama intensa y apesadumbrada. Advertidos estaban Gabriel Yared, Michael Berger o Serge Gainsbourg, colaboradores habituales de la parisina: La tristeza era su fondo de armario. “Por suerte para mi, las canciones más bonitas no son las alegres. Son las tristes y románticas las que recordamos”, dijo en una reciente entrevista a The Guardian.
Françoise Hardy nació en mitad de una alarma antiaérea en el París ocupado de 1944. Su madre, soltera, se ausentaba con frecuencia, por lo que dejó a sus dos hijas al cuidado de los abuelos durante largas temporadas. Su padre, casado con otra, nunca convivió con ellas. La literatura, Radio Luxembourg –que emitía a Elvis Presley, The Everly Brothers, The Shadows, Paul Anka, etc.– y una guitarra, regalo de graduación, fueron sus refugios y marcaron su destino. El gran mito de la Hardy nacía en 1962. Consiguió su primer contrato discográfico tras presentarse a varias audiciones. Tenía 17 años. Su excusable ingenuidad y la nube de incredulidad en que flotaba propició que la discográfica le impusiera, como estreno, un tema de pop desenfadado alejado de su taciturna personalidad. Se trataba de Oh, oh, chéri, original de Bobby Lee Trammell, adaptado al francés por el equipo de compositores de Johnny Hallyday, quien militaba en su mismo sello, Vogue.
Relegada a la cara B de aquel primer disco quedó Tous les garçons et les filles, una de sus composiciones distintivas, de ánimo melodramático, combinación de la tradicional chanson con la balada rock y que, a la postre, se convertiría en su mayor éxito. La interpretó el 28 de octubre de 1962 durante uno de los interludios musicales de una noche electoral que, emitida en el único canal francés, revalidó el triunfo de Charles de Gaulle. Como sucedió con su adorado Elvis Presley, el poder de la televisión actuó de eficaz trampolín a la fama. El sencillo vendió la friolera de 2 millones de copias en pocos meses. Más de lo que había vendido todo un simbolo de la canción francesa, Edith Piaf, en 18 años de carrera.
Sin embargo, Hardy nunca quedó satisfecha con aquellos primeros álbumes. Tous les garçons et les filles (1962), La maison où j'ai grandi (1966) o Comment te dire adieu (1968), fueron muy populares y, gracias a las versiones en inglés, alemán, italiano, portugués y español que grabó de sus canciones, conquistaron rápidamente el mercado internacional. Ella, molesta por lo que consideró defectos en la grabación y excusándose por su propia inexperiencia, los tildó de “terribles” en más de una ocasión. Siempre prefirió sus otros trabajos, aquellos en los que, paradójicamente, ya no ejercía de compositora o, a lo sumo, solo de letrista, como La Question (1971), Message personnel (1973) o Le danger (1996).
No solo dejó de componer su propia música. A finales de la década de los sesenta aparcó también las giras y rara vez cantaba en directo. Detrás de estas decisiones, una persistente falta de confianza heredada, probablemente, de las humillaciones verbales a las que la sometió su abuela materna durante su infancia y adolescencia. Aquella chica brillante, lánguida, de belleza inaccesible casi mística, era extremadamente insegura y tímida. Aunque el mundo entero cayera rendido a sus pies –entre ellos, unos seducidos Mick Jagger o David Bowie–, ella seguía inmersa en una brumosa sencillez y en sus frecuentes vacilaciones.
Ni siquiera captó las indirectas amorosas lanzadas por un joven Bob Dylan quien, tras verla por televisión en 1964, quedó prendado y aprovechó su visita a París, dos años más tarde, para invitarla a la habitación de su hotel. Ni con Just Like a Woman o I Want You –de su recién publicado Blonde on Blonde y que hizo sonar en primicia para ella–, consiguió que se diera por aludida. Ella atendía a las canciones desde un plano profesional, sin imaginar que pudieran ocultar una proposición romántica. De esta historia de amor fallida quedó un poema, inmortalizado en el reverso de Another side of Bob Dylan, y varias cartas sin enviar que, cosas de la vida, acabaron décadas más tarde en manos de la francesa, cortesía del dueño del bar del Greenwich neoyorquino donde Dylan las dejó olvidadas.
Aquella brisa de inocente melancolía irrumpió en un París que perdía su hegemonía cultural en beneficio de Londres o Nueva York. Eran los años sesenta. El rock anglosajón se imponía entre la juventud. Era el tiempo del “Yeah! Yeah!”. Aquel grito entusiasta, patentado por The Beatles y enmarcado en el efervescente Swinging London, sirvió para denominar a todo un movimiento surgido, en espejo, al otro lado del Canal de la Mancha. Una escena que, al contrario de lo que sucedía en las islas, era visiblemente femenina. Aunque, todo sea dicho, si bien eran ellas las que daban la cara –France Gall, Sylvie Vartan, Sheila–, ellos eran quienes componían (Serge Gainsbourg, Jean Bouchety, Michel Colombier). En cualquier caso, era imposible adscribir enteramente a Françoise Hardy en esta nueva ola cultural. Ni por sonoridad ni por idiosincrasia. Mientras lo ye-yé era descarado, liviano y juguetón, Hardy evocaba una hondura existencial y ensoñadora. Además, escribía sus propias canciones.
Otro punto de divergencia con respecto a sus homónimas radicó en su estilo. Como Marlene Dietrich o Lauren Bacall, Françoise Hardy representó a la mujer de belleza andrógina, figura delgada y formas rectas, en contraposición al prototipo femenino y voluptuoso de Brigitte Bardot. Esto no impidió que se convirtiera en paradigma de la mujer parisina, personificación misma del estilo cool ye-yé que encandilaba al mundo. Más por inercia que por convencimiento, Hardy apuntaló su imagen a través de una elegancia personalísima. Lo mismo se entregaba a la naturalidad austera de un look basado en vaqueros y camisa –apropiándose de los códigos de la vestimenta masculina–, que se exhibía a través de minifaldas y piezas de alta costura de Paco Rabanne, Courrèges o Yves Saint Laurent, motivo por el cual acabó ocupando numerosas portadas de las cabeceras de moda.
Lo ye-yé también introdujo en Francia aires contraculturales con aroma a libertad. Arrancaba la segunda ola del feminismo y el arquetipo de chica ye-yé se cuestionaba, sutilmente, el matrimonio y el compromiso. La misma Hardy cantaba en Je changerais d’avis (1966) –adaptación de Se telefonando de Ennio Morricone–, “La vie n'est pas un seul garçon, un seul visage à aimer (La vida no es un solo chico, una sola cara a la que amar)”. La realidad es que, la artista parisina, difícilmente clasificable en cuestiones políticas -aunque abiertamente anticomunista-, nunca participó de ideas revolucionarias, excepto en temas como el ecologismo, el aborto, la anticoncepción o la eutanasia.
Minimizó, de hecho, la trascendencia del Mayo del 68, al decir que “no consiguió nada” y que tan solo fue “la expresión de una evolución social y sexual que ya había empezado en los inicios de los 60”. Para ella, fue la música pop de Elvis Presley, The Beatles y The Rolling Stones la que pavimentó el camino para el cambio social. Todas estas cuestiones, alejadas de lo estrictamente musical, quedaron por escrito en uno de sus libros más polémicos, Opiniones no autorizadas (2015). En él, además de profundizar en su fascinación por lo esotérico –en especial por la astrología, terreno en el que trabajó ampliamente–, dejó testimonio de la insoportable devastación del envejecimiento y de su dolorosa lucha contra el cáncer.
Aunque su prioridad fue siempre la música, Françoise Hardy experimentó también un intenso idilio con la literatura y no dudó en declararse admiradora de escritores como Stefan Zweig, Scott Fitzgerald, Patrick Modiano o Michel Houellebecq. Además de sus dos libros testimoniales y una referencia sobre astrología –La astrología universal (2007)–, publicó una novela, L’amor fou (2014), que trataba, inequívocamente, sobre los estragos del amor incurable.
También probó suerte en el cine, pero su carrera en el séptimo arte acabó mucho antes que la de su marido, Jacques Dutronc, quien compaginó una exitosa trayectoria como actor con su vertiente de cantautor – fue él quien le compuso uno de sus mayores éxitos, Le temps de l’amour (1962)–. En esta breve incursión cinematográfica, Hardy se limitó a pequeños papeles en películas como What’s New Pussycat (1965) de Clive Donner, Masculine, Femenine (1966) de Jean-Luc Godard o Grand Prix (1966) de John Frankenheimer. Una experiencia que no le resultó especialmente satisfactoria, tal y como explicó a The New York Times en 2018: “No hubiera podido rechazar las ofertas de aquellos directores de cine reconocidos. Sin embargo, prefería la música al cine. La música y la chanson te permiten profundizar en ti mismo y en lo que sientes, mientras que en el cine se trata de interpretar un papel, de encarnar a un personaje que puede estar a kilómetros de distancia de lo que tú eres”.
Françoise Hardy nunca comulgó con la artificiosidad. Su transparencia emocional y ese delicado ensimismamiento que instiló a su música atrajo a generaciones enteras. Década a década. Inmune al tiempo. Su hechizo prendió en coetáneos pero también en artistas posteriores como Etienne Daho, Malcom McLaren o Damon Albarn (Blur), quienes la requirieron para poner voz a Et si je m'en vais avant toi (1985), Revenge of the Flowers (1995) y To The End (La Comedie) (1995) respectivamente. Ella accedió, siempre solícita, disipando ese halo de inaccesibilidad que se le presuponía. La triste dama inalcanzable. Ahora, un poco más. Lega sus canciones, Tous les Garcons et les Filles, Mon amie la rose, L’anamour, Voilà, Le premier bonheur du jour, Soleil, La question, Message personnel, Puisque vous partez en voyage, Le large, y tantas otras, para ser erigidas en eternos mausoleos a su memoria.