Tener continuidad en un periódico ofrece otra ventaja, al menos cuando el autor se desenvuelve con cierta pericia: la fidelidad de los lectores. Cada semana o cada quince días buscan su firma en las páginas del diario; surge una complicidad, la sensación de que el escritor no solo opina, sino que, de algún modo, acompaña, se convierte en un viejo amigo al que uno acepta con sus filias y sus fobias, sus tics y sus meteduras de pata. Por eso, cuando una sección termina de forma abrupta –no todos se despiden como Fernando Aramburu o Mario Vargas Llosa–, el lector se queda desamparado; ha perdido a ese amigo con el que se tomaba el café.
Muchos se sintieron así tras la muerte de Almudena Grandes aquel 27 de noviembre de 2021, a los sesenta y un años. Su colaboración con El País Semanal comenzó en 1999 con una periodicidad quincenal; en total, más de dos décadas, tiempo más que suficiente para tejer ese entendimiento con los lectores, que en su caso devoraban tanto sus libros como sus columnas. Tusquets, su editorial de toda la vida, publica ahora Escalera interior (2025), una exhaustiva selección de los artículos que escribió entre 2005 y 2021, en una edición a cargo de la escritora Elisa Ferrer (Temporada de avispas, Premio Tusquets 2019), que propone una organización temática.
Miradas hacia lo cotidianoLa columna tiene la particularidad de expresar la voz del autor sin que este se camufle bajo la máscara de la ficción. Se expresa en primera persona, firma con su puño y letra, y, claro, es inevitable que en tantos textos se cuelen detalles más o menos iluminadores de su vida cotidiana, sus aficiones o los asuntos que lo inquietan, que a menudo son una extensión de los ejes de su obra literaria. Ese es el caso de Almudena Grandes: buena parte de estos artículos cuentan historias de gente anónima, héroes y heroínas de barrio como los supervivientes de antaño sobre los que tanto le gustaba escribir. En sus manos, lo trivial en apariencia adquiere una trascendencia que va más allá de los hechos.
Y está de parte del pueblo, siempre, de la gente de a pie que lucha por sus derechos y se atreve a tomar decisiones arriesgadas, a veces como un pequeño cuento. Una vocación tardía, por ejemplo, recoge la peripecia de una monja que se fuga del convento (con su dosis de costumbrismo: “en la estación de Soria se compró un bocadillo de tortilla que le supo a gloria”). En Ella, hasta el final recrea el último momento de dicha de una enferma terminal, con este cierre: “Las personas dignas de amor sobreviven a la muerte en la memoria de quienes las han amado”. Siempre repara en lo cotidiano, lo sencillo –un objeto, un traje, un gesto, una comida–, lo que nos pasa o nos podría pasar a todos.
También resulta cercana porque se mantiene atenta a las tendencias: “Supongo que, para algunos jóvenes, el momento estelar de las vacaciones habrá sido encontrar un Pokémon en la catedral”, escribía en septiembre de 2016 (en la columna Cuarenta y dos kilos de felicidad), el año del fenómeno del videojuego Pokémon GO, para a continuación narrar el recuerdo más significativo para ella de aquel verano, lejos de cualquier artificio digital. Además, no escondía sus pasiones más viscerales, como su afición al Atlético de Madrid: “Me acordé de mis padres, con los que fui al Calderón por primera vez, y de mis abuelos”, relata en Una emoción de más, sobre un partido que le trae un regalo inesperado.
Activismo a pie de calleHenry D. Thoreau escribió sobre la importancia de vivir de forma coherente con los principios en los que uno cree. Ser el ejemplo, actuar más que perorar, sin esperar nada a cambio (si acaso, una conciencia tranquila). En esto, Almudena Grandes resultó ejemplar: si sus novelas tienen una dimensión social –tanto en las que retrata los conflictos de las mujeres de su generación, como Atlas de geografía humana (1998), como en las que le sobrevinieron a raíz de la crisis económica, Los besos en el pan (2015), y la pandemia, Todo va a mejorar (2022)– y una revisión del pasado reciente desde el punto de vista de los perdedores –los Episodios de una guerra interminable (2009-2020)–, sus columnas se leen como una prolongación de todo ello.
Lo cotidiano, lo social, es político. Poner el foco en la gente sencilla está cargado de connotaciones. Narrar la grieta, el instante de la rutina en el que unas circunstancias estructurales dinamitan la existencia del día a día –un modelo económico fallido, unos valores capitalistas, un ambiente de temor e incertidumbre–, no solo es político, sino que denota perspicacia, la que permite al narrador comunicar desde la emoción de la reconstrucción ficticia. En 2013, en plena crisis, escribía en la columna Los números decimales la historia de un joven “que había dejado de estudiar para trabajar en la construcción y ganar durante algún tiempo mucho más dinero que su padre, luego solo un poco más. Después lo mismo, al final nada”.
La perspectiva de género también estaba ahí: “¡Campeones, oé, oé, oé!” narra un partido de fútbol desde el punto de vista de las madres y las novias de los jugadores, seguidoras devotas y angustiadas que los miran desde la grada. Y, por supuesto, la memoria, la de su familia; la de los ancianos que, desde que comenzó a novelar el pasado reciente, se le acercan para contarle sus vivencias de la guerra y la dictadura; y, también, la de los barrios, porque las ciudades guardan en sus calles y edificios muchas historias: “Es notable la caducidad de los comercios de mi calle. Muchos grandes negocios, con aparentes garantías de futuro, se hundieron” (escribió en La piel de mi barrio).
Libros, familia, vidaEsta Escalera interior sea, tal vez, lo más parecido a las memorias que no tuvo tiempo de escribir. Comparte muchos recuerdos familiares, esas pequeñas historias que nos hacen: la pérdida temprana de su madre, las costumbres de su abuela, los primeros pasos en la vida de sus hijos, la Navidad de ayer y hoy. Un tema recurrente en su obra, que se filtra en sus piezas breves, es el choque generacional entre las mujeres de la quinta de su madre, educadas para ser amas de casa, esposas y madres abnegadas, y las coetáneas de la propia autora, que huyeron de ese modelo para desarrollar una carrera profesional al tiempo que compatible con el ámbito doméstico-afectivo, con las nuevas tensiones que esto acarreó.

También habla de libros, claro. Los que la marcaron a ella –de la mítica colección de aventuras de la editorial Molino a la obra completa de su admiradísimo Benito Pérez Galdós– y los que protagonizan muchas pequeñas historias de las que caza al vuelo y fija por escrito porque son demasiado hermosas para dejarlas caer en el olvido, como la del conductor de un camión de la basura de Bogotá que una noche encontró tirado un ejemplar de Anna Karenina (lo contó en El milagro de La Nueva Gloria). Y entresijos del mundo editorial y de su vida como escritora, como Otra historia de amor, donde recuerda sus inicios gracias al Premio La Sonrisa Vertical por Las edades de Lulú (1989).
Testimonio de una épocaAlmudena Grandes pertenece a la generación que trajo aire fresco a la narrativa española de la recién estrenada democracia. Había necesidad de pasar página cuanto antes –luego se lamentó haber dejado caer en el olvido demasiado rápido a muchos escritores y creadores en general que de hecho no habían dejado de ser resistentes al régimen pese a publicar durante la dictadura–, y la industria editorial, renovada a su vez con sellos entonces independientes y con vocación progresista (Tusquets –que en 2012 se integró en el Grupo Planeta– Anagrama y Lumen, entre otros), apostó fuerte
Elvira Lindo, Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Rosa Montero o la propia Almudena Grandes contaron con una base importante de lectores casi desde el principio, algo inconcebible en las generaciones posteriores. Esto dio aliento a las editoriales, que disfrutaron de un momento de florecimiento cultural; y, a los autores, les permitió dedicarse por completo a la escritura. La prensa los buscó para que escribieran en sus páginas; el intelectual aún tenía prestigio, aún se le leía con respeto e interés, como a un actor crucial de la opinión pública. De esas colaboraciones también se alimentaron porque, otro fenómeno imposible hoy, el periodismo se pagaba bien. El columnismo, a su vez, disciplinó su escritura: al tener una fecha de entrega regular debían ser constantes, no ignorar la actualidad, ser puntuales su cita con los lectores.
Tras la publicación de su novela póstuma, Todo va a mejorar (2022), y de Almudena. Una biografía (Lumen, 2024), el libro escrito por Aroa Moreno e ilustrado por Ana Jarén, esta compilación era lo último de ella que quedaba por editar –los anteriores artículos se reunieron en Mercado de Barceló (2003) y La herida perpetua (2019)–. No son textos inéditos, pero convertidos en libro adquieren permanencia y dimensión histórica; son el retrato de una época convulsa –de la ilusión por el nuevo milenio a la(s) devastadora(s) crisis– a través de la mirada, a veces sensible, a veces juguetona, siempre cercana, de una autora que se comprometió hasta el final con aquello en lo que creía: la lucha silenciosa pero persistente de la gente corriente.