El cooperativismo en vivienda tiene en España una historia de altibajos, un escándalo de corrupción que dañó la confianza a principios de los 90 y dos modelos casi antagónicos: el que busca hacer casas a precios más baratos y el que aspira a convertir la vivienda en un pilar sobre el que construir un tejido comunitario y de barrio
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La historia del cooperativismo ligado al ladrillo es diferente en España a la de otros países europeos, quizás porque aquí tener un inmueble se ha vinculado siempre con tener una garantía económica en el caso de que vengan mal dadas. Comenzó a desarrollarse de forma más visible en las primeras décadas del siglo XX. Entonces, la conocida como Ley de Casas Baratas y Económicas promovió la construcción de pequeñas viviendas unifamiliares, fundamentalmente destinadas a los profesionales que compartían una profesión o un gremio, lo que dio lugar a colonias en lo que entonces eran los alrededores de las principales capitales. Años después, en pleno franquismo, se aprobó la Ley de viviendas de renta limitada. Esta legislación, bajo una pátina de cierto paternalismo, impulsó la construcción de casas a precios asequibles que podían impulsar colectivos, pero siempre bajo el control del entonces Instituto Nacional de la Vivienda.
“En los años 70, el cooperativismo en vivienda se vinculó al movimiento vecinal, a la posibilidad de generar un tejido social compartido, y no ligar el desarrollo inmobiliario solo a los criterios de mercado”, explica Pablo Carmona, doctor en Historia y autor de “La democracia de propietarios. Fondos de inversión, rentismo popular y la lucha por la vivienda” (Ed. Traficantes de Sueños). Carmona conoce esta realidad en primera persona, ya que forma parte de Entrepatios, una cooperativa de vivienda en derecho de uso que tiene en marcha dos proyectos en Madrid –uno en Villa de Vallecas; otro, en Usera– y que busca ser una alternativa al modelo especulativo para priorizar los criterios sociales.
Esa prioridad del mercado triunfó en las primeras décadas de la actual democracia. En gran medida porque “absorbió” las posibles alternativas, analiza Carmona, incluidas las desarrolladas por los sindicatos. El factor clave fue un escándalo que derribó todo el trabajo que se había hecho hasta ese momento, el conocido como Caso PSV: la cooperativa Promoción Social de Viviendas (PSV) dejó a cerca de 20.000 personas con la duda de si se habían quedado sin dinero y sin casa, en un escándalo que tardó años en resolverse. La Unión General de Trabajadores (UGT) respaldaba ese proyecto, construido gracias a los ahorros de esos miles de familias y las aportaciones de los socios. Sumaron cerca de 38.000 millones de pesetas, el equivalente actual a unos 228 millones de euros.
En los 70, el cooperativismo en vivienda se vinculó al movimiento vecinal, a la posibilidad de generar un tejido social compartido, y no ligar el desarrollo inmobiliario solo a los criterios de mercado
No es que PSV quebrara sin más. Sus principales directivos fueron acusados de estafa y apropiación indebida y el sindicato tuvo que hipotecar su patrimonio para asumir la deuda. Aunque los afectados lograron recuperar gran parte del dinero o acceder a una vivienda, “PSV fue un sistema de corrupción interna, que hizo mucho daño”, argumenta Pablo Carmona. Otros proyectos, como el Rosa Luxemburgo vinculado a otro sindicato, Comisiones Obreras (CCOO), se desarrollaron sin problemas.
Pablo Carmona, de la cooperativa EntrepatiosAnalizar el cooperativismo inmobiliario en la España del siglo XXI lleva a ver esos modelos que evidencian dos visiones completamente diferentes de la vivienda. El primero, el más extendido, está ligado a la promoción inmobiliaria para abaratar los costes de construcción. El segundo, al papel que la vivienda pueda ejercer como vertebradora social.
En cuanto al primer modelo, no difiere mucho de montar una empresa para desarrollar un proyecto inmobiliario compartido con personas que buscan el mismo objetivo. “Se trata de optimizar el proceso de construcción y desarrollo de los inmuebles”, explica Javier de Osma, responsable del Registro de Demandantes de Vivienda y Suelo de Concovi, la Confederación de Cooperativas de Viviendas de España. “Lo que buscan los socios es hacer las viviendas a precio de coste, pero con las mejores calidades. Al final los socios se convierten en una promotora que busca promover para ellos, pero repercutiendo el beneficio en los propios cooperativistas”, indica. En total, se estima que hay 2.700 proyectos inmobiliarios bajo este paraguas.
“Entre las ventajas de ser socio están que se es propietario de la sociedad a la que se pertenece, lo que da la capacidad y derecho a participar en las decisiones”, incide en la misma dirección Ángel Martínez León, vicepresidente del Consejo General de los Coapi de España, los Colegio Oficial de Agentes de la Propiedad Inmobiliaria. Es decir, la ventaja es el precio. “El mismo proyecto te puede salir un 20% más barato y eres tú el que decide con las mismas garantías que un promotor. No es una agrupación de amigos, se necesita profesionalidad”, matiza De Osma.
Antes de construir hay que tener el suelo. Algo que, según el representante de Concovi, no es tan difícil siempre que se cuente con músculo financiero. “Nosotros vamos buscando dónde hay ubicaciones, suelos, para presentarlos a los interesados en comprarlos y desarrollar las casas”, resume. “Imagina un grupo de 20 personas a las que les interesa formar una cooperativa y vivir en Toledo. Si estás agrupado y organizado, a la hora de cerrar una compra de suelo puedes cerrar un prontopago y en mejores condiciones”.
Pero este modelo también tiene riesgos. “Como cualquier emprendimiento económico –asume Ángel Martínez León– debe estar bien gestionado. Recordemos que ha habido casos en que se ha jugado con una publicidad no veraz y engañosa. Hay que asegurarse que las cantidades entregadas por los socios estén protegidas mediante seguros de caución o avales”.
Una vez están en pie esas casas, la cooperativa llega a su fin. “Nace con los socios para acometer el proyecto, pero cuando se entrega la vivienda, se extingue y se convierte en una comunidad de vecinos como el resto, la sociedad perdura cinco o seis años por temas fiscales, pero luego tiene que liquidarse”.
Entre las ventajas fiscales, una bonificación en el Impuesto de Actividades Económicas y exenciones en el Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados.
¿Y qué ocurre si alguien quiere salir del proyecto antes de que se liquide? El socio tiene que solicitar su baja, por escrito, al consejo rector de la misma, que no debería poner problemas. Hay que tener en cuenta que cada cooperativa tiene que tener sus propios estatutos, donde marca sus normas, que han de ser aprobadas en asamblea. Y hay otro punto importante, la regulación de estas depende de las comunidades autónomas, que son las que tienen las competencias en materia de vivienda.
¿Obcecados con la propiedad?En los últimos años han comenzado a nacer proyectos que vinculan el cooperativismo de vivienda a la creación de una vida en comunidad. Con una diferencia, que quienes viven en esos pisos no son propietarios, pues las habitan en cesión de uso. “Estamos anclados al pasado –asegura Alejando Inurrieta, exasesor de Economía con Zapatero y doctor en Económicas–. La vivienda en cesión de uso puede ser una forma más barata para los jóvenes, pero es muy minoritaria. Tenemos que dar un salto en regulación”.
Uno de los primeros proyectos está en Barcelona. “Cada una de las personas que vive en La Borda tiene que firmar un contrato de cesión de uso. Puedes estar mientras tú quieras, pero no alquilar el piso ni venderlo, porque la propiedad es de la cooperativa”, explica Anna Rubio, que vive allí.
En la Borda un día tienes que cocinar para el resto y luego cocinan para ti. Es una comunidad trasversal en edades y semanalmente nos contamos lo que nos pasa
La Borda suma 28 viviendas en suelo público cedido por el Ayuntamiento, “aunque la construcción y las instalaciones las hizo la cooperativa”, matiza Rubio. “Este proyecto es el fruto de la lucha de los vecinos. El núcleo está formado por gente que ya estaba en Can Batlló”, un espacio vecinal autogestionado. “Son personas que vienen del activismo y pensaron que había que construir vivienda y espacio sociales. No fue fácil, porque esto era una nave, aquí había industria. Hubo que cambiar el uso del suelo porque estaba calificado como servicio o zona verde. Fue complicadísimo, muchas gestiones y muchos años. Se investigó mucho; nos fijamos en proyectos en Uruguay y en Dinamarca; se contó con un equipo de arquitectos. Se unieron energías y sabidurías pero este proyecto se explica por las luchas vecinales”.
Una de las claves de La Borda es que el suelo sigue siendo municipal. “Pagamos un canon anual, porque está cedido durante 75 años, luego habrá que negociar otra vez. El precio está muy por debajo de alquiler medio en Barcelona y los requisitos para acceder a la cesión de uso de uno de los pisos los marca la Agencia de l’Habitatge, como que no debe superarse un tope de ingresos o tener otra propiedad”.
El hecho de ser suelo público marca la diferencia respecto a otro proyecto de cooperativismo, el de Entrepatios en Madrid. En las dos iniciativas, la búsqueda de suelo fue clave. “Vimos que este era un modelo que funcionaba en Dinamarca y Austria. Viviendas con locales abiertos al barrio para que se puedan usar”, señala Pablo Carmona. En este proyecto se cede un espacio a la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) de Vallecas para dar servicios de asesoría en temas de vivienda.
El problema del sueloEl planteamiento parte de “construir con el menor impacto medioambiental posible” para crear “una forma de vida en comunidad”. Pero no fue fácil. “Hasta que vinimos a vivir pasaron años, seis o siete desde que el grupo comenzó a reunirse. Nos pilló la pandemia, la borrasca Filomena”, pero lo más complicado fue comprar el suelo, añade Carmona. “Encontrar suelo y comprarlo es la gran falla porque no es un modelo de acceso a la vivienda que resuelva el problema a nivel social. Necesita inversión y solo es posible para gente que tiene un mínimo de capacidad de ahorro. Cualquier familia con bajos ingresos no puede acceder, necesitas un respaldo financiero”, reconoce. “Conseguir el dinero ha sido difícil porque el mercado está pensado para financiar la compra y aquí no existe la propiedad individual”. El crédito está “respaldado por la cooperativa y los bancos no lo entienden”, porque buscan hipotecas para “una o dos personas que les ofrezcan garantías”, no una propiedad colectiva. Entrepatios encontró financiación en la banca ética Fiare. “Lo entendieron y apostaron. Cuando ha subido el Euribor, nos lo han bajado renunciando a una parte de su beneficio. Un banco comercial jamás haría eso”, resume Carmona. Ahora, Entrepatios está gestando su tercera promoción y, de nuevo, el problema es encontrar suelo.
Ambas iniciativas, la de Madrid y la de Barcelona, están ideadas con un componente social y de vida compartida. “Tienes servicios de apoyo mutuo si eres mayor o tienes niños”, destaca Carmona. Mientras Anna Rubio dice que, en su caso, tras vivir en pareja y con sus hijos, ahora en la cooperativa siente que está “sola pero bien acompañada. Cenamos una vez a la semana. Un día tienes que cocinar para el resto y luego cocinan para ti. Es una comunidad trasversal en edades y semanalmente nos contamos lo que nos pasa”. Pero no todo es convivencia, también hay asambleas y grupos de trabajo. “Tiene un punto de autogestión del edificio, porque la cooperativa tiene que estar gestionando el edificio en lo material y en lo inmaterial”.
Para el futuro, aunque estos dos proyectos son dos gotas en un océano de desarrollo inmobiliario depredador, hay opciones. “Se están montando organizaciones supracooperativas para compartir experiencias. Conlleva mucha dedicación y horas incontables, el cuidado del edificio y de las personas. Tiene que haber manos, pero es que es una militancia”, concluye Rubio.