Pero entonces, y como sucede lo que se improvisa, su padre le hizo una oferta que no pudo rechazar. Le dijo: "Hija mía, ¿Y tú por qué no haces como todo el mundo y escribes una novelita negra?". Y así fue: fanática de la novela negra, deudora confesa de la obra de Patricia Highsmith, amante del cine noir y sus descendientes modernos, Marta Sanz escribió Black, black, black, publicado en 2010.
Aquella, por suerte, no era otra 'novelita negra': devino un purgante en nuestro país de un género con demasiados tics heredados . Un revulsivo literario cruel y cáustico protagonizado por un detectivo cuarentón y gay —Zarco—, y su exmujer Paula Quiñones. Dos años después llegaría a las librerías una secuela sui géneros, Un buen detective no se casa jamás (2012). Y ahora llega pequeñas mujeres rojas (2020), los tres publicados por Anagrama, culminación de una trilogía que se ha convertido en un referente esencial de noir español actual.
Han pasado ocho años desde Black, black, black, aunque pequeñas mujeres rojas es muy distinto. ¿Qué ha cambiado durante este tiempo?
Con Black, Black, Black quería reflejar la pegada política y testimonial que siempre había tenido la novela negra. Y cómo eso había perdido fuerza porque se habían reutilizado demasiado las estrategias retóricas de un mercado muy previsible, donde al lector se le trataba de cliente. Creía que podía escribir desde un lugar distinto, alejado de esa literatura confortable que entiende la cultura solamente como un lugar de ocio, sin ningún afán de intervención en lo real, y no un lugar donde poner en tela de juicio nuestros prejuicios.
Ese fue el catalizador de Black, Black, Black. Era un riesgo literario, pero también un gesto político. Cuando a propósito de Herralde [editor de Anagrama], recupero a Zarco en Un buen detective no se casa jamás, me doy cuenta de que esto era una trilogía cerrada en la que tenía la responsabilidad de dar voz a personajes que habían quedado un poco a la sombra de Zarco.
¿Eso es lo que hace en pequeñas mujeres rojas? ¿darle voz a Paula Quiñones, Luz Arranz...?
Desde el principio la que le saca las castañas del fuego al personaje de Zarco es Paula. Pero además, en las tres novelas ha habido una intensificación explícita de la violencia entre los personajes. La relación de Zarco y Paula siempre se ha planteado desde la perspectiva del amor como relación de poder.
Pero si en Black, Black, Black esa violencia se expresaba a través de un jugueteo, a lo largo de las otras dos novelas esa violencia se radicaliza. Hasta el punto de que esa comicidad inicial se convierte en silencio. Zarco no está, o solamente está en la medida en la que es un fantasma que se ha conseguido meter en las voces de esas personas que piensan en él y le echan de menos. Entre Paula y Zarco hay una violencia terrible, pero también hay una forma de amor que es muy característica de estos tiempos confusos en los que confundimos las relaciones de dependencia y las pasiones con los actos más violentos.
Decía en su ensayo No tan incendiario que "las luchas culturales de la izquierda no se podían circunscribir en nuestro país a conceptos como memoria, república o solidaridad", tótems a los que se vuelve constantemente. ¿Sus novelas son una reacción a esos tótems intocables?
A ver: yo, a título personal, participo de todos los homenajes, recuerdos y manifestaciones que se hacen por la reconstrucción en nuestro país de la memoria democrática. Porque, como ya he dicho muchas veces, creo que sin esa memoria democrática no tendremos nunca una democracia de calidad. Y creo, además, que cuando estamos hablando del pasado, de Guerra Civil y fosas comunes, de lo que estamos hablando es del hoy. Es la gran cuenta pendiente de la Transición y de aquí es de donde viene toda esa herrumbre que caracteriza el discurso de Vox, que nos puede amargar la vida a muchos y, sobre todo, a muchas.
Pero por otro lado, sí que creo que en mi oficio, que tiene que ver con los relatos y el lenguaje, tengo la responsabilidad de buscar una manera de contar que no sea rutinaria. En ese sentido, intento que el estilo sea ideológico, que no sea tranquilizador. Intento, y esto es fundamental en pequeñas mujeres rojas, que lo extremadamente literario sea lo profundamente político.
En la novela he incluido lo que llamo un 'orfeón de mujeres muertas y niños perdidos'. Cuando aparece, viene acompañado de un paréntesis que dice: "Lea despacio". Esa sugerencia, en los tiempos que corren, es algo político. Frente a la prisa, el vértigo y las fascinaciones que duran 25 minutos, frente a la espectacularidad de las noticias —no digo ya de la literatura—, proponer un tipo de lectura que busque en los sedimentos de la palabra... es política.
Eso me recuerda a Remedios Zafra y algunos de sus ensayos en los que hace una reivindicación política del tiempo, que cada día es menos nuestro, y de aprender a pararse como gesto consciente y político. ¿Cree que, igual que leer despacio, también tenemos que aprender a vivir más despacio?
Me encanta la relación que has establecido con Remedios Zafra. Tengo la sensación de que Remedios y yo, como 'pequeñas mujeres bastante rojas' [ríe], hemos crecido juntas. Es una mujer que tanto en sus ensayos como en sus estupendas novelas ha hecho mucho énfasis en el ojo, en la mirada y su poder en una sociedad ocularcentrista. Así que, de algún modo, los discursos de Remedios están en mis novelas. Estoy muy orgullosa de la hermandad de pequeñas mujeres rojas que creo ver en fantástico trabajo de Edurne Portela, Sara Mesa, Cristina Morales, Cristina Fallarás… creo que las escritoras nos acompañamos mucho y falta que nos hace.
Y respecto a lo que apuntas: ¡claro! Es necesario que volvamos a aprender a frenar. Que leamos despacio, pero también que escribamos despacio. Que no tengamos el gatillo tan rápido, también desde los medios de comunicación. En esa obsesión por la velocidad, probablemente estemos jugando una mala pasada a lo que podría ser una aproximación a cualquier verdad. Y lo hacemos por exigencias del mercado. Lo hacemos porque queremos que nos den un like.
Intento mirar las cosas con cierta distancia. Entiendo que yo ya soy una 'carcamala analógica' y que hay muchas cosas que no llego a procesar bien. Pero igual que me cuido de hacer una crítica radical y absoluta a todo lo que implican las redes y los medios de comunicación en Internet, porque sé que eso sería muy reaccionario, también me niego a tener una visión acrítica y papanatas. La frontera entre libertad y vigilancia cada vez es más delicada. Los comportamientos viscerales son la base del fascismo y de mandatarios como Trump y Bolsonaro. La pérdida del tiempo para el pensamiento y la reflexión puede ser una desgracia para todos y todas. Pero creo, sinceramente, que la literatura va a ser un lugar de resistencia: la literatura que no pase por las exigencias y retóricas del mercado. Ese va a ser un maravilloso lugar de resistencia.
Antes ha mencionado que no quería escribir Black, black, black desde una voz confortable ni desde la cultura como entretenimiento. Usted asegura que en sus textos, forma y fondo son indisolubles. ¿Se ha visto alterada la forma y fondo en la literatura mainstream actual? ¿hemos dejado de escribir con términos feos sobre lo feo para agradar al lector?
Sí, creo que sí. Realmente creo que nos hemos dejado robar el lenguaje, las palabras. Hemos asumido sin ningún tipo de conciencia crítica una especie de ética optimista y positiva, en la que se manejan conceptos que forman parte de una ideología invisible, de la que no se discute, que hemos insivibilizado. Una ideología de mercado. Y cuando escribo novelas, lo que intento hacer es precisamente sacar a la luz esos elementos de la ideología invisible. Todas esas cosas sobre las que ya no hablamos porque ya no hay necesidad de hablar. Y que seguramente son las más terribles para nuestra vida cotidiana.
Por eso creo que el feminismo ha cambiado tanto nuestra forma de ver: porque ha vuelto a activar la consigna de que lo personal es político. Y la consigna de que todo lo que nos parecía natural respecto, por ejemplo, a las violencias sexuales contra la mujer, a la discriminación en el trabajo, a los cuidados y la familia, pues resulta que no lo es tanto.
Nos han hecho sentir que cualquier libro, cuando aborda estas temáticas, se contamina. Es como si la política manchara la sacrosanta ideología de la inmaculada concepción literaria. Pues no, mira, la literatura es ideología. Es más, en las representaciones, en los estilos, en las palabras que utilizamos y no solo en los temas que pretendemos tocar, estamos reconstruyendo la realidad y por tanto asumiendo una postura ideológica.
Hace escasos días se celebró el 8M. En Monstruas y centauras decías que manifestarse es también un ejercicio de memoria colectiva. ¿Ha cambiado algo desde que escribiste aquel ensayo?
Yo creo que hemos avanzado. Creo que estamos construyendo una sociedad en la que tanto hombres como mujeres son sensibles a la brecha de la desigualdad que atañe al género. Y quiero tener la esperanza de que todos y todas entendamos que cuando estamos hablando de la discriminación de las mujeres, estamos hablando también de lucha de clases.
¿A qué me refiero? Uno: a que el feminismo es el discurso corrector del machismo como enfermedad aguda de un heteropatriarcado asentado en un sistema capitalista. Y dos: que la violencia que se ejerce contra el cuerpo de las mujeres, en el espacio público y en los puestos de trabajo… esa violencia que hace que estemos más precarizadas, que se nos pague menos, que nuestra tasa de paro sea mayor, no se puede separar de lo que los voxistas llamarían violencia itnrafamiliar.
Los feminicidios son el resultado de una sociedad económicamente perversa, que genera una serie de costumbres que llamamos el heteropatriarcado. Y cuando se habla de violencia intrafamiliar se pretende excepcionalizar un mal que es sistémico. Quieren convertir en crónica de sucesos lo que es una epidemia —qué palabra más oportuna—, que tiene que ver con nuestra manera de entender quién está arriba, quién está abajo y en manos de quién está el capital. Creo que todo eso lo vamos aprendiendo. Por eso creo que el feminismo está abriendo una puerta a una manera de pensar que estaba olvidada y demonizada por el supuestamente mejor de los mundos posibles.