Algunas distopías del nuevo siglo bebían de obras de esa época. Desafío total, por ejemplo, conoció una nueva encarnación estrenada en 2012. En ella se sustituía una trama de revolución en colonias marcianas por un conflicto entre territorios terrestres económicamente desiguales. Y varias obras incluían un motivo habitual del ciberpunk en resistencia contra un reagan-thatcherismo que ni se crea ni se destruye, solo se transforma: el hackeo libertador, subversivo del orden político o mediático que aparecía enEstán vivos o Johnny Mnemonic.
Los activistas del ciberespacio aparecían en Anarquía: la noche de las bestias o Elysium. Esta última obra, por cierto, llevaba al terreno de la salud y las situaciones de vida o muerte la desigualdad en el acceso a la tecnología tan característica del ciberpunk. El héroe sufre un accidente que causará su muerte, evitable porque en la elitista estación orbital que da título al filme se dispone de tecnología médica que podría salvarle. Desgraciadamente, el realizador Neill Blomkamp y su equipo ofrecieron un espectáculo de acción algo limitado y muy centrado en las peleas.
Por otra parte, los autores de Repo men también concibieron una pesadilla de sanidades excluyentes y ánimos de lucro alrededor de la salud. Miguel Sapochnik y compañía actualizaron el clásico indie Repo man y lo trasladaron a un futuro de mercantilización de órganos artificiales pagados a plazos. El proyecto se desarrolló antes del crack, pero el tristemente oportuno estreno llegó en 2010. En ese momento, se multiplicaban las ejecuciones hipotecarias que comprometían cuentas corrientes y vidas. Y el filme trataba de agentes que extirpaban los corazones artificiales de quienes se demoraban en el pago de las correspondientes cuotas.
Los ecos del ciberpunk (el remake de Desafío total remitía a Blade runner y sus paisajes lluviosos en una especie de Hong Kong futurista) convivían con otras influencias. Al fin y al cabo, el cine fantástico del siglo XXI nació marcado por las pandemias y los zombis de 28 días después o Amanecer de los muertos.
El veterano George Romero consiguió la cuadratura del círculo mediante La tierra de los muertos vivientes: mezclaba las plagas y la desigualdad económica con el terror securitario y sus instrumentalizaciones. Quizá esa obra marque más de un camino a seguir por el fantástico post-pandemia al cubrir tres aspectos principales de lo que se nos avecina: amenazas víricas, hundimiento económico y respuestas autoritarias.
Revueltas en formato panorámicoCuando trabajaba desde lo fantástico, el Hollywood de la época describió la economía que sufríamos con más astucia e incisividad que cuando quiso relatar la caída de Lehman Brothers y sus consecuencias. Margin call, un elegante thriller dramático, fue bastante apologético con la banca de inversión. Y Malas noticias llegó condicionado por una mirada conformista y forzosamente impotente (porque regular intensamente las ayudas al sector financiero resultaría 'comunista'). Cosmópolis, arisca adaptación de una novela de Don DeLillo a cargo de David Cronenberg, supuso una apuesta a medio camino entre lo real y lo distópico.
Cuando se trataba de mundos futuros, en cambio, llegaron a verse algunas propuestas gratificantes. Andrew Niccol, autor de Gattaca, firmó una película de acción fantástica que lanzaba unos cuantos dardos sobre la gestión sociopática de escaseces reales e inventadas. En In time, el tiempo es la divisa económica bajo la cual funciona un mundo venidero. Con ello, se llevaban al extremo las estrechísimas relaciones entre dinero y vida bajo el capitalismo. Entre las rendijas de su historia de rebeldías adolescentes, de romance y tiroteos protagonizados por unos Bonnie y Clyde interclasistas, emergían algunas cargas de profundidad.
In time era un intento de blockbuster teen para ese 99% que la acampada Occupy Wall Street quiso conjurar sin demasiado éxito. Recogía, además, el autoodio de clase de un policía al servicio de un poder que oprime a los que fueron sus vecinos. La obra de Niccol también ofrecía imágenes de venganza, de administración personal de justicia en un contexto en que los resortes institucionales están parasitados por los intereses de una clase infinitamente poderosa.
En ese mismo año, El origen del planeta de los simios ofrecía más imágenes de insurrección de los excluidos a través de la historia de un grupo de primates maltratados. Esta precuela del clásico de Franklin Schaffner combinaba la premisa fantástica (un medicamento multiplica la inteligencia de los simios) con la acción en escenarios reconocibles y contemporáneos, apegados a lo real.
El sujeto revolucionario, eso sí, no era un humano sino un chimpancé. Los responsables del filme se ponían del lado de los rebeldes, y ofrecían algunos momentos trepidantes, pero la pertenencia a la saga implicaba un mensaje desmovilizador: se sobreentendía que la reivindicación animalista derivaría en el genocidio de la especie humana. Se asumía así el discurso habitual sobre las consecuencias indeseadas y funestas de (¿todas?) las revoluciones.
Anarchy: la noche de las bestias también fue una fantasía de futuro cercano. Su ambientación en unos Estados Unidos hipernacionalistas, teocráticos y de tintes totalitarios facilitaba que la propuesta tuviese aires de fábula sobre la vertiente más radicalísima de la derecha religiosa nacional. El guionista y director James DeMonaco especulaba con una gestión desatadamente homicida de la desigualdad, con control poblacional a golpe de asesinatos en masa anuales.
Los juegos crueles de caza al hombre podían remitir a Hostel y sus antagonistas pudientes que pagan para disponer impunemente de vidas humanas. En una escena de Anarchy: la noche de las bestias, los ejecutores eran unos oligarcas de aspecto esperpéntico: se ofrecía una caricatura más que un retrato. Los héroes, por su parte, eran un grupo de personas comunes que intentaban sobrevivir y colaborar, algunos de ellos desde posiciones insurreccionales.
Gracias a unas formas narrativas afortunadas que remitían al thriller itinerante al estilo de 1997: rescate en Nueva York, esta secuela outdoor de una modesta historia de invasión doméstica se ha convertido en una de las distopías más emblemáticas de su época.
In time o Anarchy: la noche de las bestias escenificaban sacrificios humanos cometidos en beneficio del mantenimiento del sistema económico y de los privilegios de sus élites. Snowpiercer, una infiltración angloparlante de Bong Joon-ho en las pantallas globales, optó por una variación refinadamente malvada y astuta. El autor de la reciente Parásitos ubicaba la ficción en un tren rompehielos convertido en Arca de Noé de un mundo congelado.
En esa adaptación de un cómic francés publicado en 1982, los antagonistas quieren mantener una buena reserva de excluidos para cubrir sus necesidades de mano de obra, de fuerzas policiales-militares... y de material biológico que puede ser necesario. Los explotados devienen una extensión de los cuerpos de la clase dominante: una especie de bazo, de reserva de sangre de la que se puede disponer. Porque, por mucho que se fantasee con la eliminación del desfavorecido, la oligarquía sigue necesitando a otras personas. Aunque sea solo para ejercer de camareros en espacios exclusivos.
Reconfortados por ganar futuros que no serán el nuestroEl origen del planeta de los simios, Anarchy: la noche de las bestias, Elyisium o Snowpiercer nos ofrecieron un cierto consuelo. Mientras el sistema dominante ensayaba un cerrojazo y olvidaba cualquier promesa de refundación, podíamos solazarnos con unas imágenes de revolución que nos proporcionaban un desquite ilusorio (y lucrativo para los grandes estudios).
Las hermanas Wachowski y Tom Tykwe hicieron algo parecido en Atlas de las nubes, recubriéndola de espiritualismo new age y transmigración de las almas. Las autoras de Matrix llevaron a la gran pantalla otra mesías de la revuelta, mitad predicadora y mitad guerrillera, que trascendía su función de mano de obra sin derechos creada mediante bioingeniería.
Las Wachowski, productoras también de la V de Vendetta cinematográfica, incorporaban incluso algun diálogo de connotaciones inusualmente socialistas. Ambas están entre los realizadores de Hollywood que han concebido imágenes de revolución de manera más insistente. Algunos creadores son muy conscientes de este efecto. El guionista Michael Miner, hablaba de ello al explicar el desenlace de Robocop: sabía que el acribillamiento final de un alto ejecutivo tenía algo de catársis para una audiencia harta de la cultura yuppie y de los abusos corporativos.
Tras el crack de 2008 quizá estábamos perdiendo la realidad día tras día, a medida que se cegaba ese horizonte de oportunidad con que soñó la izquierda parlamentaria. A veces ganamos en la ficción, eso sí. Normalmente contra enemigos algo pintorescos, no demasiado reales porque no se trataba de ofender sensibilidades. Los héroes no se enfrentaban a las corporaciones reales, sino a exageraciones desquiciadamente criminales como la Umbrella Corporation de Resident Evil, cuyos planes de negocio resultan difícilmente comprensibles dado su gusto por el genocidio a escala planetaria.
Los espectadores ganábamos en futuros lejanos, como cuando lo hicimos a través de los actos de un policia ciborg... que también volvió a las pantallas en un remake. En la nueva version de Robocop, estrenada en 2014, el protagonista era reprogramado para gozar de una apariencia de libre albedrío. El héroe creía equivocadamente que tomaba sus propias decisiones, en un simulacro organizado para maximizar su puntería y su productividad maquinal.
Los espectadores podíamos sentirnos identificados con su falsa sensación de libertad total de este Frankenstein metálico. No deja de ser análoga a la que nos proporciona ese liberalismo con cosas (con élites extractivas, grupos de presión, una fiscalidad progresiva repleta de agujeros y, en definitiva, con oportunidades desiguales) que insiste en decirnos que podemos escoger nuestro futuro y que solo tenemos que esperar nuestro momento. Quizá este nos llegará cuando pase la próxima crisis, que únicamente supondrá una oportunidad para unos pocos.