Por situarnos en el presente, ejemplos muy recientes podrían ser Madame Curie, la película de Marjane Satrapi que se estrenará en cines esta misma semana –y que será el tercer biopic sobre la Premio Nobel que se ha realizado en los últimos tres años– o la serie de Netflix Gambito de dama, sobre una chica huérfana que lucha por convertirse en la mejor jugadora de ajedrez del mundo. El éxito que ha tenido esta última –Gambito de dama ya es la miniserie con mas reproducciones de la plataforma– no puede entenderse como el resultado de un insospechado despertar del interés por el ajedrez, sino precisamente por la romantización del empoderamiento femenino: lo que gusta y entretiene es ver a una mujer que parte de una situación en absoluto privilegiada convertirse en una estrella, plantando cara a los hombres con la sola brillantez de su intelecto.
Las dificultades que ya desde niña debe superar la protagonista, Beth Harmon (Anya Taylor-Joy) contribuyen a pintar una imagen trágica, pero también fascinante, la de una mujer que arrastra problemas con las drogas y el alcohol, que se rebela contra los clichés que la atenazan y que es capaz de escapar al rol social que se le atribuye.
Resulta obvio que el motivo de esta avalancha de relatos audiovisuales sobre mujeres que se salen de la norma no puede desvincularse del reciente auge del movimiento feminista, aunque en ningún caso esto significa que grandes multinacionales como Netflix estén subordinando su producción a una agenda política; más bien todo lo contrario: como parte de su estrategia de marketing, su objetivo es aprovechar el éxito de los discursos y las referentes feministas. Si cada vez hay más mujeres feministas que van al cine y que consumen estas plataformas, les sale a cuenta convertirlas en protagonistas. Así, las historias de superación femenina son, en primer lugar, una oportunidad de mercado. Ahora bien, ¿estas películas pueden llegar a funcionar realmente como artefactos políticos feministas? ¿Basta con la proliferación de referentes femeninos o debemos preguntarnos, al mismo tiempo, por las condiciones de representación de estos personajes? ¿Por qué tanto empeño en mostrar a mujeres extraordinarias de otro tiempo?
"Estos productos son necesarios y, en general, positivos, siempre y cuando sepamos que hay que darle una lectura más compleja y de contexto, porque si rascamos un poco los mensajes que se dan son, en parte, irreales", explica Maria Castejón, especialista en representaciones y género. Lo primero que habría que problematizar es que las protagonistas llevan a cabo sus luchas por la igualdad en solitario, hasta el punto de que se borra casi totalmente el carácter político de sus acciones. "Si estamos solamente recuperando biografías de mujeres sin contextualizarlas es peligroso", continúa Castejón, "como historiadora yo no quiero tres mujeres más en los libros de historia, yo lo que quiero es que los libros de historia recojan todo el trabajo doméstico que hemos hecho las mujeres, en todas las luchas, no sólo feministas, que salgan las mujeres a las que les han hecho volverse para su casa los machos de izquierdas".
Sin ese contexto, además, las historias se acaban convirtiendo en una especie de fábulas meritocráticas, donde las capacidades naturales de las protagonistas o su férrea voluntad de crecimiento personal se sobrepone a las adversidades. En la mayoría de casos, no se tienen en cuenta las constricciones de una estructura machista por la que tantas otras no pueden ni podrán hacer lo mismo que ellas –¿qué pasa con las compañeras de clase de Beth Harmon?–. Y cuando sí se abordan –con reflexiones genéricas sobre la injusticia y la desigualdad– se hace desde las particularidades concretas de cada caso, es decir, desde los efectos negativos de esta realidad social, y no desde la estructura.
Cuando en Una cuestión de género (2018) la protagonista que interpreta a la joven Ruth Barder Ginsburg (Felicity Jones) aparece en la universidad de Harvard para estudiar Derecho, lo hace como una triunfadora a título individual, una entre tantos que se gana su lugar a base de sufrir y trabajar el doble que sus compañeros masculinos, pero no como el resultado de una lucha feminsta colectiva que llevaba años –incluso siglos si tenemos en cuenta que ya en 1792 Mary Wollstonecraft hablaba de educación igualitaria– exigiendo que las mujeres pudieran matricularse en la universidad.
Castejón apunta que esta “es una película recomendada especialmente para el fomento de la igualdad de oportunidades, es importante para tener mujeres referentes en el cine, pero para mí es blandita. Contiene además algunos fallos graves, por ejemplo hay un patinazo enorme en una de las escenas cuando una de las secretarias le está transcribiendo un informe a la jueza y le dice que en vez de poner la palabra sexo que suena a coche, a gasolinera y a magreos, por qué no ponen la palabra género. Trata fatal un concepto clave para la lucha feminista, cuyo germen está en Simone de Beuvoir y luego fue desarrollado por Kate Millett”.
Una fórmula similar, incluso más exagerada, es la que utiliza la miniserie de Netflix Una mujer hecha a sí misma, donde se cuenta la historia Sarah Breedlove (1867-1919), conocida como Madam C. J. Walker: una mujer afrodescendiente que, a pesar de no tener estudios ni apoyo familiar o económico, abrió su propia empresa de productos para el cuidado del cabello femenino. En este caso, estamos ante la reproducción literal del relato del american dream –tú misma tienes la llave para cumplir tus sueños–, solo que al aplicarlo a una mujer supone que también tendrá que luchar, ella sola, contra el machismo y el racismo de su época. La protagonista lo consigue, por supuesto, aunque no sin antes robarle la idea del negocio a otra mujer: un detalle que la serie resume en pocos minutos, sin darle importancia y parece que concediéndole el perdón por ser un delito que sirve a un bien mayor.
En definitiva, Una mujer hecha a sí misma resulta, de nuevo, un producto agradable de ver un lunes por la noche, pero que al adoptar la retórica del empoderamiento desactiva el valor político sobre el espectador: cuesta creer que este se sienta de alguna forma interpelado por los problemas que sufrieron esas mujeres antes de triunfar. “Todo esto es cómodo, es bonito, y eso hace también que el machismo sea identificable solo en aquella época concreta”, añade María Castejón, porque nadie estará en contra de esa pobre huérfana inteligente que solo quiere jugar al ajedrez, y todos estaremos también de acuerdo en que las mujeres pueden ir a la universidad y abrir sus propios negocios. Lo contrario es una aberración.
Sin embargo, la realidad es que el patriarcado no es, en absoluto, un problema resuelto. Si eres una chica y en el año 2020 te apuntas a clases de ajedrez probablemente no tengas que escuchar, como sucede en el primer capítulo de Gambito de dama, a un hombre mayor decirte, sin más dilación, que este no es “un deporte para chicas”; pero eso no significa que hoy no sigan existiendo otros muchos mecanismos sistémicos que invisibilizan, menosprecian y discriminan a las mujeres ajedrecistas.
No es casual que las películas que más veces aparecen en el imaginario cinematrográfico feminista no recuerden a ninguna de las mencionadas anteriormente, ni en su lenguaje ni en la presentación de los conflictos que surgen para los personajes femeninos. Que tanto Tomates verdes fritos (1991) como Thelma & Louise (1991) sean dos ejemplo icónicos no se debe a que muestren historias de mujeres extraordinarias, fuera de lo común, sino por el retrato con profundidad que hacen de las violencias y los placeres femeninos. Tampoco en películas anteriores, que directamente se consideraban parte del activismo feminista, se eligió la fórmula del empoderamiento femenino: el film Una canta, la otra no (1977) de Agnès Varda funciona como un manifiesto pro-abortista siguiendo la vida de dos amigas a lo largo de varios años, y en Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (1976) Chantal Akerman graba durante 200 minutos la monótona vida de una madre viuda que por las mañanas es ama de casa y por las tardes, prostituta, para mostrar la complejidad de la condición femenina.
Sin embargo, tampoco tendría sentido mirar con nostalgia al pasado o exigir que la gran industria se dedique a producir películas contraculturales, exigentes y verdaderamente comprometidas con el movimiento feminista. A pesar de que la proliferación en serie de una misma estructura narrativa puede ser un problema al convertirse en el paradigma de cine feminista mainstream, también es justo reconocer que Gambito de dama, Una mujer hecha a sí misma o Una cuestión de género encuentran su valor en cuanto a que muestran referentes femeninos para niñas o adolescentes.
Y en realidad, desde una perspectiva feminista no habría por qué tener que escoger. "En CIMA (Asociación de mujeres cineastas y de medios audiovisuales) acabamos de publicar un decálogo con buenas prácticas feministas para el audiovisual, lo he redactado yo misma", explica Castejón, "venía a decir que lo necesario es ir un poco más allá, no se trata solamente de que haya mujeres protagonistas del relato: si me estás cascando una protagonista que actúa de la misma manera que cuando es secundaria, igual no hemos entendido nada. Se trata de que haya personajes de mujeres tratados con profundidad".
En definitiva, si aplicamos al cine la definición que da Kathy Bail en DIY Feminism sobre qué significa ser feminista, "simplemente mujeres que no quieren ser tratadas como una mierda", para hablar de cine con perspectiva feminista quizá bastaría con esto: películas y series que no traten los cuerpos, las emociones y los problemas de las mujeres como una mierda.