Tras unas primeras continuaciones que trazaban un camino algo titubeante e inconcreto, los estudios Universal apostaron fuerte por esta saga para convertirla en una versión algo gamberra y grasienta (cada vez menos) de Misión Imposible. Las camisetas de currante forzudo del Toretto encarnado por Vin Diesel se situaban en una cierta oposición respecto al glamur de alta tecnología del espía y runner Ethan Hunt (Tom Cruise).
Por el camino, Fast and furious abandonó algunas de las características que la hacían susceptible de devenir una obra solo apta para fans del tuning y las carreras. Sus responsables optaron por un ‘más es más’ (más presupuesto, más efectos digitales y tramas de espionaje internacional que incorporaban amenazas apocalípticas). Como suele suceder en los filmes marcados por grandes ambiciones comerciales, los responsables han limado aristas que podían dificultar el disfrute, de la misma manera que ciertas empresas de comida rápida trituran lo que se supone que es carne hasta convertirlo en algo que apenas requiere masticado.
El grupo de protagonistas está formado por antiguos ladrones y apostadores (con código de honor, siempre con código de honor), pero estos ya no ejercen como tales. Pueden ser pícaros, faltones o un poco chulos, pero ahora están del lado de lo que se suele denominarse la ley. Y también se ha suavizado la iconografía machista del mundo de las carreras de coches clandestinas. En las primeras entregas, el retrato más o menos atento de las protagonistas femeninas convivía con las exhibiciones de otras mujeres ligeras de ropa que ejercían de ornamentos alrededor de los bólidos, de premios posibles para los héroes de la velocidad. En los últimos filmes, esta parte androcéntrica se ha contenido e higienizado.
El resultado de esta mutación ha cosechado un éxito apabullante. Dos de las películas de la saga han superado los 1.000 millones de dólares de recaudación. El fin de semana en que Fast and furious 7 se estrenó en España, la fueron a ver el 43% de los espectadores. Todo se ha construido por acumulación y con materiales superpuestos (más protagonistas, más antagonistas, más movilidad, más tecnología) que han ido recubriendo un núcleo sencillo pero afortunado: unos cuantos personajes, más o menos entrañables, más o menos leales, que quieren gozar del momento tranquilo (con las barbacoas en familia) y del subidón de adrenalina (en las carreras).
El locuaz secundario cómico interpretado por Tyrese Gibson se ha convertido en comentarista oficioso de esta deriva tremendista, como aquel chico que recitaba las reglas del cine de cuchilladas en Scream: ha mencionado a James Bond y ha hablado de "misión imposible". En la última entrega, su ingenuidad sirve para que los guionistas hagan una broma interna: el personaje especula con que Toretto y compañía son invencibles. Cualquier espectador estaría de acuerdo con ello, aunque la contemplación irónica de tanta proeza loca debilita notoriamente el flanco dramático.
Porque en las últimas entregas de Fast and furious no solo no hay riesgo creativo en unas formas narrativas que tienden a replicarse a sí mismas (el dinero de Hollywood es cobarde). La franquicia se ha convertido en un espacio de riesgo fingido como un parque de atracciones. No hay sufrimiento ni sensación de peligro y se abre paso la autoparodia más o menos controlada. Donde la violencia es cómoda de ver, al estilo de Marvel Studios (porque las últimas entregas de la serie son narraciones superheroicas protagonizadas por personajes sin superpoderes, como Batman). Y donde la violencia se olvida, a diferencia de lo visto en Capitán América: Civil War o Batman v. Superman, en las que hay gente que muere en confrontaciones a gran escala.
¿Pero la audiencia encuentra algo más en Fast and furious, además de un abigarrado espectáculo de aceleración, tiroteos, colisiones de centenares de vehículos y demás desastres salpicados de humor y una cierta autoparodia? El coguionista de Robocop explicaba que, cuando el héroe ametrallaba al alto ejecutivo que representaba la cultura del pelotazo corporativo, Michael Miner sabía que estaba regalando a la audiencia una cierta catarsis a través de la ficción. Y era consciente de que el ciudadano no podría encontrar nada parecido en una vida real donde ganaban (y ganan) los yuppies.
Quizá Fast and furious también nos proporcionaba algo de eso, una cierta conexión con rebeldías y frustraciones, aunque su conversión progresiva en blockbuster transnacional (capital chino incluido) y milmillonario dificulta cualquier lectura popular. Antes, los Toretto pasaban el día en un restaurante familiar cutre y en un garaje, hasta robaban camiones para conseguir pagarse ajustes que hiciesen sus coches más y más rápidos. En los filmes más recientes, se mueven por los escenarios del capitalismo global mediante aviones fletados por servicios de inteligencia.
Aun así, a pesar de las contradicciones, Fast and furious 9 juega la carta (superficial, populachera) de la lucha de clases. De nuevo, los personajes interpretados por Diesel, Michelle Rodriguez o Jordana Brewster luchan contra tecnoterroristas, soñadores de un nuevo orden mundial que construir con armamento de alta tecnología como en las películas más fantasiosas de James Bond. Esta vez, uno de los malvados es uno de esos "niños ricos y consentidos que dominan el mundo". ¿Y qué mejor que los bíceps de presunto working class hero de Vin Diesel, y la potencia de algún coche fabricado en la antigua ciudad industrial de Detroit, para conseguir una (nostálgica) preservación de un orden que quizá ya no existe?
Pero sí hay rastros de ese viejo mundo en la historia de la saga. La extraña ascensión de Toretto y compañía remite al viejísimo ascensor social de los guetos: el enrolamiento en el ejército o en las fuerzas policiales como manera de escapar parcialmente de la segregación y la exclusión social. Para poder dejar de recurrir al robo, Toretto y sus amigos se han tenido que convertir en un grupo de choque antiterrorista, inverosímilmente capaz (en la conducción, en la lucha cuerpo a cuerpo, en el uso de armas de fuego y en lo que haga falta), al servicio de la pax americana.
Los protagonistas también están al servicio de la familia y de la fe. Abandonada la carrera delictiva y la visión laxa de qué es la propiedad privada, ejercen de fuerza conservadora. Eso sí: no proyectan la bunkerización autodefensiva del Hollywood de la guerra contra el terrorismo en adelante, sino que abrazan lealtades y vínculos inclusivos más allá de la familia biológica y el amor romántico. En este aspecto, matizan algunas fantasías con aires de christian movie como Expediente Warren: el caso Enfield o Un lugar tranquilo, donde la familia nuclear parece el único espacio seguro. Sea como sea, el factor humano de la franquicia de las gomas quemadas parece cada vez más rutinario (o incluso cínico), porque los personajes se desdibujan en largas escenas de acción delirante y espectacular.
Toretto y compañía habitan un mundo con la lógica sensacionalista del cómic superheroico, pero también de más de un medio de comunicación que asume de manera acrítica el relato securitario sobre un mundo plagado de amenazas y siempre al borde de la explosión, necesitado de mano dura, de intervenciones armadas y de operaciones encubiertas. A medida que avanza la saga, cuerpos como la policía solo sirven de carne de cañón, y son arrasados en el fuego cruzado entre los protagonistas y sus enemigos. Y lo excepcional, la gran confrontación armada, se ha convertido en una nueva normalidad que ha atropellado cualquier rastro de cotidianidad reconocible.
Las instituciones bajo una cierta supervisión democrática están prácticamente desaparecidas en el mundo de Fast and furious. Y cuando asoman, se muestran indefensas e inútiles. Solo las fuerzas clandestinas, las agencias opacas que funcionan al margen del escrutinio público, pueden mantener el orden amenazado por terroristas de diverso pelaje. Ya se había defendido este elogio de la sombra de manera explícita en la bondiana Skyfall, donde se argumentaba que la supervisión política de los servicios de inteligencia daba facilidades al terrorismo, y en otros blockbusters con connotaciones antipolíticas.
Aun sin poderes sobrehumanos (aunque lo llegue a parecer), aun sin pertenecer a las élites nobiliarias o pecuniarias (como el Zorro, Batman y tantos justicieros clásicos) o a estirpes predestinadas (como los Skywalker de Star Wars), Toretto y compañía ejercen de héroes. Y no son héroes agitadores del sistema, no abanderan revoluciones auténticas ni aparentes, sino que preservan ese mundo donde han podido prosperar porque (después de unos cuantos reveses en forma de penas de prisión y huidas) les ha tocado la lotería capitalista. Los chicos del barrio, extraña meritocracia mediante, se han convertidos en superagentes de agencias (y agendas) invisibles. Por el bien del mundo, por supuesto.