Ahora vuelve al teatro con Los farsantes, en el Centro Dramático Nacional (CDN), un proyecto que nace con los mejores mimbres: texto y dirección de Pablo Remón, último Premio Nacional de Literatura Dramática, y junto a un reparto de lujo: Javier Cámara, que regresa a los escenarios diez años después, Nuria Mencía y Francesco Carril. Se trata de una comedia, un sainete de vuelo ontológico que es como el reverso oscuro del que José Luis de Santosel escritor de Bajarse al moro, fabricó a finales del siglo XX. Un sainete que no renuncia al poliedro dramatúrgico, la hipertextualidad y el cruce de géneros para reventar la historia lineal y facilona.
En un tono cómplice pero ácido, la obra muestra el mundo de los que inventan historias y de quienes las actúan. Un mundo que Remón acerca al público con tanto cariño como crueldad, mostrando unos seres adictos al reconocimiento, acomplejados por sus fracasos, llenos de ganas de aparentar y que viven en un mundo donde la ficción se confunde con la realidad. Así, vemos en esta obra escenas hilarantes sobre la gala de los Goya, escenas de obras infantiles y series sórdidas e infames que destruirían al actor más entregado, e incluso mofas del teatro intelectual y minoritario. Pero el acierto de la obra es el segundo plano. Remón consigue, con ritmo, y rendido a sus actores, que ese mundo se multiplique y trascienda. Lo hace a través del sueño calderoniano de hilo fino, donde el espectador descubre, por ejemplo, que lo que creía un sketch es un sueño que es pesadilla, donde todo puede acabar siendo el sueño de un perro con nombre de filósofo. Y lo hace, también, a través de la figura del narrador y la irrupción brusca, sin medias tintas, del propio autor. Dos herramientas que consiguen que todo se distancie, como si de una cámara de cine que se aleja se tratase.
Al final, los personajes se vuelven fantasmas, sombras que son reflejos del propio espectador. Y el espectador se da cuenta de que todos somos Madame Bovary, que la ficción empieza por uno mismo y que nunca se sabe quién mira desde el espejo al final del día. Cuando la obra termina, nieva como en Los muertos de Joyce; y la comedia, como las buenas, se vuelve agridulce.
El personaje central de la obra, uno de esos fantasmas, es Ana, una actriz que se busca, un personaje roto que Lennie va construyendo poco a poco durante toda la función. De comienzo a fin. Este periódico habla con ella a pocas horas del primer pase con público de la obra. La profesión va por dentro, pero se la nota tranquila, con los pies en la tierra, con la seguridad de quien se ha dado un tiempo y ha recolocado, fijado, modificado y planeado. Justo lo contrario que el personaje que interpreta.
La obra comienza con un eclipse a la Antonioni, aunque más urbano, más de los años noventa, con gafas bicolores para no dañarse los ojos. Ana recuerda ese momento y lo identifica como el instante del paso de la niñez a la adolescencia, de pérdida de la inocencia, y se da cuenta de que la vida es un gran teatro donde todo el mundo finge. Un monólogo difícil, poético y preciso, que presenta al personaje y la obra. Ana dice: "No volví a ver ningún eclipse, pero desde entonces llevo esas gafas. Desde entonces, yo también soy actriz". ¿Desde donde acomete ese primer monólogo?
Lo estoy descubriendo no lo sé muy bien. Por ahora estoy ahí detrás, detrás del telón, escuchando el tema musical que ponen al principio de la obra (Thunderstruck, de AC/DC), y estoy intentando, que es algo bonito, entender lo que quiero comunicar. Hay una parte evidente, que es lo que cuenta el texto, pero estoy intentando descubrir qué energía necesito. Y últimamente lo que me viene más es una energía muy positiva, quiero borrar casi toda la melancolía que pueda haber en ese texto, que también la hay. Es un momento en el que ella pierde la infancia, ese transito es siempre doloroso. Pero hay algo más grande que eso. Ella descubre una nueva manera de estar en el mundo. Eso es lo que ahora estoy probando, cómo contároslo.
La obra se centra en dos historias principales. La de un director de cine, Diego Fontana (Javier Cámara), y la de Ana, una actriz, hija de un director de culto que va teniendo altibajos, más bajos que otra cosa, en una carrera que no arranca. En Ana el enfrentamiento entre lo que uno quiere ser, lo que imposta y lo que verdaderamente es, es frontal. Estamos ante un personaje roto, abierto en canal, ¿cómo lo ha afrontado?
De Ana hay cosas que me gustan. Sobre todo eso que tiene ella, que he visto mucho a mi alrededor y que a veces yo he sentido, que le hace saber que ha encontrado su camino, su vocación, pero que es un camino que cada muy poco se tambalea y pierde pie por completo. Ana no deja de preguntarse hasta qué punto tiene sentido toda esta lucha, esta vocación que no la deja nunca acabar de realizarse. Ana es una mujer con un gran peso sobre sus hombros, el de la figura de su padre que existe más en su fantasía de adolescente que realmente en su presente. La obra aborda cómo Ana debe recolocar esa figura para poder entenderse y poder crecer.
El final de la obra apunta a que ella, cuando por fin se libera, se da cuenta de que no necesita ser actriz. Pero parece que usted cree que no, que ella seguirá siéndolo…
Creo que ella dejará de ser actriz de la manera que ella creía que debía hacerlo. A veces, uno tiene una idea preconcebida de lo que tiene que hacer en la vida, de adónde tienes que llegar, de cuándo, de con quien… Tal vez su descubrimiento es permitirse la pregunta de que quizá no tenga que ser así si realmente no es esto lo que ella quería. Da mucho vértigo, la renuncia a una supuesta vocación da mucho miedo y es dolorosa. Pero creo que el final es esperanzador. Eso mismo me ha pasado a mí también. Cuando las cosas van estupendo pues vas hacia delante, pero cuando no va tan bien, cuando no acaba de arrancar como te gustaría, es difícil seguir empeñada en que eso ocurra. Es un personaje muy cercano, lo he vivido yo misma y lo he visto en muchos amigos y amigas. Es algo que reconozco. Ana está cerca.
Para seguir hablando de lo que es ser actriz le he traído algunas frases de algunas compañeras y compañeros para ver que le sugieren. La primera: "Soñar con ser actriz es más excitante que serlo" (Marilyn Monroe).
[Ríe]. No puedo estar más de acuerdo. No siempre, pero tantas veces…
La más gatopardo: "Solo tengo una regla en la actuación, confiar en el director en cuerpo y alma" (Ava Gardner).
Aquí le voy a tener que quitar la razón a Ava. Ni mucho menos.
Decía Fernando Fernán Gómez: "En el oficio de actor el éxito o el fracaso suelen venir muy acompañados de la casualidad". ¿Cree que es cierto? Y si es así, ¿cuál cree que fue el momento en su carrera que esto pasó?
Esta sí la conocía. Y sí, es cierto. No sé, muchos. Quizá el año 2006, cuando estábamos decidiendo qué hacer para la función del final de la escuela de teatro, en la Resad. No sabía qué hacer. Ahí, Jonás Trueba me acercó una obra que había trabajado su padre y me dijo que porqué no la hacía [Fernando Trueba estrenó El trío en mi bemol de Éric Rohmer en 1990 en el mismo CDN con Santiago Ramos y Silvia Munt en escena]. Al final la montamos en la Resad, la vino a ver Miguel del Arco y se interesó por mí. Si no hubiera venido no habría formado parte de Kamikaze que ha sido fundamental para mí, mi compañía [Lennie montaría con Kamikaze y junto a Del Arco La función por hacer (2009), Veraneantes (2011) y El misántropo (2013); y en una producción del propio Kamikaze conocería a Pablo Remón, con quien montaría en 2018 El tratamiento].
Una desde los Estados Unidos actuales, del actor Lelan Orser: "En la escuela de interpretación no te dicen lo que sucede cuando terminas de hacer una película".
El vacío, es cierto, a veces es difícil de lidiar. Pero también lo es que muchas veces cuando acaba un rodaje te liberas, vuelves a tus espacios, y es también un tiempo de rencuentros, de ver a un amigo que no veías hace mucho y que disfrutas de una manera especial.
Por acabar, un grande: "A veces me he puesto a considerar mi vida y me he preguntado: Y si no hubieses sido actor, ¿qué coño habrías sido? Y me he contestado: ¡Habrías sido un gilipollas!" (Alfredo Landa).
Exacto [risas]. A mí me pasa lo mismo. En serio, no sé qué hubiera hecho sino hubiese sido actriz, no puedo ni imaginármelo.
Si uno se fija en los proyectos que ha ido abordando a lo largo de su carrera, aunque lógicamente hay proyectos de toda índole, parece haber una constante de apostar por cierto cine y teatro de riesgo… Parece que ha ido eligiendo los proyectos con cuidado, apostando por un cine y un teatro donde quepa la intimidad, la reflexión política y la apuesta por creadores que no eran conocidos… Gente en cine como Víctor García León, Felipe Vega, Jonás Trueba o Carlos Vermut, por ejemplo. Gente en teatro como Miguel del Arco, el propio Remón o Pablo Messiez… ¿hay ese cuidado?
Totalmente. Durante muchos años de una manera terca y también algo prejuiciosa, pero es lo que ha ido conformado el camino que he elegido. Pero es una terquedad que tenía que ver con una búsqueda de un crecimiento personal. No con el reconocimiento o el éxito, simplemente buscaba ser la actriz que a mí me interesaba ser. Tenía que sentir que cada paso fuese una nueva búsqueda, un reto, donde hubiera miradas de otros que me interesasen… He hecho pocas películas de encargo, donde vas haces lo tuyo y te vas a casa. En general han sido procesos creativos en los que he ido muy de la mano del director o la directora. Y en el teatro diría que incluso más, porque el teatro es tan comprometido y expuesto que no me veo, en absoluto, haciendo obras que me den un poco lo mismo. Un rodaje son unas semanas y bueno, tiras. Pero en teatro, en el que estás semanas y semanas en una sala de ensayo, que luego estrenas, que luego hay seis días de función a la semana, que luego hay gira, que ganas diez veces menos… Hay que tener fe en el proyecto, hay que querer estar ahí, te tiene que compensar, si no no tiene sentido.
¿Cuándo se acabó esa terquedad?
Con la madurez. Te vas dando cuenta de que el trabajo no es lo único que te define. Soy mi trabajo, pero también soy otras muchas cosas. Entenderlo, para mí, ha sido un proceso largo. Antes era más terca, ahora soy más omnívora. Me apetece hacer cosas diferentes, hacer películas de acción… Y tengo la suerte de que me permiten hacerlo y no me encasillan. Eso en este país, donde la industria es pequeña, no es fácil. Así que pienso aprovechar ese privilegio.
Aparte del director argentino Diego Lerma, con quien filmó Una especie de familia y con el que ya ha rodado una nueva, El suplente, no ha tenido muchos proyectos entre Argentina y España. Algo habitual en el cine y el teatro entre ambos países. Siendo Argentina llama la atención, ¿hay alguna distancia ahí que todavía no pueda o quiera franquear?
Ninguna. Es algo que yo deseo mucho. Incluso en un momento, hace no mucho, me instalé en Buenos Aires una temporada larga, tuve muchas reuniones, conocí a un montón de gente… Pero, en mi caso, todo es un poco lento. Va bien, pero lento. Pero qué va, cada vez siento que Argentina, que poder estar allí, estar en contacto con mi familia de allá y con el lugar de donde vengo, es muy importante para mí. Y me siento bien trabajando allí. Creo que es algo que se va a ir alimentando más a partir de ahora. Siento que es un momento bueno para eso. Ya va a empezar.
Hace más o menos cuatro años, antes de que todo parase, paró. Los años anteriores habían sido de mucha producción, de ritmo frenético y de cansancio. Ahora se la ve con una calma consciente, ¿qué es lo que le apetece?
Me apetece hacer otras cosas. Producir, llevar a cabo proyectos personales, escribir. Quizá no películas que son procesos largos y costosos, aunque porqué no, pero ya estoy con varios proyectos entre manos, de poder generar de otro modo y sí, escribir.