Rodeo es una película que fluye entre géneros, entre la película de atracos y la de carreras ilegales, entre lo fantástico y el drama social; también entre los géneros masculino y femenino. Una apuesta que es toda una declaración de intenciones y una declaración política de una directora que tiene clarísimo cada plano que rueda. No embellece los márgenes, tampoco recurre a un feísmo. Hay algo mágico en cómo filma estas carreras, que resultan bellas y empoderadoras.
Rodeo nace de un proceso de investigación largo que antes que una ficción pasó por otras etapas. El inicio se remonta a 2015, cuando Lola Quivoron descubrió el motocross sobre asfalto mientras estudiaba cine en la escuela pública de París. Lo hizo a través de un vídeo en internet y eso le hizo cuestionarse muchas cosas. Le fascinaba “el espectáculo, la adrenalina, el riesgo, pero sobre todo la parte política”. “Me preguntaba por qué estas personas se reúnen, por qué forman grupos, por qué crean una familia. Y esto me hizo ver que había una pasión única entre todos. Me puse en contacto con ellos, me invitaron un día a sus entrenamientos y ese día lo descubrí y me enamoré totalmente de esa forma de vida”, cuenta la directora desde el Festival de Sevilla, donde la película compite en la Sección Oficial.
Quivoron aprendió a montar en moto, estuvo con ellos un año, y en este tiempo ha ido y venido de su comunidad. Su trabajo de fin de estudios fue una película sobre unos moteros de esos grupos donde entabló una gran amistad. Un trabajo que se extendió a un videoclip y un cortometraje. “Rodeo sería el último capítulo de esa búsqueda, de ese trabajo. Yo en el cine busco desplazarme. Yo ya estaba familiarizada con este tipo de ambientes porque yo crecí en el barrio, en la zona 93 de las afueras de París. Por lo tanto, conocía ya un poco el medio, pero Rodeo es una película de ficción, no es un documental, no es autobiográfico. Está muy escrita, y para mí el cine se convirtió en un patio de recreo, en un juego”, añade.
Define su propia película como “de género fluido”, por cómo navega por conceptos rompiendo las etiquetas, aunque subraya que a ella no le gusta utilizar el “término romper, sino que usaría más bien ‘estar en medio’”. “Estar en medio entre lo masculino y lo femenino, en esa oscilación que transmite libertad, pero también estar entre el mundo de los muertos y el mundo de los vivos, estar entre el mundo de los sueños y el mundo de la realidad. Esa alternancia me interesaba mucho y esa indefinición del ser. Que los personajes no estén enmarcados en una definición, porque eso es lo que les da la libertad. Entonces no se trata de romper géneros, sino que hay multitud de géneros porque hay multitud de personajes y realmente los personajes son los que aportan los géneros”.
La protagonista sufre en ese mundo hipermasculinizado una doble penalización, por ser mujer y por ser de las Antillas, algo que la propia actriz, conductora en estas carreras de motos en la vida real, también ha sufrido. “En el mundo de la moto te juzgan por ser mujer y piensas que ni puedes hacer las cosas como los chicos e incluso provocas cierto rechazo porque no levanto la moto igual que ellos. Yo me he planteado que tengo cuerpo de mujer, pero en mi mente, en mi cabeza, soy un hombre. Puedo ser como ellos. Yo llego, cargo mi moto en el maletero de mi Citroen C3, descargo mi moto sola, la arranco y me voy, y eso en la mente de los chicos les trastornaba. No me hablaban porque les da vergüenza que sea una mujer, así que decidí moverme yo. Cuando llegaba iba hacia ellos y les pedía una pieza, o de tecnicismos de mecánica. Yo en todo momento he tenido que demostrar algo, decir aquí estoy, pero creo que lo he conseguido”, dice su protagonista, Julie Ledru.
También la marcó su procedencia de las Antillas, y recuerda cómo, cuando era pequeña, “era la única con rasgos marcados, no era ni negra ni blanca”. “Es curioso, porque en las Antillas me pueden considerar demasiado blanca, pero para los blancos soy una negra. Entonces yo me preguntaba quién era yo, y eso me generó traumas en la infancia. Recuerdo que cuando llegaba del colegio llorando porque se habían metido conmigo mi madre me decía ‘no hija, tú no eres negra, tú eres café con mucha leche’. Es algo que sigo diciendo muchas veces cuando me preguntan. He vivido un proceso de adaptación a toda esa violencia y he integrado que, realmente, considero que no tengo un punto fijo, sino que tengo mucha fluidez. Si para ti soy negra, vale, soy negra, si para ti soy blanca, pues yo soy blanca. Lo importante es que yo sé quién soy”, zanja.
En Rodeo se nota la mirada de barrio de Quivoron, que cree que es importante que los directores cuenten esas realidades. Ella descubrió el cine cuando sus padres se mudaron de París a la zona de Burdeos, y para ella “no fue un capital cultural burgués”, sino una forma de enfrentarse a la soledad y la depresión. “Empecé a ir al cine para ver todas las películas, alquilaba DVDs y me apunté al taller de cine en el instituto. Por lo tanto el cine nace de una ruptura con mi territorio. Me sentí atraída enseguida por ese mundo. Todos mis cortos que hice en la escuela de cine eran una reconexión hacia mis raíces y la manera en la que yo me he construido como individuo. Más tarde también he descubierto que tenía una parte muy política porque fui hacia temas como la descolonización, temas antirracistas, etcétera, pero para mí siempre ha sido importante que la narración venga de gente que conoce realmente el terreno, que sea un discurso real, de gente sensible a ese medio, a ese entorno”.