En realidad, la recuperación del monasterio cisterciense de Rioseco es una concatenación de milagros. Aunque todos tienen un mismo origen. “Si otros lugares no se recuperan, es porque les falta un Juan Miguel, una persona trabajadora y emprendedora para iniciar un proyecto de estas características”. Chelo Pérez, vecina del valle y también voluntaria, apunta a la persona clave que hace década y media puso en marcha la máquina de soñar. Fue entonces cuando Juan Miguel Gutiérrez llegó como párroco al valle de Manzanedo, un conjunto de 16 pueblos que apenas suman entre todos 140 habitantes. “Me dijeron que entre las parroquias había un monasterio, pero solo pude encontrarlo con la ayuda de los vecinos; me pareció un sitio fantástico, de novela romántica becqueriana del siglo XIX: el panorama era desolador, aquello estaba completamente cubierto por la maleza, pero al mismo tiempo conservaba el encanto que tienen los sitios semiabandonados”, rememora uno de los personajes clave de esta historia.
Tiempo atrás, la propia Chelo había realizado un descubrimiento similar. “Cuando conseguí que mi marido me llevara al monasterio, me quedé estupefacta: vi unas ruinas alucinantes donde apenas se podía acceder, pero lo poquito que se podía observar era una maravilla”, confiesa. Seguramente, ni ella ni el resto de vecinos de las Merindades —comarca burgalesa que linda al norte con Cantabria y País Vasco— se atrevían a pensar que aquel gigante de piedra herido por el paso del tiempo, la desamortización y el expolio podría tener una nueva vida. De hecho, muchos ni siquiera sabían de su existencia. Pero sí, los milagros existen. Hoy Rioseco está a punto de completar la primera fase del proyecto de intervención con la recuperación de las cubiertas y la consolidación de las bóvedas, ha recibido en 2022 a más de 50.000 visitantes, se ha hecho acreedor del premio de recuperación de Hispania Nostra y se ha convertido —una ruina— en el emblema de la zona.
Claro que todo esto no tendría mayor misterio, si Rioseco hubiera sido uno de los monumentos recuperados por la Administración pública. El primer milagro del viejo edificio es que ha revivido gracias a las manos de los vecinos y voluntarios. Cuando el párroco prendió la llama del proyecto hace 15 años, más de medio millar de jóvenes de la zona acudieron al monasterio para comenzar a retirar la maleza que cubría los restos de piedra. “Habían tirado los altares, levantado el suelo e incluso extraído los huesos de las tumbas; nos propusimos adecentar la zona y devolver los restos a las sepulturas, pero en un principio ni siquiera nos planteamos la recuperación”, reconoce Juan Miguel Gutiérrez. Pero, sin saberlo, la semilla quedó sembrada. “Disfrutamos, todos salimos muy contentos”, apunta.
El proyecto subió el siguiente peldaño en 2020, cuando el instituto de secundaria de la zona —ubicado en el pueblo de Villarcayo— impulsó un proyecto de innovación educativa bajo el título “Salvemos Rioseco”. “Dentro de la asignatura optativa de Recuperación del patrimonio, intentamos concienciar a nuestros alumnos del estado de abandono en el que se encontraba el monasterio”, explica Esther López, doctora en Historia del Arte y actual vicepresidenta de la fundación que gestiona el monasterio. Desde todas las materias, los adolescentes desarrollaron propuestas para recuperar —aunque solo fuera simbólicamente— la memoria del edificio en ruinas. La iniciativa fue un éxito y se ganó el reconocimiento de la propia Consejería de Cultura de Castilla y León. “A partir de entonces y de la forma más natural, surgió un colectivo de profesores, alumnos, padres y gentes de las Merindades que decidimos que queríamos salvar Rioseco”, rememora la historiadora.
Casi sin proponérselo, el párroco Juan Miguel Gutiérrez y la profesora Esther López habían levantado los pilares de la recuperación, en torno a los voluntarios, los estudiantes y una base social de la zona que ya no pararía de crecer. Claro que el esfuerzo sería ímprobo. Los “salvadores” del edificio —que hasta la fecha era conocido en la zona como “el convento”— se habían encontrado unas ruinas maltratadas por la Historia. Desde su primera ocupación en el siglo XIII y hasta el XIX, la comunidad de monjes cistercienses había tenido que exclaustrarse hasta en dos ocasiones. Con la desamortización (1835), el inmueble quedó en manos de un representante estatal, Alfonso Arquiaga, y sus herederos, quienes fueron paulatinamente cediendo la propiedad al Arzobispado de Burgos, ante el deterioro del inmueble, su abandono y el repetido expolio de sus piedras.
“Para conseguir nuestro objetivo, teníamos que soñar en grande”, proclama la historiadora Esther López. “Entendíamos que Rioseco podría convertirse en emblema de lo que hoy está ocurriendo con el patrimonio: si conseguíamos salvar el monasterio, se podría salvar cualquier cosa”, añade. Y así fue como un centenar de voluntarios acudían la primera semana de agosto, cada año, para limpiar, desbrozar y “devolver la dignidad” a espacios como la iglesia o la cilla (almacén). El primer objetivo era salvar las bóvedas, una meta para la que encontraron el favor de la gente —los primeros visitantes comenzaron a contribuir a la causa haciendo donativos— y también de la Junta de Castilla y León. Tras conocer el proyecto en unos cursos de verano en la Universidad de Burgos, el director de Patrimonio de entonces decidió destinar una partida para ayudar a reconstruir las cubiertas.
En paralelo, había nacido un segundo tipo de voluntariado, activo durante todo el año. Eran vecinos de las Merindades que ya se habían “enganchado” a la causa y querían contribuir haciendo cualquier cosa. “Puedes pertenecer a la asociación o la fundación, pero mi título principal es el de voluntaria”, asevera Chelo Pérez. “He hecho de todo: limpiar, cocinar durante la semana del voluntariado, tirar de carretilla los primeros años y, ahora, enseñar el monasterio; eso sí, con mucha pasión”, reconoce la voluntaria. Un sentimiento que ha sorprendido a cientos de visitantes que acuden a Rioseco, la mayoría de distintas partes del país, algunos incluso del extranjero.
La tarea de enseñar las ruinas —cuyas instalaciones están parcialmente abiertas durante todo el año— recae en los vecinos de los pueblos de la zona, pero también en jóvenes entusiastas como Marta. Basta con que haya una solicitud para que los colaboradores se organicen en el grupo de WhatsApp que comparten. “Nos vamos turnando para contar la historia de Rioseco; es muy enriquecedor comprobar cómo a la gente le puedes transmitir la ilusión por el lugar”, confiesa Marta Díaz, orgullosa con la respuesta del público: “Nos dicen que es muy bonita nuestra labor de voluntariado”.
El caso de Marta y del resto de jóvenes que colaboran en la salvación de Rioseco arroja una buena noticia —enormemente positiva— y otra menos buena. Se trata de aquella semilla (ahora lejana) que logró involucrar a los adolescentes. “La implicación de los alumnos en la asignatura Recuperación del patrimonio fue increíble. Más allá de ofrecer una serie de contenidos artísticos, lo más importante es que los jóvenes aprendan a mirar, a descubrir que las piedras son parte de la historia”, enfatiza Esther López Sobrado, quien reconoce que la respuesta de los estudiantes ha sido “una de las mayores satisfacciones que me he llevado en la vida”. Esa… y ver cómo antiguos alumnos acuden hoy a Rioseco con sus hijos para enseñarles el monasterio.
Sin embargo, el drama es que aquella materia optativa que prendió la mecha… ya no existe. “El arte es el gran olvidado de la enseñanza: hay alumnos de ciencias que han podido pasar por toda la Secundaria y acceder a una carrera con una formación en arte prácticamente nula”, advierte la doctora en Historia del Arte. Sí, un drama. “Es para llorar”, corrobora la docente.
En todo caso, el ejemplo y el modelo quedan. Hoy, el monasterio de Rioseco cuenta con una sala de estudio y trabaja en la incorporación de una cafetería, mientras allana el camino para restaurar la zona renacentista, una parte esencial de la historia del inmueble que se encuentra profundamente deteriorada. La Fundación —constituida en 2010 y que ha obtenido la cesión del edificio para los próximos 50 años— ha logrado crear un puesto de trabajo y aspira a que pronto sean dos. “El monasterio tiene que crecer y hacerse mayor, y la única forma de hacerlo es crear empleo”, asumen los responsables.
No hay dudas sobre el futuro (halagüeño) del proyecto. Pero sí sobre que este modelo se pueda llevar tal cual a otras grandes ruinas del país. “Seguramente, se puede exportar el proceso de trabajo y la forma de superar problemas personales, como los protagonismos o las envidias, que se dan en el mundo rural”, reconoce el párroco. “Pero cada lugar —matiza Gutiérrez— debe buscar sus propios elementos clave para que su proyecto salga adelante: si se trata de un núcleo rural o urbano, si hay una población grande o directamente no existe…”. Precisión, esta última, esencial. Porque la propuesta de Rioseco va de despoblación, del drama de una comarca, Las Merindades, que forma parte de ese triste mapa virtual de la España vacía.
La apreciación de Juan Miguel Gutiérrez se demuestra en otros casos de éxito en la recuperación del patrimonio, como los de Fuenteodra, Villamorón o Sarnago. En este sentido, la voluntaria Chelo no es del todo optimista. “Se ha notado la afluencia de personas a la zona, pero seguimos siendo un valle que ha cambiado poco, envejecido y sin comercios”. Desde su energía juvenil, la estudiante de Medicina tiene una visión un poco distinta de las Merindades. “Se habla mucho de despoblación, pero no tanto de los proyectos que se están llevando a cabo, de las familias jóvenes que han llegado a pueblos como el mío, Valdivielso, donde intentan labrarse un futuro desde el medio rural”, precisa Marta Díaz Armiño. “Se piensa que aquí se hace una vida de paletos, pero es todo lo contrario: hay muchas oportunidades que pasamos por alto”, añade. Y en esto, ambas voluntarias, joven estudiante y vecina adulta están de acuerdo: “El monasterio es nuestra esperanza; si hay alguien con ganas de invertir y trabajar, estamos en el sitio ideal”. Las ruinas de Rioseco son la prueba: en década y media el monasterio ha pasado de la Lista Roja de Hispania Nostra a ser premiado por la asociación en 2022 por la milagrosa labor de recuperación.