El ejemplar es el primer título de la nueva saga de Caballo de Troya, cuya edición corre a cargo de Sabina Urraca, tomando el relevo a Jonás Trueba. Un sello editorial creado por Constantino Bértolo y perteneciente a Random House, del que han surgido joyas como Cambiar de idea de Aixa de la Cruz y Listas, guapas, limpias de Anna Pacheco. "Siempre dice que intenta sacarle brillo a los libros sin romperlos", explica la autora a este periódico sobre su editora, "y es totalmente lo que hace. Es capaz de escuchar, atender y entusiasmarse".
González (Santa Cruz de Tenerife, 1995) coincide con la opinión de la pediatra del volumen, por la utilidad de la afirmación para la vida. "Si huimos todo el rato de la ansiedad, solo la estamos encapsulando. Y lo que hay que hacer es atravesarla y vivir con ella", sostiene, "también tiene que ver con ser capaces de hablar desde la vulnerabilidad y aprovecharla incluso".
La escritora es valedora firme de que "las cosas pueden coexistir". "Yo estoy trabajando en mi ansiedad, pero hay momentos en los que existo con ella siempre. Me ha costado mucho entender que mi vida puede ser válida igualmente, que yo soy una persona válida con todo ello", revela. En su novela hace hueco igualmente a lo que califica como "las tristezas lentas", que entroncan de lleno con la asfixiante rapidez que se ha apoderado del desaforado contexto actual.
En su caso, fue a los nueve años cuando, tras un ataque de pánico, la llevaron al médico y, allí pusieron nombre a lo que le ocurría: "El lenguaje es útil para sentirse menos sola con tus sensaciones físicas y sufrimiento".
De hecho, considera que "la vida sería mucho más fácil si nos convenciéramos de que sí podemos contárnosla en nuestros términos, por mucho que no sean solemnes, académicos y demás". Su apropiación del lenguaje le ha llevado igualmente a usar el dialecto canario, "retorciéndolo y experimentando". "Una cosa un poco fea que puede darse en las personas que tenemos hablas no normativas es entender que lo más arriesgado que podemos hacer con nuestra forma de hablar es mostrarla tal y como es. Que lo es, porque hay mucha gente que no nos va a entender, pero podemos ir más allá", comparte. De ahí a que haya apostado porque el ritmo de Leche condensada lo marquen "las herramientas" concedidas por el canario, como desordenar las frases. Un recurso que nace de la oralidad.
En esta línea entra en juego lo escatológico, que es abrazado en sus páginas. "Para mí es muy impactante hablar de cosas que no son necesariamente las que me enseñaron que podía decir", asegura, "me interesa el choque que genera en la cabeza ver cómo una guarrada es bella. Darle esa vuelta. Esa poética de lo cochino me gusta muchísimo".
La violencia sexual es uno de los temas que vertebran Leche condensada. "Me daba muchísimo miedo que en algún momento se pudiera sexualizar. Sé que estamos escribiendo sobre violencia contra la violencia, pero los lenguajes que tenemos están bañados de violencia. Aprendemos a hablar de todo en este mundo un poco putrefacto, y quien nos enseña a hacerlo es muchas veces con la lengua de los abusadores", critica.
González tomó la decisión de abordarlo, implicando a dos personajes de la misma edad. "Siento que no se habla tanto de abuso sexual hacia menores por parte de menores", lamenta, "no se toca nada y siempre se dulcifica. Que es parte de la problemática que muestra el libro. En esa primera adolescencia se piensa que 'esta persona no va a ser capaz de ejercer violencia, y al final la violencia llega mucho más lejos'".
De hecho, la víctima que la sufre no la reconoce hasta que "sufre otra agresión que se enmarca más en los términos que le han advertido su abuela y su madre. Ahí es cuando es capaz de verlo. Hasta entonces, estaba teniendo la sensación de que le pasaba algo malo sin saber qué era". "Te das cuenta de que tu cuerpo ha aguantado el peso de muchas de esas cosas", expresa el personaje.
"Juntas descubrieron lo más importante de beber: respetar la borrachera. No intentar llorar si se te está hinchando el estómago por la carcajada que guardaste durante mucho tiempo. No forzarte a reírte cuando todo te humedece. No retirar los labios hormigueantes de la piel del cachete de la amiga elegida, no robarle el momento de oírte gritar 'te quiero mucho tía, te quiero una barbaridad', no calmarte si lo único que te apetece es mandarle una paliza a un árbol", escribe González analizando la propia narrativa intrínseca a las cogorzas. En este caso, entre chicas de doce años.
"Cuando en mi generación empezamos a usar internet, era el momento en el que no se concebía que fuera peligroso. Nuestros padres no sabían que podíamos estar hablando con un jediondo [persona desagradable] de Reino Unido, por ejemplo", apunta, "había un vacío de vigilancia que hacía que tuviéramos una vida paralela de la que nadie se daba cuenta. Esa sensación trascendía a ser capaces de hacer más cosas a escondidas sin temer que te pillaran". "Haberle perdido un poco al respeto a lo que mis padres pudieran querer que yo hiciera, me llevó quizás a probar antes el alcohol", valora ahora, "y hacerlo sin ningún sentimiento de culpa".
A su vez, considera que las amigas de Leche condensada encuentran en el alcohol "un refugio súper paradójico. Es un poco el espacio en el que continuar en la infancia. Todo lo que les está prohibido porque ya tienen una edad, lo pueden hacer cuando están borrachas: enralarse [alegrarse actuando sin respeto] muchísimo, gritar, hacer otro tipo de bromas, restregarse por el suelo, cubrirse de tierra, besarse entre ellas incluso". De hecho, en este grupo de amigas existe una "normalización del deseo". Una coyuntura que describe como "una amalgama sin forma", que sirve para retratar "esas amistades que todas hemos tenido que parecían relaciones amorosas".
Dentro del crecimiento como personas y la toma de conciencia del mismo, González opina que madurar supone "asumir la vulnerabilidad propia" y "que nadie está hecho por completo. Todas estamos a medio terminar y eso es válido, bello y honesto". "Valorar la infancia, e incluso entenderme a través de ella. me hace valorar mi propio error y fallo; y que puedo tener presencia en el mundo como adulta", concluye.
El título de cada capítulo de Leche condensada se corresponde con el nombre de ataques del juego de Pokémon, que vienen explicados en sus pies de página. El primero es 'Cargatóxica', que consiste en "causar daño sin envenenar, aunque su potencia aumenta de forma considerable si el objeto ya ha sido envenenado previamente". González tuvo claro desde el inicio que quería que a Aída le gustaran los videojuegos, pero no para que quedara en un detalle "costumbrista". Surge de la reflexión de su propia experiencia junto a sus amigas de la adolescencia: "Nuestra forma de pensar está mediada por los videojuegos a los que jugamos".
Este lenguaje le permitió arrancar con "una narración más tradicional y lineal, para acabar siendo una auténtica locura". Además de ahondar en el poder metafórico que concede el mando. "Cuando juegas, puedes controlar pero solo en unos términos, porque las decisiones están totalmente medidas. Hay una barrera invisible que no te deja pasar", expone, "a su vez puedes imaginar dentro de ese universo". "Muchas veces jugaba a Pokémon y pensaba 'estoy aburrida, voy a inventarme la historia'. Y usaba los muñecos como si fueran barbies. Aunque estés un poco encerrada en sus características, también puedes hackearlas mentalmente. Y hacerlo infinitamente porque lo activo en el juego eres tú".
Esta fue la "ambigüedad" que quiso plasmar en la novela: "En algún momento puedes sentirte súper en control porque tienes en el mando y de repente te das cuenta de que no". E incluso hallarlo en lugares inesperados. Leche condensada funciona como uno de ellos, por su mirada a la adolescencia despojada de todo atisbo de edulcorante, la profundidad con la que la aborda, la seriedad con la que mide el humor con la que se la toma, la manera en la que la acepta, comparte, bebe, pone nombre y expresa.