La ponencia forma parte de la Bienal Ciudad y Ciencia que se celebra hasta el día 26 de febrero simultáneamente en Madrid y Barcelona bajo la pregunta de qué significa vivir en el planeta y qué significa vivir en la ciudad. En los próximos días continúa en la capital con el ciclo de cine de naturaleza contemporáneo, las visitas comentadas a la exposición Cerebro(s), una mesa redonda y un concierto de Albert Marquès Quartet y Keith Lamar o el taller Sonido y acústica. Experimentos para investigar el sonido, entre muchas más; en Barcelona, un debate sobre la reproducción asistida desde una perspectiva interdisciplinar y ética, un diálogo performativo a través del flamenco entre Paula Bruna, Jordi Martínez-Vilalta y otros miembros del Institut del Teatre o la instalación artística nocturna Las voces silenciadas de la ciencia. Todas las actividades se encuentran en el programa de la Bienal.
El eje de este encuentro fue claro: la ciencia de las ciudades, la investigación de la salud en relación con el urbanismo y los pronósticos de futuro. Entender la ciencia desde la sociología, la antropología, la política y la economía es clave para aproximarse a la idea expuesta por los investigadores y que Manuel Franco resumió terminantemente en una declaración significativa: “La desigualdad es algo fundamental en el estudio de la salud pública”.
Manuel Franco, que estudia sobre todo la salud pública y la epidemiología social, cuenta que “estudiando las ciudades y la salud llevamos siglos” pero que solo desde hace dos décadas existe "una ciencia específica que estudia la ciudad y la salud como tal: 'la salud urbana'". A diferencia de antes, “ahora tenemos congresos, revistas o departamentos de universidad que la investiga”, dice Manuel. Y esta rama es crucial para entender por qué los barrios guardan tanta relación con las enfermedades.
“Cuando hablamos de la distribución de la salud significa que la salud, igual que otros bienes y derechos de nuestras ciudades, no se distribuyen igual. Los médicos de atención primaria de Madrid lo saben muy bien, porque no es lo mismo trabajar en Majadahonda que en Vallecas, o que en Boadilla, en Villaverde o en el centro de la ciudad: no son las mismas enfermedades, ni la misma población, ni los mismos tratamientos, ni la misma cantidad de enfermedad, ni la misma esperanza de vida, ni la misma capacidad del propio individuo para enfrentarse a la enfermedad”. Por eso la ciencia debe entenderse desde algo mucho mayor que casi siempre tiene que ver con las condiciones sociales y económicas de los individuos de un lugar, y esto, a su vez, con las formas políticas y de distribución de las ciudades. Cambiando la ciudad puede mejorar la salud.
La COVID-19 fue para los científicos un punto clave en la investigación reciente. El investigador de la UAH cuenta que durante la pandemia formó parte de varios trabajos hechos en Estados Unidos “donde los datos son más y mejores”, dice, y concluyeron que en la ciudad de Nueva York había “tres veces más COVID en unos barrios que en otros, y 2,5 más ingresos y fallecimientos en unos barrios que en otros”. Pero, además, también hay “enormes diferencias” entre quiénes son los que se vacunan y quiénes son los que no. “Las diferencias son económicas y de raza”, asegura el investigador.
“Todo esto ha sido fundamental en la enfermedad de la pandemia, y es fundamental que conozcamos estas desigualdades para poder tener, entre todas y todos, una mejor salud”. El científico utiliza el ejemplo de la COVID, un virus que persiste si no se detiene en toda la sociedad, como la mejor muestra para entender que la salud es, en realidad, algo colectivo. “La salud es la salud de todos”.
Diego Ramiro, del CSIC y experto en demografía, ha estado dentro de un trabajo de investigación sobre 140 años de relación entre mortalidad y clima, para comprobar qué efecto tiene el clima en la salud. “Lo que se produce es un proceso de adaptación a lo largo del tiempo”, explica, “y es lógico: a finales del siglo XIX, el 14% del conjunto de toda la mortalidad es atribuible a frío o a calor. Los edificios no estaban preparados para ese frío, la población no tenía los niveles de nutrición ni la resistencia suficiente para responder a él. Ese frío se ha ido reduciendo”. De la misma manera, el científico asegura que el calor también tiene ese mismo efecto. “En un período de crisis económica como la actual”, afectará a "la población vulnerable": “Si tenemos una reducción del calentamiento por calefacción, probablemente veamos ese efecto en un incremento de la mortalidad por frío en personas mayores”.
En el año 2050, año en el que finaliza el plazo de compromiso con la neutralidad de carbono, “dos tercios del planeta habitaremos en ciudades”, advierten los científicos en el encuentro. El entorno rural, una minoría. Dice Diego Ramiro que sobre el registro de la mortalidad dentro de las zonas urbanas se ha construido toda una teoría “que nos ha dibujado una idea de las ciudades como el matadero, como el sitio donde iba la gente a morir”. Pero, aunque parezca paradójico, no es así. “La gente en las ciudades no va a morir, porque tiene muchas mejores condiciones que las zonas rurales. La imagen idealizada del pueblo de praderas y caballos no encaja con la imagen del pueblo de La Mancha con moscas, sin agua potable y sin alcantarillado”.
Pero Cécile Maisonneuve, “experta en el mundo de las ciudades” que aborda en su ponencia el tema de la energía y la movilidad, lanza una pregunta importante: en qué condiciones viviremos en ellas. De la misma forma que el planeta está cambiando, las ciudades también lo harán. “En unos años tendremos en Burdeos el clima de Sevilla. La arquitectura de Burdeos no se ha diseñado para aguantar ese calor”.
Explica Maisonneuve que aunque ya hay compromiso político —y se refleja, por ejemplo, en políticas como las de viviendas de renovación energética o en países como Australia, donde se va a llegar al 100% de neutralidad—, “en adaptación todavía estamos empezando”. “El tema de la adaptación como algo urgente se estudia desde hace poco” comenta la investigadora. Recalca la importancia de decir que “a nivel político, no vende, porque habría que cambiar las ciudades: desde materiales hasta colores que absorben el calor. Las ciudades se han comprometido a la reducción solo en las políticas, pero no en la adaptación”, revela. “Nos tenemos que unir todas las ciudades del mundo”.
“El problema es que todos los individuos nos sentimos totalmente aplastados por la responsabilidad de millones de personas cuando lo mejor que puede hacer uno es solo reciclar una botella de vidrio”. El conflicto con la responsabilidad medioambiental es también una de las preguntas que, de hecho, lanzan luego desde el público. Eduardo Camacho-Hübner habla de cómo el cambio de esta red mundial de ciudades entra en conflicto con la responsabilidad individual. “No tenemos la posibilidad de cambiar solos, pero podemos participar en el cambio”.
El científico habla desde su experiencia: vive en Suiza, donde existe “la capacidad de generar algo nuevo” también “en términos de adaptación”, dice, al ser un país construido “alrededor de una red de pequeñas ciudades, donde la habitabilidad del espacio es difícil”. Pero cuando "somos casi 10 mil millones de personas en el mundo", dice, “la posibilidad que tenemos es la de cumplir, cada uno de nosotros, con nuestro rol”. Solo así cada uno puede llevar a cabo “la idea de ciudad como idea de porvenir, no tecnológico, pero sí como una manera de combatir o producir inteligencia colectiva”. Es quizás la forma de no rendirse.
Dice Camacho-Hübner que él no ve la ciudad del futuro “como algo tan distópico”. La salud urbana y las desigualdades “es algo desastroso”, sí, pero hay posibilidades. “La ciudad del futuro está constituida por la capacidad de cada uno de ser un actor en términos de nuestra propia producción, y cada vez que seamos más conscientes de nuestro rol dentro de este futuro, será más fácil”. En este aspecto, el investigador internacional aboga por una deconstrucción de la imagen del científico para que, de alguna manera, los individuos también se integren en la ciencia: “Si seguimos pensando que el científico es ese señor que vive en bata blanca, que no habla con nadie y que solo sabe hacer matemáticas, se nos va a terminar la posibilidad. La estaremos perdiendo”.
Las personas, cuentan. Se trata de perseguir el “espíritu científico”, no tanto para “defender o difundir verdades”, explica el investigador, sino para “construir un mundo mejor y hacernos, al mismo tiempo, partícipes de esa construcción”: "En el plan de las ciudades se nos ha olvidado el ser humano", dice el investigador, "pero tenemos algo increíble: la creatividad". Globe at Night es una una campaña internacional de ciencia ciudadana “que lleva a cada habitante del mundo a medir el nivel de producción de contaminación lumínica en las ciudades”, explica Camacho-Hübner, poniéndolo como el ejemplo perfecto por el que, gracias a la gente, “se puede hacer una cartografía completa de impacto”. Gracias a la iniciativa colectiva, "sabemos que, 50 años atrás, en el cielo de muchas ciudades del mundo se veían las estrellas. Ahora, cuando miramos, solo vemos dos o tres. Menos del 1% de la población mundial puede ver el cielo tal y como lo vimos nosotros cuando fuimos niños”.