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El carnaval
Despojado de mascarada y subversión —venía a insinuar—, anulada su «periódica explosión de libertad y de locura», sólo quedaba derramar «una lágrima a la cabecera de su lecho de muerte» y «poner el inútil antifaz y el cetro de cascabeles sobre su tumba». No era el primero que lo afirmaba, ni fue en modo alguno el último. Como recuerda Mijaíl Bajtín en La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento (1941), el carnaval había sido la antítesis de lo oficial, «el triunfo de una especie de liberación transitoria, más allá de la órbita de la concepción dominante; la abolición provisional de relaciones jerárquicas, privilegios, reglas y tabúes» o, dicho de otra manera, una expresión radicalmente contraria a la banalización de la época de Bécquer y de la nuestra, excepciones aparte. Sin el mundo «revuelto» del que hablaba el Arcipreste de Hita en el siglo XIV, sin el mondo alla rovescia —el mundo al revés— de las xilografías del XVI, el carnaval sólo podía y puede ser humo. Pero bien dice el refrán que «no hay burla tan leve que aguijón no lleve» y, mucho menos, en presencia de raíces tan antiguas.

Saceas, bacanales, saturnales, lupercales. Tanto si se quiere encontrar su origen en ellas como si se traza una frontera en el cristianismo y la Edad Media, siempre hubo algo similar. «A la necesidad no hay ley», alega la protagonista de La lozana andaluza (Francisco Delicado, 1528) en una escena con enredo carnavalesco; y aunque el motivo de dicha afirmación esté entre las piernas y no en ficticio combate con doña Cuaresma —Lozana es más carnal que don Carnal—, aclara otra cuestión indirectamente: Delicado escribió la novela en Venecia y, en consecuencia, utiliza el término carnaval (de carnevale); pero, hasta el siglo XVIII, el nombre que solía recibir en castellano era el de antruejo y, sobre todo, carnestolendas. Así está por toda la literatura del Siglo de Oro (con permiso de la Academia de los Nocturnos de Valencia, que se decantaba por carnaval en un acta de 1593); así aparece en las Églogas de Juan del Encina o El lazarillo de Tormes, y así se define en crónicas como los Hechos del condestable don Lucas de Iranzo, que cito por el ilustrativo detalle —a efectos históricos— de unas carnestolendas celebradas en honor a «tres o cuatros caballeros moros del rey de Granada», que quedaron «muy maravillados». Desde Tirso de Molina hasta Cervantes, pasando por Quevedo, Lope de Vega, Lope de Rueda, Calderón y una larga y abrumadora lista de autores, las carnestolendas fueron ámbito, razón o excusa de una todavía más larga y abrumadora lista de obras, particular y lógicamente unidas a la celebración por antonomasia de la libertad mediante las numerosísimas formas del teatro breve: entremeses, mojigangas, jácaras, loas, pasos, etcétera. Ahora bien, Asmadeo insiste en que «todo el año es carnaval» y, por mucho que el teatro breve tuviera su esplendor en el siglo XVII, no se puede pasar por alto que su vertiente profana venía de lejos: tal vez, de los mimos y pantomimas romanas—de donde procede, según Riccoboni, la propia commedia dell’arte— y, seguramente, de expresiones como los juegos de escarnio, que Alfonso X prohibió a los clérigos en sus Partidas (siglo XIII) por ser de la opinión de que eran inapropiadas para ellos.

Mientras la Corona vaciaba los corrales de dramaturgos y actores para celebrar sus carnestolendas —algunas, bastante más espectaculares de lo habitual en la actualidad—, el pueblo no se limitaba a coquetear con el teatro en desfiles y batallas burlescas; también organizaba funciones, aprovechando la tolerancia y el gusto por lo popular de algunos reyes de la Casa de Austria. En Madrid, se hacían obras hasta en casas particulares, y no faltaban cuadrillas dispuestas a representar su disgusto con la política fiscal o los desmanes de la Iglesia. Sin embargo, la calle podía ser peligrosa y, como advierte Vejete en Las Carnestolendas de Calderón, todos temían esas fechas; lo menos que le podía caer encima a un vecino desafortunado eran los típicos «huevos de azahar»; lo más —descontada la muerte—, una buena tunda a base de vejigazos y, entre unos y otras, toda una gama de diatribas e insultos, con la puntualización que haría Buñuel varios siglos después: que el castellano es el idioma «más blasfematorio del mundo» (Mi último suspiro, por supuesto), y la población de entonces disfrutaba jugando con el lenguaje. En todo caso, las disputas solían acabar en el «son Carnestolendas y no importa» de Francisco de Santos (El no importa de España, 1668) y, con independencia de los inevitables excesos de cualquier celebración, el ambiente real estaba más cerca de la transgresión, la parodia, la alegría y la desvergüenza de una obra poco conocida en general, tan crítica con la nobleza y el clero que terminó en el Índice de libros prohibidos de la Inquisición: los Diálogos de apacible entretenimiento, la única obra de Gaspar Lucas Hidalgo. Sirva como aperitivo inocente este pequeño relato popular, que ya había tratado Diego Hurtado de Mendoza en uno de sus poemas: «Una buena vieja vio que, por estar muy apretada la gente en la iglesia, no podía un hombre que estaba detrás della besar la tierra como los otros y, como no se pudo apartar la vieja para hacelle lugar, le dijo señalando con la mano sus proprias asentaderas: Aquí podéis besar, hermano, que todo es tierra, y aún peor».

Volviendo al presente, las palabras de Bécquer (El Carnaval, 1885) siguen siendo válidas en nuestros días; al menos, en lo tocante al liberador «mundo al revés» que era su condición sine qua non, porque nadie busca liberación alguna si no sabe que necesita liberarse. Además, es cierto que la evolución de las costumbres ha vuelto innecesarias algunas de sus facetas y, por el lado del simple disfraz, el «verdadero chiste» donde todo está «mezclado en el Babel social» no consistiría en que no nos reconozcamos en carnestolendas, sino «en podernos reconocer unos a otros» de cuando en cuando. Desde luego, es poco probable que sociedades acostumbradas a vivir o más bien dormir a través de intermediarios intelectuales y emocionales incomparablemente más tiránicos que el teatro del XVII (prensa, televisión, cine, redes) se levanten de repente del sofá y se expresen por su cuenta en la realidad, como demuestra su pasividad política, de consumidor; ni son el mismo público ni quieren una fiesta que —vuelvo de nuevo a Bajtín— «sólo puede vivirse de acuerdo a sus leyes, es decir, de acuerdo a las leyes de la libertad»; pero, como ironiza un amigo de Asmadeo (el diablo Cojuelo de Luis Vélez de Guevara), «al fin de los años mil, vuelven los nombres por donde solían ir» y, si vuelven los nombres, vuelven las cosas. «La máscara oculta lo individual, lo relativo, lo caduco, mientras desvela lo universal, lo inconfesable —escribió un hijo de la comedia del arte, Darío Fo—. Cubre las facciones, altera la voz y sólo deja salir una cosa: la verdad». El carnaval «nació así», por la posibilidad de ser «el otro» y la necesidad de tener unos días «de puerto franco para derramar todo lo que se ha guardado en el estómago o el corazón» tras seiscientos sesenta y tantos de soportar «fechorías y abusos en silencio». ¿Han cambiado esos seiscientos sesenta y tantos días? Esa es la pregunta y, naturalmente, por su respuesta negativa, la puerta del carnaval futuro.

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