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La voz oculta
Entre las muchas y variadas mudanzas de la capital, la del monumento a la escritora y periodista gallega, precursora del feminismo español y defensora siempre de la justicia, no es excesivamente aparatosa; sólo pasó al aledaño Paseo de Moret, y no ha sufrido más alteraciones durante su historia que la sustitución de la estatua de piedra —dañada durante la Defensa de Madrid— y la más reciente de la parte inferior del pedestal, que se cambió, según el informe de las autoridades competentes, por un «placado granítico».

Está casi donde estuvo, y sigue diciendo lo que decía; sobre todo, desde la alegoría de la Paz “fundida en bronce, de cuya aleación han formado parte los hierros que sirvieron de instrumento de martirio” en las cárceles, como recordó El Heraldo el día de la inauguración: los grilletes y cadenas que Victoria Kent, dignísima continuadora del trabajo de Concepción Arenal, ordenó quitar a los presos durante el primer Gobierno de la II República.

El periplo de la estatua de Argüelles fue indudablemente más largo. Al principio, se alzaba en el cruce de Alberto Aguilera, Marqués de Urquijo y Princesa; después, se llevó al Paseo de Pintor Rosales; más tarde, al principio de Quintana y, por último –de momento–, a la Plaza del Marqués de Cerralbo, colocada esta vez sobre uno de los pilares retirados de las farolas de la Puerta del Sol y la base que tenía el monumento a Pío Baroja en el Retiro. Por suerte, no se alejó del barrio al que da nombre (el ex barrio de Pozas) y, quizá por ser simple escultura, tampoco acabó como tantas expresiones de la más política de las artes, la arquitectura, desde la cercana iglesia del Buen Suceso (derribada en 1975 para construir una más moderna, por así decirlo) hasta el Palacio de Lorite (demolido en pleno siglo XXI).

Sólo fue otro turno en el juego institucional de caprichos y necesidades reales o inventadas. A veces, alguien decide que hay que mover estatuas por el tablero urbano; a veces, alguien considera que la población necesita una esfera armilar de 90 metros de altura o una noria de 260 para rozar las nubes o, como afirmaba Corpus Barga, las “majas” que “se miran desnudas en su espejo de agua” (En qué se parecen Roma y Madrid); a veces, muchas, se asesina la belleza por dinero, como ocurrió en la década de 1960 con el edificio del Monte de Piedad de la Plaza de las Descalzas y, a veces, raramente, se salvan joyas como la puerta gótica del Hospital de la Latina –que acabó en la Complutense– y su escalera, trasladada a la Casa de los Lujanes, en la Plaza de la Villa.

Ese juego puede tener consecuencias lamentables. España está llena de ejemplos. Sin salir de la capital, no se necesita demasiada perspicacia para saber lo que habría pasado si Ernesto Giménez Caballero hubiera podido aplicar las tesis de La arquitectura y Madrid (1944) a su odiada Gran Vía, que desde su punto de vista olía a “a novela bolchevique, a película yanqui, a mujer libre”. En todo caso, no es casualidad que los edificios más bellos de su tercera fase, la situada entre Callao y Plaza de España, sean los que ya estaban construidos antes de 1939; pero, con independencia de lo que se opine al respecto, los daños verdaderamente graves –siquiera por extensión– no son hijos de decisiones esporádicas, sino del modelo económico y social, porque el urbanismo siempre implica un determinado modelo de sociedad y una determinada intención ideológica.

La razón por la que media humanidad vive en construcciones que ofenden a la vista no se encuentra en la aún triunfante postura de arquitectos como Adolf Loos (1870-1933), quien abogaba por la eliminación de cualquier elemento decorativo (Ornamento y delito) con argumentos como este: «el ornamento no sólo está engendrado por delincuentes, sino que comete un delito porque perjudica enormemente a los hombres atentando contra la salud, el patriotismo nacional y, en consecuencia, la evolución cultural». Si el problema fueran los movimientos artísticos, la estética de Loos estaría tan muerta en el presente como la arquitectura neoherreriana; la habrían matado Tristan Tzara y Salvador Dalí con los cáusticos adjetivos que le dedicaron en su día: “perversa”, “masoquista” y “flagelante” (Minotaure, 1933).

Empezaba esta columna con la antigua Calle del Lobo por un detalle en apariencia anecdótico que, sin embargo, es muy revelador. Entre las frases más famosas de Concepción Arenal, hay una que reza así: “Mientras la sociedad no trate a todos sus miembros como hijos, por seguro debe tener que habrá muchos que no la miren como madre”. Forma parte de un pequeño texto titulado ¡Pobre Martín! (perteneciente a sus Artículos sobre beneficencia y prisiones) en honor a un agente, “un hombre honrado” que falleció en la Calle del Lobo, y cuya familia había quedado en la indigencia por el desinterés del Gobierno (la Carta al Sr. D. H., amigo de ministro de la Gobernación, no deja ninguna duda sobre la valentía y la dignidad de la autora de Ferrol).

Pues bien, diez años después del suceso, el Ayuntamiento decidió dedicar la calle a Echegaray, despreciando la importancia del lugar: allí había estado uno de los primeros corrales de comedias del mundo; allí se ganó uno de los combates más duros de la Revolución de 1854 (protagonizado, por cierto, por un torero y su cuadrilla); allí vivió un escritor notablemente más relevante que Echegaray, José de Espronceda y allí, entre otros hechos de parecido alcance y un sinfín de referencias literarias de peso, surgió una leyenda fundamental en la Historia de Madrid, asociada nada más y nada menos que a la Virgen de la Paloma y la Virgen de las Maravillas. Sin derribar ningún muro ni trasladar ninguna piedra, por el sencillo procedimiento de eliminar un nombre, las autoridades lograron que todas esas historias desaparecieran poco a poco de la cultura popular.

A efectos del paisaje urbano y de su inevitable influencia en la población, las ausencias tienden a ser tanto o más peligrosas que las presencias. Por motivos políticos obvios, las cosas tendrían que cambiar mucho para que Princesa se volviera a llamar Blasco Ibáñez o el general Vicente Rojo sustituyera a alguno de los muchos generales del centro; pero también es verdad que la voz oculta del monumento a Concepción Arenal se queda en susurro si la mayoría no sabe quién era Victoria Kent o no le importa. Afortunadamente, la ciudad habla mucho más tiempo y desde un tiempo mucho más antiguo que ninguna generación en particular y, al igual que ocurre con las obras de algunos de sus mejores autores (Galdós en Misericordia, Valle-Inclán en Luces de Bohemia, etcétera) y sus mejores cronistas (Mesonero Romanos, Pedro de Répide), no es ella la que se empieza a difuminar cuando no se la escucha: son los que cometen ese error. Y ni siquiera pueden impedir que, desde la bruma de la Calle del Lobo, como La mujer alta de Pedro de Alarcón, el padre del esperpento siga persiguiendo al beneficiario del cambio nominal por el no menos sencillo procedimiento de llamarla «Calle del Viejo Idiota».

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