La situación teatral es la de un velorio. Quien habla es el propio muerto, en este caso el propio Gonzalo Cunill. Un sublime error es ante todo eso: las palabras de un muerto que nos habla en su propio sepelio. Pero lo primero que llama la atención al entrar son los diferentes vidrios dispuestos unos sobre otros en una mesa. Esta construcción en equilibrio tiene su importancia. Lauwers es un creador escénico de formación plástica. Los vidrios provienen de un trabajo de 1994, una pieza de videoarte que tenía un título también juguetón, pero muy significativo: El bigote de Duchamp.
Los cristales, al igual que la pieza del francés al que hace referencia el título en el que Duchamp dibujaba un bigote sobre una postal de la Gioconda de Da Vinci, son un verdadero “ready-made”. En palabras de André Breton y Paul Éluard: “Un ready-made es un objeto ordinario elevado a la dignidad de obra de arte por la mera elección de un artista”. Algo que en manos de Duchamp se convertía en pura ironía conceptual, con mucha retranca, pero con una premisa: el objeto tenía que provenir de un proceso de elección que, en palabras del propio artista francés, “se basaba en una reacción de indiferencia visual, adecuada simultáneamente a una ausencia total de buen o mal gusto”.
Así, esos vidrios que Gonzalo Cunill va recolocando a lo largo de toda la pieza se convierten en una metáfora llena de ironía. Esos objetos brillantes, inservibles, sin función, pero vistosos, son la plasmación escénica del conflicto medular que presenta la obra al espectador: ¿Qué es la vida? ¿Cómo hemos de vivirla? ¿Qué debemos anhelar? ¿Qué tiene el arte que ver con ella?
Cunill habitará ese espacio metafórico situado entre la vida y la muerte y allí nos hablará de cómo vivió, como gozó y en qué fracaso su personaje. Y para ello dará voz a las dos personas que éste amó en vida. Un triángulo unido por el equilibrio de sus vértices. Alex, nietzscheano y cáustico. Christine, sabia y sensata; y el propio Gonzalo, un ser que busca la ligereza, un tanto estoico pero obsesivo. Cunill narrará e irá introduciendo al espectador en una historia de ficción sobre la vida de estas personas que quisieron amar de otro modo, que creyeron que el mundo podía cambiarse. Sin decirlo, el texto es un tanto generacional. Un texto de aquellos padres que intentaron regir sus vidas de una manera más libre.
Pero lo interesante de esta obra, su fuerza motora, es la contradicción. La historia va desvelando miserias, fracasos, autoengaños y va dejando traslucir cómo el ser humano, desde que nace, no sabe vivir sin objetivos, sin deseos que den sentido a su vida. Un anhelo que es también el que nos destruye, la causa de que no podamos trazar la vida con sentido. Incluso la obra acaba con una frase abierta que pudiera abogar por un estoicismo pasivo. Pero al mismo tiempo ese muerto que nos habla está lleno de ganas de vivir, de curiosidad, de asombro ante la belleza del mundo. Es esa tensión entre el deseo y la distancia, entre el sentido y la propia vida, la que trae a colación la obra. Una contradicción irresoluble, consustancial a la vida y que en escena Cunill sabe sublimar insuflando vida a cada palabra.

Cunill es una raza de actores sin ascendencia ni descendencia. El que esto escribe no ha visto a otro actor saber acoger el texto, tanto en el cuerpo como en la cabeza, como este argentino que vino a finales de los ochenta a España y trabajó con Esteve Graset, Carlos Marquerie o Rodrigo García y con todo un teatro que reaccionó para desdramatizar la palabra, para hacerla comprensible al cuerpo del actor y al espectador. Luego Cunill se iría a Bélgica, trabajaría con Jan Fabre y recalaría en la compañía de Lauwers, la Needcompany, que nunca ha abandonado.
Es increíble como cada palabra dicha por Cunill en escena está siendo pensada en el mismo momento que es pronunciada. Un trabajo extenuante, es un texto muy largo. Pero es extenuante porque tal y como la trabaja este actor, no cabe la repetición. El proceso de memorización desaparece y cada palabra es dicha, encarnada, concebida y pensada en ese momento. Sin dramatismo, sin pose de falsa naturalidad, vivida. Es algo espectacular.
Y en esta obra, en la que está trabajando las palabras de su maestro, Cunill da toda una lección de contención hasta que la pieza explota y las palabras se convierten en pura vida. Hace cinco años en el Festival de Otoño de Madrid se pudo ver otra maravilla llamada Molly Bloom, en el que el Lauwers recreaba el último capítulo de Ulyses de Jame Joyce junto a la actriz Viviane De Muynck. En esta ocasión hay un homenaje al autor irlandés en forma de nieve como en su cuento Los muertos. Lo que hace Cunill con ese texto es de otro planeta. Convierte un texto mortuorio en un verdadero grito de vida.
El texto es rizomático y contiene muchos rincones. Destaca sobremanera cómo esas digresiones filosóficas sobre la vida y la ética se yuxtaponen con las reflexiones sobre la imagen, cómo la vida y el arte se unen y se confunden. Pero la obra es también un compendio sintético de una manera de entender la escena.
El teatro de Lauwers se enmarcó y etiquetó, dentro del teatro posdramático, termino acuñado por el teórico Hans-Thies Lehmann a finales de siglo para referirse a un teatro que se liberaba de la tiranía del autor y la literatura dramática dando una escena donde los lenguajes (luces, escenografía, actuación, etc.) convivían de una manera más horizontal en el proceso de creación. Un teatro que comenzó, pongamos por caso, con el Hamletmaschine de Heiner Müller en 1977.
Con los años, la guerra entre los “dramáticos” y los “posdramáticos” se ha ido deformando llegando a sitios ridículos, sobre todo en este país donde lo posdramático se reducía a lugares absurdos y se lo identificaba con elementos anecdóticos en vez de sustanciales: micrófonos, actores hablando desde el yo y no el personaje, contraponiendo performance y drama y atribuyendo a este tipo de teatro la voluntad de ser mucho más real que la ficción representada. Algo a lo que han contribuido guerras de profesionales que querían seguir detentando poder o espacios, e intelectuales y teatrólogos como Jose Luis García Barrientos, por poner un ejemplo. Un sublime error es ficción pura, un formato unipersonal donde Cunill interpreta tres “personajes”, pero en un teatro donde la plástica, la actuación y las jerarquías escénicas se diluyen en una verdadera propuesta artística.
Jan Lauwers es el creador de esa impresionante Isabella’s Room (2004) o de aquel montaje apabullante con Cunill y Juan Navarro llamado Begin the Beguine (2014). Un teatro donde la poesía, la plástica, la danza y la actuación conviven en armonía. Un teatro que deslumbró al mundo. Ahora llega este pequeño regalo, este testamento vital y artístico que Lauwers ha creado en España. La operación ha sido posible gracias al pequeño teatro de Barcelona regido por Alex Rigola, el Heart Brake Hotel, al festival gironés Temporada Alta y al Teatro de la Abadía de Madrid, donde podrá verse hasta el 18 de mayo. Una muy buena iniciativa por parte de la Abadía que sin embargo queda demasiado sola, aislada, en una programación que claramente sigue otros derroteros.