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Tolkien, Cleopatra y otros hiperpolíglotas

Vale, sea. Hiper- es un elemento compositivo que, según el Diccionario académico, significa ‘por encima de’, ‘exceso’ o ‘grado superior al normal’. Y sí, todos sabemos lo que son los hipermercados, o la hipertensión, o la hipérbole, y León XIV bien puede ser considerado como un hiperpolíglota.

Con todo esto, me ha entrado aún más curiosidad por los políglotas y por los hiperpolíglotas. ¡O más envidia! Como os dije, desempeñarse en varias lenguas permite ponerse más fácilmente en el lugar del otro, mirar todo con cierta transversalidad, con mayor tolerancia, con menos dogmatismos.

Me ha entrado tanta curiosidad que, navegando en la red, he dado con un interesantísimo sitio en línea que se llama polyglotclub.com que dice ser una “comunidad de intercambio lingüístico gratuito” en la que están registrados 1.073.678 miembros, 18.961 de ellos en España. Y ahí he sabido que el economista, político y escritor británico John Bowring, que fue gobernador de Hong Kong, “afirmó saber 200 lenguas y poder hablar 100”; que el teólogo y cardenal italiano Giuseppe Gaspardo Mezzofanti “hablaba al menos 39 idiomas diferentes, desde el hebreo hasta el gujarati” y que el lingüista estadunidense Kennet Hale, que centró sus investigaciones en lenguas en peligro de extinción de América del Norte, América Central y Australia, logró aprender 50 de ellas.

Récords como los de Bowring, Mezzofanti y Hale aparte, pocas historias de políglotas, o de hiperpolíglotas, son tan interesantes como la de J. R. R. Tolkien y la de la reina Cleopatra.

El escritor, poeta y profesor británico Tolkien, autor de las famosísimas novelas El hobbit y El Señor de los Anillos, era también filólogo y lingüista, y hablaba 35 idiomas diferentes, algunos de ellos modernos y otros antiguos. Quizás basándose en todo ese enorme conocimiento, Tolkien decidió crear en sus obras sus propias lenguas. La más conocida, el quenya, el idioma de los elfos de Valinor, le dio a Tolkien tanto de sí que hasta escribió en ella el Padrenuestro. Dice así:

“Átaremma i ëa han ëa

na aire esselya

aranielya na tuluva

na care indómelya cemende tambe Erumande

ámen anta síra ilaurëa massamma

ar ámen apsene úcaremmar sív' emme apsenet tien i úcarer emmen.

Álame tulya úsahtienna mal áme etelehta ulcullo

násië“.

Cleopatra, la última reina de la dinastía ptolemaica del Antiguo Egipto, famosa por su inteligencia, su crueldad y su gran belleza, era también hiperpolíglota. Hablaba nueve idiomas con fluidez, pero entre ellos no figuraba el latín, según los testimonios de algunos contemporáneos suyos. ¿Y en qué idioma hablaba Cleopatra con los militares y estadistas romanos Julio César y Marco Antonio, con los que tuvo amores y con los que protagonizó episodios históricos que acabaron en un nuevo orden geopolítico mundial? Pues según los investigadores, en griego antiguo, por entonces la lengua dominante en el Mediterráneo oriental.

¡El griego! Siempre acabamos en el griego. Bendito griego, y bendito latín. A ellos dos, y en otro nivel al árabe, les debe el español tanta vida, tanta pujanza.

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