Los escombros no frenan los pasos ágiles de Galina. Camina sobre los restos de lo que fue su vajilla, sus paredes, su nevera. Se agacha despacio y recoge un pequeño trozo de un objeto que fue pero ya no es. Su mirada se ilumina y esboza una tímida sonrisa, pero sus ojos pronto vuelven a apagarse antes de arrojarlo con desdén, como si volviese unos segundos a un lugar que ya no existe.
Hace poco menos de un año, tras la liberación de Bucha, la mujer de 83 años evitaba subir al que fue su hogar, tras ser arrasado por los bombardeos.
El tiempo pasa, su casa aún no ha sido reconstruida y la anciana, como tantas otras personas en la ciudad convertida en símbolo de la brutalidad de la invasión rusa, depende de la ayuda vecinal. Desde la destrucción de su hogar, Galina ha pasado por tres casas distintas, gracias al apoyo comunitario. Esté donde esté, relata, sobre las cuatro cinco de la tarde, aparece una intensa necesidad de regresar. “Siempre estoy pensando en esto. Cada día quiero volver a casa. Me pongo muy triste. Es una herida que siempre duele y, de momento, no se puede borrar”, dice, en tono pausado, mientras mantiene su vista en los escombros.
La mujer espera recibir apoyo de las autoridades para la reconstrucción de su hogar: “No tengo recursos para hacer nada. Estoy esperando”. El Ayuntamiento le ofreció la posibilidad de trasladarse a unos módulos prefabricados, levantados en el patio de una escuela de Bucha, para acoger las personas desplazadas por la contienda. El lugar está compuesto de varias habitaciones compartidas. “Como me ofrecieron su casa algunas vecinas, lo descarté. No me veía ahí con tanta gente, todo compartido…”, sostiene la anciana. Cuando perdió su casa, Galina pasó a vivir unas semanas en el sótano de su edificio. Después, vecinas que huyeron de su hogar le dejaron las llaves mientras vivían fuera. Cuando regresaban, la octogenaria se cambiaba. Ahora reside en un pequeño piso alejado de su barrio de toda la vida, al que acude cada mañana a pasar el día para charlar con sus vecinas.
En uno de sus habituales corrillos, tres amigas octogenarias comentan que, a pesar de las dificultades, los cortes de luz y las necesidades, “ahora en Bucha todo está bien”. “Lo de ahora son tonterías”, añade otra vecina que sobrevivió a los días de ocupación rusa en que debían vivir sin luz ni agua, en helados sótanos, bajo el temor de chocar con los soldados rusos. “Hemos perdido nuestras casas, hemos pasado días sin saber qué iba a pasar, sin poder hablar con mis hijos… Que ahora haya cortes de luz, es incómodo pero no es un problema. Tenemos linternas, tenemos velas, nos acostumbramos”. . Su temor procede del frente. Una de las mujeres rompe a llorar con un simple “cómo está”: “Tengo mucho miedo de que mi hijo tenga que ir a luchar”. La ansiedad se acumula en una localidad especialmente castigada en los inicios de la guerra.
Por más que la alarma vuelva a sonar, Vladimir Klumenko se niega a volver a refugiarse en el sótano en el que pasó buena parte de los días en que las tropas rusas ocuparon Bucha. Tampoco quería regresar a Bucha, la ciudad donde creció y vivía junto a ssu familia. De esa misma ciudad, aterrorizados, huyó a principios de marzo con su mujer, Natalia, y su madre, entre el miedo a ser disparados por los soldados rusos, que ese mismo día abrieron fuego contra los evacuados de la periferia de Kiev. En esa misma ciudad, su padre, Viktop Klumenko, fue asesinado con un disparo en la cabeza, mientras trabajaba como vigilante de una empresa, según explicó a elDiario.es cuando regresó a la localidad para identificar el cadáver de su progenitor.
“Desde el día que lo identifique hasta que pude enterrarlo pasaron dos meses”, sostiene Vladimir en la cocina de su casa. El cuerpo de su padre pasó ese tiempo en la morgue, a la espera de los análisis forenses. La Oficina del Fiscal General de Ucrania, el Servicio de Seguridad de Ucrania y las fuerzas policiales regionales siguen recopilando pruebas de estos posibles delitos de crímenes de guerra junto con la Corte Penal Internacional (CPI), que inició una investigación a nivel nacional el cuarto día de la invasión de Rusia. A Vladimir nadie le ha contactado con este fin, asegura.
Hace once meses, en una entrevista con elDiario.es, el hombre ucraniano, agitado, buscaba la manera de irse de Bucha después de pasar tres días para realizar gestiones en relación al asesinato de su padre. Su casa había sido utilizada como base de soldados rusos. La suciedad era evidente, la puerta estaba forzada, el mal olor era apreciable desde la entrada de la vivienda.
Casi un año después, recibe a este medio instalado de nuevo en su vivienda. Todas las puertas del edificio han sido reparadas por las autoridades. Una parte de la vivienda ha sido reformada. Antes de la ocupación ya habían empezado las transformaciones, pero los cambios, reconocen, también les ayudarán a dejar atrás lo vivido. Vladimir y Natalia, su mujer, ya se han acostumbrado, pero su regreso a casa no fue fácil. No querían estar allí, pero decidieron permanecer solo por mantener sus empleos.
Más de mil cuerpos de civiles como el padre de Vladimir, en la región de Bucha desde que las fuerzas rusas se retiraron del área. Según la policía de Kiev, unas 650 personas fueron ejecutadas, según recoge AP.
La Iglesia de San Andrés, en Bucha, se convirtió epicentro de la evidencia de las consecuencias de la ocupación rusa. Andreiy Verbovyi, el sacerdote que ayudó a los vecinos a cavar una fosa común para enterrar a los muertos durante los días en que los soldados rusas controlaban la localidad, asegura que alrededor de 70 cuerpos sin vida continúan sin identificar. En el cementerio de Bucha, un número sin identificar nichos guardan cuerpos sin nombre, debido a las complicaciones derivadas del procedimiento de identificación en plena guerra, asegura. “No se puede olvidar lo ocurrido aquí”, dice en el interior de la iglesia, convertida ahora en un memorial de las terribles imágenes publicadas durante los días posteriores a la liberación.
Desde los grandes ventanales del espacio religioso puede observarse una gran explanada de tierra. Una cruz rodeada de flores recuerda el valor simbólico del lugar. Hace casi un año, Anderiy Verbovyi ayudó a sus vecinos a excavar, con sus propias manos, una gran fosa común para enterrar a los muertos, ante el riesgo ligado a su traslado al cementerio en plena ocupación rusa de Bucha. “Ahora parece que aquí todo está bien, pero hay recordar lo vivido. Nunca nos esperamos que pasase: hasta que no acabe la guerra, no estaremos tranquilos”.