Desde el año 2000 surge la cuarta oleada de la ultraderecha caracterizada por la normalización, es decir, la aceptación social de partidos y de ideas que no sólo ocupan lugares políticos relevantes sino que condicionan y hasta manejan el discurso público.
La ultraderecha se impone en Austria por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial
Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial han tenido lugar varias oleadas de partidos de derecha radical en Europa.
En esta última oleada se inscribe el éxito electoral del Freiheitliche Partei Österreichs (FPÖ). Un resultado que corona años de legitimación de su agenda y su discurso xenófobo y ultranacionalista. El triunfo de la derecha radical austríaca marca un punto de inflexión para la política del país alpino, pero sobre todo para toda Europa.
La sanción de EuropaNo es novedad que un partido ultraderechista obtenga el primer lugar. Ha sucedido en Italia con Fratelli d´Italia en 2022, por ejemplo. Tampoco debería sorprender que el FPÖ haga lo propio en Austria. De hecho, desde el año 1990 sus resultados no han bajado del 10%.
Lo llamativo del caso austríaco es que fue el primer país en recibir sanciones de otros Estados-miembro de la Unión Europea por forjar una coalición de gobierno incorporando un partido ultraderechista luego de las elecciones de 1999. Las represalias pretendían enviar un mensaje de advertencia a toda la región sobre el compromiso de cada uno de los catorce países miembros con los valores europeos y los derechos de las minorías, los refugiados y los inmigrantes.
El problema era que el FPÖ no era una fuerza más de la derecha radical. Al típico discurso ultranacionalista, xenófobo y anti-establishment le sumaba el liderazgo Jörg Haider. Haider fue un experto de la provocación estratégica. En sus intervenciones públicas aprovechaba su carisma para disparar consignas revisionistas en las que banalizaba el nacionalsocialismo. Un partido cuyo líder sostenía abiertamente posiciones antisemitas y racistas no podía ser tolerado como miembro de un gobierno por el resto de la comunidad europea. Pese a todo, las sanciones duraron apenas unos meses y la coalición entre ÖVP y FPÖ continuó hasta 2007.
El canciller normalizadorEn 2015 se volvió a configurar un debate público a nivel federal favorable al discurso xenófobo del FPÖ. La llegada de miles de refugiados hacia fines del verano de ese año representaba una oportunidad para desplegar su agenda ultranacionalista y apelar al populismo clásico que se había instaurado como herramienta de comunicación predilecta. El heredero de Haider, Heinz-Christian Strache, no dudó en intentar fomentar los miedos y la incertidumbre en aquellos sectores de la población permeables a dicho discurso. Sin embargo, surgió un competidor.
No se trataba de un nuevo partido de derecha radical en Austria, sino de una figura joven y pujante que buscaba liderar un discurso antiinmigración a nivel europeo: Sebastian Kurz, el ministro de Relaciones Exteriores del ÖsterreichischerVolkspartei (ÖVP).
Kurz, quien inicialmente fue visto como una promesa para el conservadurismo del continente, adoptó una estrategia de “integración hacia la derecha”, incorporando elementos de la agenda de la derecha radical populista, es decir, del propio FPÖ. Desde su rol como ministro articulaba el espacio contrapuesto a lo que en aquel momento representaba la canciller alemana Angela Merkel y su posición respecto de la acogida de refugiados. Para los sectores reacios a la líder germana, Kurz encarnaba un futuro prometedor para Europa.
El ÖVP supo leer el contexto y Kurz se transformó en su candidato a canciller en 2017. Durante la campaña no sólo que continuó con la retórica antiinmigración e islamófoba, sino que la profundizó. Y pese a que su estrategia fue un éxito en términos electorales, de hecho le permitió convertirse en canciller, Kurz terminó por legitimar una visión política excluyente y radicalizada.
Lo que parecía un problema para el FPÖ terminó por volverse un triunfo. No sólo por volver a formar parte de un gobierno federal, junto a Kurz, ni siquiera por haber conseguido superar su récord de votos al alcanzar más de 1,3 millones. Su victoria yacía en la normalización de su agenda, de sus posicionamientos y de sus propuestas. Los réditos políticos de esta situación los cosecharía algunos años más tarde.
Nacionalismo hipócritaEl componente ultranacionalista del FPÖ es parte integral de su discurso político. Sumado a las narrativas antiimigraciónque suelen emplear sus voceros, el carácter nativista resulta evidente: Austria sólo para los nativos. De esa manera, y siguiendo los postulados de las nuevas derechas, se construye un concepto de identidad nacional atado a una etnia, a una cultura, que supuestamente debe defenderse del intruso y que comparte un interés común.
Todo ese discurso se fue al tacho cuando se dio a conocer el Ibiza-Gate. Una cámara oculta mostró cómo los líderes del FPÖ ofrecían contratos gubernamentales a cambio de apoyos por parte de Rusia. La corrupción en todo su esplendor en un acto que demostraba que los intereses de esos políticos quedaban por encima de todas las normas y leyes austríacas.El impacto fue enorme y en las elecciones anticipadas de 2019 el FPÖ sufrió una caída de 10 puntos. Algunos se atrevieron a augurar el fin del partido. Cinco años después sucedió exactamente lo contrario.
El problema de “integrar hacia la derecha”El FPÖ, al igual que otros partidos de derecha radical, trabajó para capitalizar el apoyo de los sectores negacionistas durante la pandemia. Aquellos que renegaban de las políticas de reclusión y de las restricciones encontraban en dicha fuerza una voz que les representaba. Así fue como poco a poco el actual líder del partido, Herbert Kickl, sentó las bases para la recuperación.
Pero lo más importante de la llegada de Kickl radica en su decisión de profundizar los aspectos más radicalizados de su partido. En efecto, su cercanía con el movimiento identitario, una formación política de extrema derecha que entre otras ideas propone la deportación masiva de no-nativos, es prueba de ello.
Además, Kickl, junto a sus socios alemanes de AfD por ejemplo, tienen un posicionamiento pro-Kremlin: se manifiestan contra las sanciones a Rusia por la invasión a Ucrania y contra el envío de armamento a dicho país. Pareciera que el incidente de Ibiza con personal ruso hubiese sido olvidado. Sin embargo, la clave de esa relación, más allá de eventuales apoyos financieros o logísticos al partido, está en lo que representa la figura de Putin para algunos sectores, especialmente los más conservadores. El presidentes ruso simboliza la oposición a los valores progresistas de Occidente. Así, el FPÖ utiliza a Rusia de manera inteligente para potenciar el rechazo hacia la Unión Europea y sus valores.
Muy posiblemente esta estrategia del FPÖ bajo el mando de Kickl funcione porque se apoya en aquella normalización iniciada por Sebastian Kurz y el ÖVP. Su agenda ha dejado de ser “radical” en aquel momento en el que fue incorporada por estos últimos. Ese peligro no sólo existe en Austria. Son varios los países cuyos partidos mayoritarios consideran que la “integración hacia la derecha” puede ser una solución. El primer puesto del FPÖ demuestra que tarde o temprano esa estrategia solo termina por beneficiar a la derecha radical.