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Viaje al pueblo portugués que más vota a la extrema derecha: "André Ventura, líder de Chega, es un corruptor de mentes"

Viaje al pueblo portugués que más vota a la extrema derecha:

El discurso del líder de Chega cala en esta ciudad fronteriza del Alentejo, donde la formación extremista inflama el odio contra la minoría gitana

Chega, el batiburrillo de la derecha radical portuguesa

Para terminar la primera semana de campaña electoral portuguesa, el líder de Chega, el ultra André Ventura, acudió a un mitin en una de sus plazas predilectas y voceó una grave acusación entre los asistentes: los gitanos de Elvas, municipio de 21.000 personas en el Alto Alentejo, fronterizo con Badajoz, habían creado un clima de “terror” en las escuelas municipales.

La afirmación era falsa, pero como señala el alcalde de la localidad, el muy veterano José António Rondão Almeida, de 82 años, “la mentira se quedó en el aire”, por mucho que él mismo convocase inmediatamente a las tres directoras de escuela para verificar que la acusación era un infundio e informar luego a los vecinos. Así van Chega y Ventura, abogado de 42 años, antiguo miembro del PSD y deslenguado tertuliano futbolero —su agilidad como polemista en televisión le brindó fama antes que la política— “corrompiendo las mentes de los menos ilustrados”, según la indignada opinión del regidor.

En Elvas, ciudad fortificada patrimonio de la UNESCO, pero rural en esencia, tierra de olivares, es alcalde Rondão desde 1994 —con un paréntesis de ocho años entre 2013 y 2021—, primero como socialista, ahora con un partido independiente y personalista. No es una región rica, pero la administración local funciona. “Tiene de todo, hoy es una ciudad de referencia”, presume el alcalde, que habla de los equipamientos deportivos y culturales —el auditorio lleva su nombre— y los programas municipales de vivienda y ayudas al consumo en el comercio local.

Pero Elvas tiene una minoría gitana significativa (unas 700 personas, según el cálculo del regidor, lo que viene a ser un 3,5% de los habitantes) y el discurso de odio de Chega ha prendido como el fuego. “Tengo 80 años y siempre he vivido en Elvas con los gitanos. Nunca hubo este aprovechamiento político porque hubiese gitanos”, recuerda el alcalde en su despacho.

El alcalde de Elvas, José António Rondão Almeida. El alcalde de Elvas, José António Rondão Almeida.

“Ventura quiere lo que Trump o Bolsonaro; que le den una puñalada o un tiro”, dice Almerindo Prudencio, de 49 años, que lleva más de un lustro intentando mediar entre las comunidades e insiste en que no se debe caer en la provocación del ultra, porque le permitiría esgrimirlo como prueba de que sus invectivas tienen base. Prudencio vive en el barrio de San Pedro, levantado hace décadas, donde antes de las casas había barracas. Se confiesa quemado por el racismo banal, aunque dice que sabe distinguir “el prejuicio de la persecución”. Le harta ir al bar de la Casa del Benfica y que le quieran cobrar cinco euros por un agua, o que lo contraten en la escuela y lo despidan a los dos días “por portarse mal”, sin mayores explicaciones.

“Esta es una tierra muy fustigada por la discriminación y el racismo”, aduce Almerindo, “con menor formación académica, más rural”. Le molesta que haya desaparecido entre los xenófobos “el pudor y el miedo”, pero está convencido de que “los portugueses empiezan a entender” que los diagnósticos fáciles de Ventura no tienen poso. También celebra que las comunidades gitanas se estén organizando y cree que irán a votar al Partido Socialista. “Se nos ve como un problema por enfrentarnos al sistema racista”, denuncia.

Los eternos cabezas de turco

En una tienda de ultramarinos en el centro de Elvas, la dependienta Céu Canhoto, de 47 años, también se dice “harta”. “Viven a nuestra costa”, dice, y enumera una retahíla de lugares comunes sobre la etnia. Que viven de las ayudas sociales, que no les interesa integrarse, que tienen con sus propias leyes y, en su caso, “que se liaron a tiros” delante de su puerta un día a mediodía. Céu votará a Chega. A su lado, Francisco Farrobo, de 61 años, compañero en la tienda, asiente. “El alcalde no vive al pie de ellos, no pasa noches enteras sin dormir [por el ruido en la calle]”. “Hubo un grupo de unos seis jóvenes entre los 16 y los veintipocos años que se dedicaban al pequeño asalto. Pero desde que entraron en la cárcel, la ciudad está segura [...] Ni la policía ni yo notamos que los gitanos provoquen inseguridad”, insiste Rondão Almeida.

Almerindo Prudencio, en el barrio de São Pedro de Elvas. Almerindo Prudencio, en el barrio de São Pedro de Elvas.

“Los derechos deben ir acompañados de deberes”, desliza Paula Mota, de 53 años, dueña de una pastelería en la que asegura que atiende a todos los clientes. Aunque reconoce que tampoco los no gitanos quieren los trabajos para los que hay demanda, que son los del campo. “Necesitamos a los inmigrantes”, razona. Lamenta que la villa esté perdiendo su carácter “familiar”, pero recela de la extrema derecha. “Es el peor camino”. Dice que votará al partido animalista PAN, uno de los minoritarios en la Asamble de la República.

Los argumentos toscos encienden a Almerindo. “Me dicen subvencionando cuando aún me dolían las piernas de todo el día entre las matas [trabajando]”, protesta. “La gente es muy ignorante”, critica. Cree que el rechazo tiene una base sociológica. “La falta de industria, de civilización urbana. La gente sale de aquí, va al monte y luego vuelve. Esto está desertificado, limitado”, plantea. “Las narrativas transmiten odio y no tienen sentido crítico ni los que tienen formación académica”, opina.

En una callejuela en pendiente en el centro del pueblo, pasa con unos molletes de pan y una botella de cerveza Alexandre Prudencio, de 46 años. Alexandre es gitano y analfabeto, su padre era feriante, lo tenía de un lado para otro por Portugal y nunca lo escolarizó. Él tiene tres hijos, todos van a la escuela, ahora trabaja para el Ayuntamiento. “Si Chega gana, va a haber mucha mierda”, advierte. Votará el domingo por tercera vez en su vida. “Por uno malo, pagamos todos”, dice de su etnia.

Francisco Farrobo y Céu Canhoto, trabajadores de una tienda de ultramarinos de Elvas. Francisco Farrobo y Céu Canhoto, trabajadores de una tienda de ultramarinos de Elvas.

Dos números más arriba se afanan con la madera dos carpinteros jubilados, António Rodrigues, de 72 años, y João Manuel, de 71. El primero frunce el ceño cuando se le pregunta por el vecino, no lo tiene en alta estima. Ambos están ya descreídos de la vida y de la política. Los viejos carpinteros tienen más presente una realidad portuguesa acuciante: tras más de cuatro décadas trabajando, cobran 427 euros de pensión. Pero una de las hijas de António es ingeniera civil y la otra es enfermera. Alexandre quisiera que sus vástagos también tengan profesiones de provecho.

Despertar político en el barrio deprimido

El barrio das Pías, a las afueras de Elvas, se construyó en los 90 para 40 familias gitanas que seguían viviendo en barracas. Formaba parte de un plan piloto desarrollado cuando el primer ministro era el socialista António Guterres, actual secretario general de la ONU. En cuanto le sucedió José Manuel Durão Barroso, conservador, hoy banquero, se acabó el apoyo. “Creó un gueto”, lamenta el alcalde.

En el barrio hay una iglesia con fachada de latón, casetas con pantallas parabólicas y un martes por la tarde, un grupo de edad variada, en el que todos los adultos se declaran motivados para acudir a las elecciones el domingo. “El gitano solo mata, viola y roba”, ironiza Pedro Paiba, de 35 años. “Aquí nos metieron a todos juntos, cuando a los gitanos nos gusta estar separados”, cavila Telmo Varela, de 39. Los menores corretean, los mayores llaman a António Cabezas, de 65 años. “El 25 de abril yo estaba en Lisboa, votaremos por el PS”, dice, y accede a posar con los demás para una foto. “Levantad la mano”, conmina. “No, la izquierda”, corrige.

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