"¡Ataquen, caballeros!". Blande una espada de plástico mientras da vueltas como una peonza, anima a sus tropas a asediar a las imaginarias filas enemigas y la escena acaba con un final abrupto. Tremendo trompazo al bajar por las escaleras y llanto sobrevenido.

Podría ser una estampa simpática más de las que regalan los niños en infinitos rincones del mundo. Pero lo sorprendente es que la fatídica caída se produce en las escaleras de la Catedral de Barcelona, acostumbrada a albergar demasiadas piernas entre sus escalones y que esta soleada mañana solo cuenta ocho.

Son las de tres caballeros y una dama que no alcanzan los diez años de edad: dos participantes en la contienda llevan mascarilla -a uno le cubre solo el mentón, por lo que su eficacia resulta dudosa- y los otros dos la habrán perdido por el camino.

El centro de Barcelona presenta estos días una imagen insólita, como atestigua el episodio relatado: niños y niñas corriendo y pelándose las rodillas, abuelos tomando refrescos rodeados de silencio y unos pocos alucinados turistas -que haberlos, haylos, aunque vaya usted a saber cómo han llegado hasta aquí- disfrutando de la mejor vista de la ciudad.

Es la imagen que ha dejado tras de sí la emergencia de la COVID-19, que afortunadamente parece que va abandonando la escena si bien dibuja cicatrices que seguirán visibles durante tiempo.

Otro ejemplo del excepcional momento que vivimos: en la plaza Sant Felip Neri no hay hoy guías turísticos contando en lenguas extranjeras que "en la iglesia que ven a su derecha podrán observar las marcas del bombardeo de la aviación italiana fascista que en 1938 acabó con la vida de 42 niños aquí refugiados".

Lo que sí hay es una pelota que va de un lado a otro para desespero de un grupo de adultos que esperaban disfrutar de cierta calma dada la ausencia de visitantes y que, maldita sea, deben contentarse con sobrellevar como puedan la ruidosa excitación de los jóvenes futbolistas.

Calles llenas de tiendas conectan Sant Felip Neri con La Rambla, y el panorama no invita al optimismo de estos comercios: la mitad están cerrados y la otra mitad prácticamente vacíos. Será que el ciudadano barcelonés no necesita de tantas fundas de móvil, perfumes, gafas de sol ni helados. Mucho menos gorros mexicanos vendidos como elemento característico de la capital catalana.

Pero la crisis de la COVID-19 afectará de pleno a muchos sectores económicos y no solo al turismo y sus derivados. Que se lo pregunten si no a las decenas de personas que esperan ante la recién inaugurada oficina del Ayuntamiento que asesora a trabajadores del mundo de la cultura, situada en el corazón de la Rambla.

A dos pasos queda el mercado de la Boquería, objeto de disfrute de todo turista acalorado que pasee en verano por Barcelona y donde hoy se escucha más catalán y castellano que el recurrente inglés nivel básico usado para atraer la atención del foráneo.

Pero de nuevo la mitad de paradas tienen la persiana bajada y en los bares de alrededor, siempre a rebosar, hay más mesas vacías que ocupadas.

Unos, sin embargo, están más llenos que otros. Estos días no triunfan ofertas como las de "tostada de salmón y aguacate: 10 euros" o "focaccia y aperol: 9 euros".

Lo de La Rambla ya roza lo inverosímil: uno puede ahora andar en línea recta de principio a final del paseo sin tener que esquivar a otros humanos, con la piel quemada por el sol unos o intentando vender artículos de todo tipo otros.

Locales como el Jamboree, el Sidecar y el Karma aguardan por su parte en la plaza Real tiempos mejores mientras observan corretear a unos cuantos niños, e incluso en la calle Escudellers ha desaparecido el característico olor a orín y se mezclan aromas varios de comida.

Llega la hora del almuerzo y de abandonar un centro de Barcelona que, extrañado, observa como sus calles las transitan más abuelos y más niños de lo normal, quienes amenazan con reconquistar una ciudad demasiado pendiente de los turistas. Pero también mira con temor a un futuro incierto reflejado en las persianas que siguen bajadas.

Por Martí Puig i Leonardi.