En los años setenta, la rumba madrileña fue adquiriendo entidad propia. Grupos como Los Chorbos, Los Chichos o dúos como el formado por las hermanas Muñoz Barrull -léase Las Grecas- marcaron el ritmo de la ciudad desde los márgenes.
Canciones de amor y desgarro, trullo y falta de parné, sonaban por los altavoces de los bailongos. Era la expresión maldita de una generación que, sin perder de vista la herencia musical de sus mayores, extendía el flamenco hasta la electricidad del rock y del funk.
Llevado por la corriente que despuntaba entonces, Noumbar Hamathis -inmigrante egipcio afincado en Madrid- se dedicó a recorrer los escenarios de la noche flamenca; tablaos como Villa Rosa, Los Canasteros, Torres Bermejas o Corral de la Morería eran locales donde trabajaban los artistas de entonces, cantando, tocando y bailando para los guiris.