Visto desde Europa, el Sahel occidental –Burkina Faso, Chad, Malí, Mauritania y Níger– es sinónimo de problemas y amenazas. Problemas derivados tanto de la debilidad de las estructuras políticas –incapacidad de los órganos regionales y continentales para aportar "soluciones africanas a problemas africanos"–, como del escaso nivel de desarrollo y el alto grado de inestabilidad. Amenazas que se concretan en el alto número de grupos violentos activos en la región y que se hacen aún más visibles cuando las nuevas autoridades (golpistas) de Malí y de Burkina Faso deciden enseñar la puerta de salida a Francia, mientras el yihadismo continúa aumentando su radio de acción –el subsecretario general de la ONU en la lucha contra el terrorismo señaló la semana pasada que la "expansión" de ISIS en África central, en el sur y en el Sahel es "especialmente preocupante"–.
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