Estaban de vacaciones, la noche fluía en aquel bar situado en un pequeño promontorio sobre el cabo, dos almerienses cantaban samba en directo.
Eran un grupo de nueve, de edades distintas, entre los sesenta y los veinticinco. Amigos de amigas, familiares, a veces una abuela o alguien a quien nunca habían visto. Coincidían, se tejían relaciones. En aquel rincón nadie pedía credenciales. El pelo ausente o blanco en unas cabezas, juventud restallante de otras, ropa de montaña, vestidos, el manual del curso de buceo en la esquina de una mesa. Viajeros o, quizá, turistas que tratan de hacer las cosas bien, que se llevan siempre la basura de vuelta en una bolsa, también la que no es suya, no hacen ruido si hay gente cerca, hablan a los desconocidos, ayudan a los grupos de chavales recién llegados en patera y les compran comida, bebida y un cargador para el móvil.