Uno de los escritores más populares de la contemporaneidad, el relator de terrores y pesadillas Stephen King, también ha lidiado con estos problemas. La reacción negativa a su obra de fantasía Los ojos del dragón fue una de las fuentes de inspiración de Misery, una historia sobre una fan excesivamente apasionada y exigente. El libro se publicó en 1987 y la película resultante llegó a las salas estadounidenses el 30 de noviembre de 1990.
El filme se estrenó en momentos de una cierta decadencia de las adaptaciones fílmicas del narrador estadounidense. Carrie y El resplandor habían sido eventos cinematográficos avalados por un director emergente como Brian De Palma y por un autor consagradísimo como Stanley Kubrick, respectivamente. Hollywood y su periferia vieron una posible gallina de los huevos de oro. Y la escalada de adaptaciones posterior (cuatro en el mismo año 1990) implicó un cierto desgaste, una cierta vulgarización de la que escapó esta historia del encuentro casual entre un escritor y su admiradora.
Misery fue una de esas películas que reivindicó a su creador como alguien capaz de aterrarnos también con amenazas que no tenían nada de sobrenatural. Fue, además, una película de presupuesto generoso que proyectaba una cierta ambición. La dirigía un realizador en racha, el cómico Rob Reiner, que había firmado otra adaptación de un texto de King sin elementos sobrenaturales como Cuenta conmigo, y que también había firmado La princesa prometida o Cuando Harry encontró a Sally.
También participaba en el proyecto un guionista de prestigio como William Goldman, que llevó a la pantalla su propia novela La princesa prometida y que firmó los libretos de Dos hombres y un destino o Todos los hombres del presidente.
En algunos aspectos, estábamos ante un King paradigmático. Incluía accidentes de tráfico, alcohol, pastillas y bloqueos creativos. Estaba protagonizada, otra vez, por un escritor en apuros. Paul Sheldon sufre un accidente mientras conduce y es rescatado por una mujer que resulta ser la mayor fan de las novelas románticas que él ha escrito. Annie Wilkes tiene el privilegio de poder leer la que va a ser la última novela de la serie… pero el resultado la decepciona. Wilkes encarna la caprichosidad del admirador, la fina línea que puede separar la fidelidad del desengaño furioso. Entonces exige a Sheldon que escriba otra obra, la obra que ella quiere leer.
Esta vez el héroe no estaba amenazado o influido por fuerzas sobrenaturales como sucedía a los novelistas que protagonizan El resplandor, La mitad oscura y tantas otras obras del prolífico escritor de Maine. Todo era mucho más cotidiano. ¿El resultado fue menos escalofriante por ello? En realidad, no. Se partía de la incomodidad de tener que permanecer en una casa ajena, con una húesped desconocida de quien se depende a causa de las lesiones sufridas. Para enfatizar la incomodidad, se representaba el desencaje cultural entre el cosmopolita escritor y una representante de ese cristianismo severo criticado en otras obras de King. Como la muy creyente madre de Carrie, además, Wilkes ocultaba sus propios secretos inconfesables.
Misery acabó desplegándose como un tenso thriller ubicado en espacios reducidos, condicionado por la movilidad disminuida del personaje principal, al estilo de La ventana indiscreta pero con el enemigo en casa. Sheldon, en todo caso, se revela como alguien astuto. El apego de su rescatadora turbia hacia la narrativa romántica le sugiere caminos a seguir. E inicia un juego psicológico de aplacamiento de la furia intermitente de su fan letal a través de la palabra y de la escritura, como si de la Sherezade de Las mil y una noches se tratase. El forzado flirteo resultante puede recordar a otras tramas de amores femeninos enfermizos como la entonces reciente Atracción fatal.
Al igual que otros libros de King, Misery admite lecturas metafóricas sobre la dependencia de las sustancias. Funciona también, de manera muy física, como una pesadilla sobre la vulnerabilidad del escritor ante su publico. Porque la autoestima es fragil, y también lo son los huesos de los cuerpos. Su antagonista, la Annie Wilkes interpretada por Kathy Bates, resulta maravillosamente inquietante por su estado de ánimo más que variable, por su amabilidad enrarecida y empalagosa, por una seriedad permanente que desasosiega. El trabajo de Bates recibió un imprevisto Oscar y conserva un cierto estatus icónico que puede ilustrar, en clave terrorífica, las complicadas relaciones entre los creadores, las audiencias y sus expectativas.