El nuevo director creativo cambió el nombre de la división a Walt Disney Animation y trajo de vuelta a los animadores veteranos que el estudio había perdido en sus años de declive. Estaba la dupla Ron Clements/John Musker, responsable de Aladdin, y también un viejo amigo de Lasseter llamado Chris Buck, futuro codirector de Frozen. Pero, más allá de esta renovación de la plantilla, la principal indicación del plan tenía que ver con la metodología a seguir por Walt Disney Animation: debía ser absolutamente independiente de Pixar.
Esta autonomía condicionó para siempre la trayectoria de ambos estudios y ha tenido manifestaciones significativas en los últimos meses, a través de Soul y la recién estrenada Raya y el último dragón. Mientras Soul nacía del afán de Pixar por superar la ambición de anteriores propuestas —entregándose a un problemático existencialismo—, Raya y el último dragón seguía el ejemplo de Enredados, la citada Frozen o Vaiana a la hora de lanzar un admirativo vistazo al Renacimiento de Disney de los 90 para tratar de emular su magia.
Lasseter abandonó Disney a finales de 2017, después de ser acusado por varias empleadas de acoso sexual. Jennifer Lee fue la encargada de sustituirle como cabeza de Walt Disney Animation, en plena revalorización de la marca. El musical había regresado, acompañado de unos planteamientos que aludían al revisionismo histórico, la inyección de diversidad y la sacudida de tropos asentados como las princesas y su ideal de amor romántico.
El díptico de Frozen, a cargo de Lee y Buck, es el mayor exponente de esto: un espectáculo musical en dos actos que reflexiona sobre el pasado y lo sanciona, sin que esto impidiese un apabullante éxito en taquilla. Raya y el último dragón carece de las pretensiones introspectivas de Frozen, pero nace igualmente de una gran comprensión de lo que ha venido antes y se adecúa sin esfuerzo al presente.
Quizá a su pesar Raya y el último dragón vio retrasado su estreno de noviembre de 2020 a marzo de este año, adoptando un modelo híbrido según el cual puede verse tanto en cines como en Disney+ pagando un extra. Las circunstancias lo son todo, y aquí imposibilitan una lectura ajena a la crisis sanitaria: el nuevo film de la Casa del Ratón habla de un mundo arrasado, que solo la cooperación entre individuos y culturas puede salvar.
Raya y el último dragón narra los esfuerzos de la protagonista titular por unir a los pueblos que un día formaron el reino de Kumandra —compuesto por varios referentes del folclore del sudeste asiático—, cuya separación provocó su conquista a manos de los Druun. Seres cuya uniformidad recuerda a la Nada de La historia interminable y a su naturaleza metafórica: una aterradora expresión de la mezquindad humana, transformada en fuerza destructora.
Los Druun ejemplifican, también, la inequívoca condición de Raya y el último dragón como cuento moral que quiere hacernos ver la luz en tiempos oscuros. El arco dramático de la protagonista ha de llevarla a aprender a confiar en los demás, y a creer en una colectividad orgánica por encima del arquetípico viaje del héroe. La película está, por tanto, consagrada a una moraleja que se repite machaconamente desde los primeros minutos, y que es leída con un extra de urgencia en los tiempos que corren.
¿Es esta preocupación por la moraleja algo específico de Raya y el último dragón? Para nada, ya que el último trabajo de Disney es ante todo continuista, y se inserta cómodamente en las coordenadas que condujeron a esta nueva época de esplendor de su división animada. Se puede apreciar desde los créditos: Raya y el último dragón está dirigida por cuatro personas (destacan los nombres de Don Hall y Carlos López Estrada) y su historia ha sido desarrollada por seis. Es un proyecto fundamentalmente colectivo. O, mejor dicho, corporativo.
Por supuesto que la impronta autoral siempre ha sido irrelevante en el canon Disney —con alguna excepción en lo relativo a Pixar—, pero es importante enfatizarlo por cómo Raya y el último dragón se enmarca en una directriz empresarial de largo recorrido. Y es que, además del revisionismo y otros discursos que contribuyan a pulir la actual fachada progresista de Disney, la producción animada del estudio lleva tiempo apostando por la multiculturalidad.
Una multiculturalidad fácilmente desmontable, también en el caso de Raya y el último dragón. Y es que todo el abanico identitario de Kumandra es visto desde los márgenes de lo "otro": Raya yendo de región en región, conociendo a sus exóticas gentes, probando su comida y convenciéndolas de que se unan a ella. Raya proviniendo, y esto es clave, de una región concreta (Corazón) que desde el inicio se ha descrito como la más civilizada de Kumandra… gracias a contar con un codiciado recurso que ningún otro pueblo posee.
La connotación imperialista del asunto es peliaguda, y en absoluto ajena a ciertas críticas que ha sufrido Walt Disney Productions durante su larga trayectoria. El guion de Raya y el último dragón, por supuesto, minimiza su impacto desde la bondad y un eficaz melodramatismo, obtenido gracias a unas sólidas relaciones de personajes y a la ya mencionada insistencia en el eslogan de turno: confiar. Confiemos en los demás. Demos el primer paso.
Porque Raya y el último dragón es, ante todo, una fábula de espíritu clásico. Una enseñanza calculadamente ingenua, que gracias a su apego a este storytelling esencial logra confluir en la excelentísima película que, más allá de las citadas connotaciones, nunca deja de ser.
Desde la remodelación de Lasseter, Walt Disney Animation ha contado con una ventaja de la que Pixar, tan abocada a la persecución del prestigio, apenas ha podido valerse: la posibilidad de recurrir al gran relato. El permiso, expedido por una tradición de seis décadas, para que la ficción nunca abandone lo estrictamente escapista. La fascinación pura. La música.
No hay canciones en Raya, pero sí un encomiable propósito de contar una historia bonita con enseñanza transparente. Por supuesto, esto conduce a que el desarrollo argumental sea de lo más previsible y mecánico, y a que se pueda echar en falta algo de arrojo a la hora de plantear el mensaje. Al tiempo, claro, que es enormemente beneficioso tanto para la expresividad del medio animado como para el disfrute que este pueda generar.
La película está enamorada de Kumandra y dedica una parte generosa de su metraje a describir las particularidades de cada región. Goza de un detallismo que la emparenta con los juegos de rol, característica que refuerza el veloz ritmo de la trama, con la protagonista teniendo que cambiar rápidamente de escenario mientras recoge ítems. El mundo de Raya y el último dragón se presenta ante nuestros ojos, además, en una etapa postapocalíptica por culpa de los Druun, que conduce a escenarios de lo más sugerentes.
Aldeas fantasmales, desiertos polvorientos, la presencia constante del clima como agente de cambio… el apartado visual de Raya y el último dragón no solo es impresionante, sino que añade hondura a la esquemática historia que cuenta. No importan las veces que se nos insista en lo mucho que el mundo depende de confiar en los demás; nada va a ser más ilustrativo de ello que una cuna vacía. O una hilera de personas convertidas en piedra.
Las imágenes de Raya y el último dragón atesoran un poder impresionante, que llegan a acercarla tímidamente con la producción Disney de carácter más experimental. Una sensibilidad que se daba en los años 30 y 40 —cuando la animación solo debía rendirle cuentas a la música, como ejemplifican Fantasía o las Silly Symphonies—, y de la que evidentemente hemos tenido más retazos en los últimos años. Pero nunca con tanto desinterés por buscarse una coartada narrativa o discursiva. Nunca tan consagrada al espectáculo.
Esta fascinación por las posibilidades lúdicas de la animación, que determina la propuesta de Raya de arriba abajo, se extiende al maravilloso cortometraje que la acompaña únicamente a su estreno en cines —Nosotros de nuevo, una declaración de intenciones desde el título—, a la presencia de combates de artes marciales y al memorable catálogo de personajes secundarios, proveedor de un sentido del humor que nunca abandona el film.
El nuevo título de Disney es una explosión de estímulos y un espectáculo de genuina belleza, canalizada a través de estampas tan delicadas como ese dragón —inolvidable Sisu, en la mejor línea del Genio de Aladdin— cabalgando sobre las gotas de lluvia. Y todo partiendo de una historia mínima, un cuento que contar junto al lecho y terminar justo a tiempo para que el crío se duerma. Pero es lo que tienen los grandes relatos: que el alcance de sus posibilidades es, por fuerza, inimaginable.