La tentación de tejer relaciones entre sus protagonistas y ella misma, aunque sea parte del artificio típico por conectar realidad y ficción de periodistas y lectores, aquí encuentra cierta base lógica en la que apoyarse. Moshfegh tiene su residencia en un campanario de Pasadena (California), llamado Casa de Pájaros, que compró junto a su marido, el escritor Luke Goebel. Él la entrevistó en 2017 en una serie especial para la revista Fanzine y dos años después se mudaron allí con dos perros, huyendo del entorno urbano asfixiante de su apartamento en Hollywood.
Se trata de una construcción con historia propia: el artista Hermann Koller le dio forma con propias manos durante años usando materiales sobrantes de otras obras. Una extravagancia que casa perfectamente con el carácter ambivalente y misterioso de la escritura de Moshfegh, aunque advierte que su aislamiento nace casi más por necesidad que por excentricidad: "Mi soledad procede de tener un monólogo interior constante, un tipo de mente muy ruidosa permanentemente. Pero no soy una persona fantasiosa en la vida cotidiana, tengo muy claro el límite entre la realidad y la imaginación. En lo que respecta a las cosas importantes de la vida, a los amigos, a mi familia, soy bastante práctica, una tauro: me gusta la disciplina, los límites, los plazos y tenerlo todo programado".
Como suele ocurrir con toda imposición, acaba por cumplir el objetivo que se propone: Moshfegh, después de pasar por episodios de adicciones en su adolescencia y juventud, decidió que se tomaría en serio la escritura y, desde entonces, hace ya siete años, parece haber trabajado sin descanso. En 2014 publicó McGlue, una nouvelle sin traducción en castellano; después un libro de relatos, Nostalgia de otro mundo (Alfaguara); también tiene en marcha dos guiones –uno para la adaptación cinematográfica de Mi año de descanso y relajación, su segunda novela, y otro junto a su marido–; pero sobre todo dice estar completamente enganchada a la producción de novelas: escribió las dos últimas al mismo tiempo y aún tiene guardada una nueva, escrita durante la pandemia. "Yo no sabía que era novelista hasta que escribí mi primera novela y pensé: tengo que hacer esto más frecuentemente. Escribir novelas es muy adictivo. Para mi, los relatos son muy difíciles, es una forma literaria muy satisfactoria pero muy complicada. El tema es que cuando empiezas a escribir novelas, todo texto puede convertirse en una. Por ejemplo, desde hace dos años estoy con un relato sobre un actor, sube y baja, y quizá se convierta en una novela".
El caso de la última traducción al castellano, La muerte en sus manos (Alfaguara) es quizá el que mejor evidencia cómo su método de escritura se desarrolla entre la autodisciplina y la compulsión: empezó la historia sin saber qué iba a ocurrir en la siguiente página ni cómo acabaría el libro; ella, como el lector de la novela, solo tenía una única pista: "Se llamaba Magda. Nadie sabrá nunca quién la mató. No fui yo. Ese es su cadáver".
La protagonista que encuentra estas palabras se llama Vesta, es una mujer viuda de 70 años, vive sola en una cabaña que anteriormente había sido un campamento para chicas scout y si única compañía, más allá de los encuentros puntuales cuando baja al pueblo a hacer la compra, es su perro Charlie. "Cuando empecé a escribir no conocía a Vesta, ni tampoco sabía cuál era su pasado. Comencé únicamente con la promesa de que iba a escribir mil palabras al día, pero decidí no planificar nada ni volver a releer lo que hacía. El proceso se prestó a una espacie de improvisación: Vesta podía ir revelándose a sí misma, sus observaciones, su narrativa y en última instacia, su investigación de este misterioso asesinato. Incluso considero que es una coautora del libro. Digamos que Vesta estaba a mi lado sentada y fuimos conociéndonos la una a la otra a lo largo de la novela".
Efectivamente, esta es la sensación con la que se queda el lector cuando se adentra en La muerte en sus manos: Moshfegh nos invita a participar en una investigación tentativa, no experta, y nos ofrece un ejercicio narrativo que cuestiona la estructura arquetípica de la novela de misterio, donde existe un crimen, una solución que se va desvelando y una verdad abosluta como premio final. En este caso, ni siquiera la pista original –el aviso del asesinato de Magda, lo único que conocen Vesta, el lector y la propia Ottessa– tendría por qué ser cierta. Pero es suficiente para que la protagonista diseñe en su cabeza una historia obsesiva, tan cruel como lúcida, sobre los posibles acontecimientos que han propiciado el asesinato de Magda. "En mi novela los misterios ocurren en la mente de una señora mayor que se está acercando a su propia disolución. Todo lo que sabemos de Magda es que existe en una nota de papel, no tenemos ninguna otra prueba de su existencia. A partir de aquí todo lo que sepamos de ella es una imaginación de Vesta: Magda es la protagonista de Vesta".
A medida que avanza la novela queda claro que para Moshfegh, a diferencia de Magda, la resolución del misterio no importa demasiado. Aunque la trama detectivesca inquieta y engancha, es poco más que un juego de espejos que la novelista utiliza para activar los resortes imaginativos de esa viuda de 70 años, cuya vida hasta entonces había consistido en mostrarse siempre sonriente, atractiva y complaciente: "Vesta ha vivido una vida cobijada junto a un marido que la controlaba, que no quería que tuviera imaginación, se sentía oprimida. En algún momento recuerda como él la mandaba a la cama con una pastilla si se emocionaba demasiado diciéndole que estaba desquiciada", explica Moshfegh sobre su protagonista.
"Sin embargo, Magda, la mujer de la nota, en esa invención de Vesta, no es un personaje idealizado, no ha tenido una vida fácil y sencilla, es una mujer fuerte y dura, independiente y trabajadora, vive al margen de la sociedad, ha emigrado y desertado. Se ha puesto en situaciones peligrosas, tanto, que acabó muerta. Es una rebelde. Lo que quería transmitir a lo largo del libro es que esa es la proyección imaginaria de Vesta con respecto a sí misma. Quizá ahora suene exagerado, pero creo que las mujeres de la generación de Vesta han tenido un papel así en la sociedad y una experiencia muy distinta a la nuestra en sus matrimonios".
El desarrollo de esta historia, sin embargo, no sigue un esquema típico de empoderamiento femenino ni persigue el autoconocimiento como un fin encarnado en la protagonista: Moshfegh, como en novelas anteriores, desgrana cierta neurosis femenina pero no llega a nombrarla como tal. No quiere hacerlo. Su pasión son las protagonistas obsesivas y encerradas en sí mismas: de ahí también uno de los motivos por los que se la asocia a sus personajes. En su primera novela, Mi nombre es Eileen, la protagonista vive y cuida de su padre alcohólico hasta que conoce a una misteriosa mujer y se ve envuelta en un crimen; y en la segunda, Mi año de descanso y relajación, estamos en la cabeza de una mujer que se automedica con todo tipo de ansiolíticos y antidepresivos hasta llegar a una especie de catarsis social, viendo en bucle como los aviones impactaron contra las Torres Gemelas un 11 de septiembre.
Y en ninguna de ellas, como tampoco ocurre en La muerte en sus manos, a pesar de lo que la premisa invita a prensar, se establece un diagnóstico sobre salud mental ni una serie de pasos para la salvación. "No me interesa demostrar nada ni argumentar algo concreto para convencer a alguien, lo único que quiero es representar un personaje ficticio, como un medio de autoexpresión, creo en las novelas como una forma de arte", expone Moshfegh.
Pero eso no significa que, confinada en su Casa de Pájaros, la escritora no se muestre conocedora del mundo que la rodea, ni que sus ideas y su vida personal no impregnen sus novelas. Por ejemplo, en cuestiones de medicación, Moshfegh cuenta con su propia historia: sufre escoliosis lumbar desde pequeña y eso la obliga a medicarse diariamente y escribir desde la cama. Sin embargo, lejos de la fantasía misántropa, de la resignación hastiada y de la romantización del aislamiento, sus protagonistas escenifican la importancia de seguir despiertas –imaginando, trabajando, luchando, resistiendo– aunque eso les cause dolor, heridas y cicatrices. Moshfegh no receta una vida anestesiada e insensible frente al mundo que nos rodea, sino que advierte sobre sus ambiguos peligros a través de sus protagonistas, que no tienen respuestas pero sí muchas preguntas.
"Creo que describimos muchas manías, estados mentales y emocionales, patologizándolos, utilizando un tipo de lenguaje concreto; y al hacer esto simplificamos el mundo porque así podemos afrontar mejor lo que sentimos nosotros y al resto de personas, pero no creo que sea la mejor forma de vernos y definirnos", concluye Moshfegh, cuando se le pregunta por la fiabilidad de esas protagonistas, ya que muchas parecen están rozando el límite de la locura.
"Todo el mundo ha sufrido algún tipo de dolor psicológico y, si no lo ha hecho, debería hacerlo al mirar todo ocurre en el planeta y en esta pandemia. Hay gente que toma Prozac y comienza a pensar que las cosas están bien, pero haciéndolo uno no participa en lo que está ocurriendo en el mundo". Aunque sea desde su cama, desde su campanario y desde la obsesión por mujeres misántropas y solitarias, Ottessa invita en sus libros a seguir participando del mundo, de sus relaciones de dependencia y azar, de sus alegrías y de sus desgracias. Porque si bien la suya no es exactamente una visión trágica de la existencia, prefiere el sufrimiento consciente a la indiferencia feliz. Y justamente porque la promesa de una vida indolora es tan atractiva, Moshfegh trabaja literariamente la frontera de esta experiencia, para seducir e inquietar, para ponerse a prueba y para desafiar todo ideal de autosuficiencia.