En su anterior ensayo, el escritor no tenía la intención de hablar de las virtudes de volver al pueblo a plantar un huerto, ni dotar de romanticismo al pasado o hacer filosofía de la forma en que elegimos vivir, sino poner en el centro del debate la convivencia entre territorios que se han ido distanciando y contribuir a ese acercamiento abriendo el diálogo, tomando la palabra y aterrizando un concepto, el de la España Vacía, que acabó por provocar a su alrededor un sinfín de remolinos y de polvaredas entre los que quedó difuminado.
Dice su autor en una entrevista con elDiario.es que en este texto hay un empeño por ser más serio y también más claro, más directo, un lujo que solo pueden permitirse los que, como él en esta ocasión, han perdido el miedo al encasillamiento y la interpretación. En términos coloquiales, al 'qué dirán'. "Sé que es algo que escapa a mi control", se explica. Y empieza la conversación con el mismo ímpetu esclarecedor que encara las páginas de su último libro.
El título del libro induce a engaño. No es un 'Contra la España vacía' sino más bien una reafirmación más extensa de 'La España vacía', una aclaración. ¿Qué entendimos de ese primer texto y qué quiso decir en realidad?
Sentía la necesidad de retomar algunos conceptos muy políticos que había dibujado de forma difusa y necesitaban un desarrollo más serio y pausado. No fue tanto el malentendido de los lectores como todo el ruido que se fue generando en torno al sintagma y al concepto, y cómo fue usándose como bandera, cómo se fueron añadiendo un montón de interpretaciones, algunas muy simples, y de eslóganes que tenían que ver con darle un parapeto a la lucha contra la despoblación y otros mas sofisticados que tenían más que ver con un retorno a la naturaleza vinculado con ciertas posiciones ecologistas o repobladoras.
Lo que se eludía y no estaba presente era el elemento de la vertebración de la convivencia, que para mí era lo importante de la España vacía y es lo que intento recuperar en este libro. Cómo el relato sobre la despoblación, o la constatación de esto como un rasgo particular en España, puede servir para crear unas señas de identidad democráticas.
¿Cuánto espacio ha dejado la barrera cultural a la acción política? Es decir, ¿hace falta, antes de meterse en barrena, un cambio de mentalidad para entender y colmar las necesidades de la España vacía?
Hay un terreno de discusión muy grande. Si logramos darnos cuenta y cartografiarlo, y sobreponernos al enorme ruido político que hay ahora mismo y que creo que no es representativo de las preocupaciones mayoritarias de mucha gente, sí podemos. Es necesario que lo pongamos por escrito y que nos identifiquemos unos a otros. Pero no es momento todavía para la acción política, es necesario primero que nos reconozcamos y que sepamos que estamos ahí, que no estamos solos y que no somos tan raros.
En el libro profundiza en las características de la política española actual, también europea e internacional, habla mucho de populismos y nacionalismos, y lo entremezcla continuamente con la nostalgia, algo muy emocional de lo que se nutren buena parte de esos discursos. ¿Hay algo rescatable de la nostalgia que no estamos sabiendo ver?
La nostalgia desde luego es neutra. La puedes usar de muchas formas: para el bien o para el mal, como cualquier otra cosa que tenemos a nuestra disposición. Los populismos y los nacionalismos la utilizan como un mecanismo catártico para simplificar el discurso social e inventar un pasado que nunca existió. Desde la idealización invitan a la sociedad a recuperar ese pasado. Y podemos darle ese uso, que está muy extendido, pero la nostalgia puede tener otras connotaciones positivas. En la literatura, por ejemplo, tiene un efecto catártico muy poderoso, sobre todo cuando no lo usamos a la grosera. La nostalgia no es solo un elemento paralizante, tiene mala prensa porque políticamente se ha abusado mucho de ella. Tenemos formas mucho más sutiles de abordar la nostalgia y mucho más sutiles finalmente para la convivencia democrática.
Pues hablemos de convivencia y del poder del diálogo para que ésta se dé, a todos los niveles. Dice en el texto que el diálogo requiere de un reconocimiento mutuo y de un cierto terreno común. Es muy fácil llevar esto a Catalunya. ¿Estamos cayendo en el error de empezar a construir un diálogo sin ese previo reconocimiento mutuo?
El reconocimiento lo facilitaba la construcción de la democracia liberal, que ofrece un terreno de encuentro para sentarse y debatir. Si hablamos desde fuera y rompemos el tablero y decimos que ese espacio no existe y que hay que inventar otro es cuando es imposible entenderse. Cualquier entendimiento pasa por la aceptación de que no hemos inventado otro foro mejor para el debate político que la democracia liberal, y si nos salimos de él es imposible reconocernos. Porque ahí nos reconocemos todos y podemos llegar a acuerdos y desacuerdos, y además el desacuerdo no tiene consecuencias negativas. Podemos estar en desacuerdo y sentarnos a la mesa a discutir con alguien, esa es la virtud de la democracia liberal. En el momento en que no queremos sentarnos en la mesa es cuando los problemas empiezan a aflorar.
¿Qué hacemos cuando el diálogo también es visto y aprovechado por los actores políticos como una concesión?
Hay que sentarse a dialogar, sí, pero es que hay muchos sitios para dialogar. Tenemos los parlamentos, que parece que los usamos para cruzarnos de brazos y mirar al escaño de al lado. Así no sirve para nada. Se intentan crear foros alternativos de mesas de diálogo porque no usamos los que tenemos. Tenemos incluso foros informales: prensa, sociedad civil, lugares de encuentro que no usamos. Para qué inventar nuevas mesas si ya tenemos un montón. ¿Por qué no usamos el parlamento para parlamentar?
Quizá tiene que ver con la importancia que se concede al simbolismo. Usted dice que deberíamos volver esos símbolos más asépticos.
Los símbolos tienen mucha importancia y precisamente por eso es importante hablar en el parlamento. Crear otras instituciones que no han pasado por la arquitectura institucional de la democracia, en un sentido amplio, no sirve. Si inventamos cosas paralelas estamos también hablando desde fuera de la democracia y creo que eso invalida las reglas del juego. Si la mesa de diálogo no tiene la misma representación que el parlamento no vale, quiero decir, no puede haber un representante por partido político porque no todos pesan lo mismo, no tienen el mismo peso social. Lo que aspiras en una mesa es que mi voz minoritaria resuene tanto como la mayoritaria, y no puede ser así en términos democráticos. Si quieres que sea representativa, no se entiende que estos diálogos se den fuera del parlamento.
Hablemos de los 'pijoprogres', a los que dedica un capítulo del libro. En ese concepto de 'pijoprogre' se enmarca usted y también a buena parte de la población que vive en una situación más o menos acomodada y con un compromiso político que se agota en eslóganes. ¿Podemos garantizar el futuro manteniendo el ritmo de vida que seguimos los pijoprogres, o es, en el fondo, contrario al progreso y a lo que pide, por ejemplo, el planeta?
El planeta no pide nada porque no tiene conciencia. Tenemos que desmitificar la relación religiosa de la Tierra como algo a lo que hacemos daño. Evidentemente hay muchas cosas que no pueden seguir igual, ya no solo desde una perspectiva ecologista, sino egoísta desde el punto de vista de Sapiens. Es obvio que el crecimiento capitalista, en el que estamos ahora mismo, lo que hace es agotar los recursos y llevarnos a la extinción haciendo que el planeta no sea habitable para nosotros. Al planeta le da igual, desapareceremos mañana y el planeta se regenerará y seguirá sus ritmos biológicos a su marcha, habremos sido una etapa más. Es un problema de auto-preservación, y es evidente que ahora mismo ha empezado un declive y que este modelo no se puede sostener mucho más en el tiempo.
Pero es que creo que ya está cambiando. Estamos viendo avances en el modelo energético, hay muchos síntomas en el mundo de que se está cambiando poco a poco. Probablemente sean medidas insuficientes, lentas, tardías y sin el alcance suficiente para frenar muchos desastres. No implicarán probablemente un cambio de vida en el que volveremos a ser cazadores recolectores, pero poco a poco sí iremos encontrando el camino porque somos una especie muy adaptativa y creo que hay un consenso mundial en el daño que a la propia especie le produce esto. No diría que soy optimista, pero no soy tan pesimista, creo en la capacidad de adaptación y creo que el Apocalipsis no se podrá evitar pero sí mitigar.
Dice en el libro que es ingenuo creer en el retorno a los pueblos o a vidas menos capitalistas, pero reivindica sin embargo la ingenuidad como una buena herramienta para empezar a construir (o reconstruir) algo.
Para poder pensar el mundo y compartir los pensamientos, la ingenuidad es una herramienta necesaria. El filósofo Javier Gomá tiene un libro que se llama 'La ingenuidad aprendida' y habla de su importancia. Yo también creo que es importante y a mí ahora me supone un esfuerzo intelectual ser ingenuo. No lo supuso cuando escribí 'La España vacía' porque tenía la idea de que a nadie le importaba lo que iba a escribir, y lo hacia con libertad. Ahora tengo que inventármelo, tengo que escribir fingiendo que no lo va a juzgar nadie porque si no, pensar en el qué dirán, condiciona lo que escribo. Eso es lo que llamo ingenuidad, intentar recuperar ese espíritu que me exige abstraerme de las reacciones que pueda provocar lo que escribo.
Hay muchas 'Españas vacías' si vamos más allá de los pueblos, casi podríamos llamarlas 'Españas olvidadas' o 'invisibles'. Habla de las dicotomías periferia/centro, pueblo/ciudad, ciudad de provincia/capital… ¿Pueden esos lugares olvidados ser el germen de una desigualdad que nos explote en la cara y que acabe erosionando la democracia?
Estamos yendo hacia allí y en muchos sitios ya estamos. Recojo mucho el pensamiento de un autor francés que entiende el mundo en términos de centros y periferias. No son conceptos geográficos en sí, sino que dentro del propio Madrid, por ejemplo, hay muchas periferias, y las hay también dentro del centro de Madrid. Pongo el ejemplo del edificio más poderoso del mundo, un banco, en el que hay banqueros pero donde también trabajan becarios o gente de la limpieza que son, en realidad, periferia. Hay una gran parte de España, fuera de Madrid, que está convirtiéndose en periferia, que no participa del debate político y que es una versión desleída y secundaria, un furgón de cola, del país. Hay muchas ciudades de provincia que se están convirtiendo en lugares que ya no cuentan para el día a día, ni en la agenda política ni en el discurso que vemos en los medios.
Soy de León y tengo además un pueblo de unos cien habitantes en El Bierzo. A día de hoy me preocupa más el futuro de León que el de ese pueblo, al que parece que hay gentes dispuestas a volver en una rotura total con su modo de vida y dedicarse al huerto y a la repoblación. Me preocupan las ciudades de provincia porque no tienen el atractivo nostálgico de un pueblo. ¿Son las grandes olvidadas de la España vacía?
Te preocupan bien. Ahí es donde está el verdadero problema demográfico, político y también democrático de España. León es un ejemplo paradigmático. La fuga de población, y sobre todo joven, que ha habido en los últimos años es brutal. Que tú estés aquí es un ejemplo de ello. Pero es difícil darse cuenta, porque luego vas a León y es preciosa, se come muy bien, la gente es feliz, hay mucho turista, todo el mundo presume de calidad de vida... Entonces es difícil porque tienes que mirar los números, las estadísticas: en el paseo esa sensación no se produce.
Hace 40 años, con la degradación urbanística que produjo el franquismo, en muchas ciudades de provincia la decadencia era palpable: no había universidades, no había turistas, los cascos antiguos estaban hechos un asco. Y ahora esa decadencia es invisible, tienes que estudiarla. Al no poder hacer una foto de esa decadencia es mucho más difícil que se perciba como un problema, lo que hace que se agrave más. Para cuando sea un problema visible habrá muchas cosas que no tengan solución.
Se visten de gala para los de fuera pero no hay una prosperidad real dentro.
Yo las llamo ciudades Potemkin, usando una historia de Catalina La Grande, que tenía su valido, el príncipe Potemkin, que era además su amante, y cuando iba recorriendo Rusia, como todo estaba despoblado, inventó unas ciudades de escayola, unas maquetas, que iba colocando a los lados que eran como pueblos rusos muy bonitos, para que cuando fuera pasando Catalina con su corte lo viera todo muy bonito. Ese concepto, que recupera Adolf Loos para hablar de Viena como una ciudad Potemkin, lo traslado yo también a las ciudades de provincia españolas, que se están convirtiendo en aldeas muy paseables, muy bonitas, pero que son bloques de escayola huecos por dentro en los que la vida dentro es muy difícil.
"Cuanta más gente sea capaz de vivir a su antojo y cuanto más diverso sea el repertorio de formas de vida, más fuerte y digna será la sociedad", sentencia en el texto. ¿En qué lugar nos dejan actualmente como país esas palabras?
Pues en un país que va poco a poco perdiendo esos espacios porque cada vez la vida es más homogénea. En un pasaje del libro digo que hay un momento en mis tantos viajes en el que todas las ciudades me parecen iguales y que me llego incluso a confundir, que no sé dónde estoy. Tengo un amigo que dice que donde más se nota la igualdad es en las casas de la gente. Ahora todo el mundo tiene la casa decorada de Ikea, así que entras en una casa y la sensación que te asalta es de que puedes estar en cualquier parte. Así que llevamos una vida cada vez más homogénea y nos parecemos más los unos a los otros, y eso empobrece la riqueza de una sociedad más compleja y más abierta.
¿Entonces no hay en España identidades irreconciliables?
Son fachada. Somos mucho más parecidos de lo que creemos. Un militante de la CUP de Vic y un señor de derechas de Burgos tienen mucho más en común de lo que creen. En realidad suelen ver las mismas series, discuten de las mismas cosas aunque desde puntos de vista distintos y sus vidas son más parecidas de lo que creen porque viven, en realidad, en un mundo muy parecido.
¿Puede ser la escritura, el periodismo, la narración, un vehículo para que esos diálogos se produzcan?
Tradicionalmente lo ha sido, de hecho. Cuando no es un periodismo de declaraciones o de trincheras sino que cuenta la vida de la gente, nos reconocemos en esas vidas ajenas. Y cuando conocemos la vida de los otros nos damos cuenta de que tenemos muchas cosas en común, algo que comparte con la literatura. El Quijote empieza a contar historias de gente normal y demuestra que esto es realmente un elemento muy democratizador. Al entender la vida de los otros nos resulta más difícil arrancarles la cabeza.