Ese día de 1961 consuma la fórmula propia que será decisiva en una parte de la historia de la pintura española y que sesenta años después le vemos practicar en la Puerta del Sol, una vista que le tiene obsesionado desde 2010 y que no es capaz de finalizar. 

Lo ha intentado en muchas ocasiones a lo largo de los veranos de estos once años y todos los intentos los conserva almacenados en su casa. La semana pasada volvió a plantar en el centro de la plaza el caballete y el lienzo que guardaba en la Casa del Reloj, la sede de la Comunidad de Madrid. La vista que está construyendo esta vez es hacia Canalejas y Carrera de San Jerónimo. Hubo otra que miraba hacia Arenal. Antonio necesita que la realidad asuma sus tiempos y se mantenga imperturbable. Sin embargo, el mobiliario, la calle, las fachadas y hasta los anuncios han vivido en continua transformación a lo largo de estos años. Lo único que no ha cambiado en todos este tiempo es él: al revisar las fotos y vídeos de sus visitas a Sol descubrimos que repite el mismo atuendo de camisa de rayas azules, pantalones cortos, alpargatas y una gorra roja del Museum Of Fine Arts de Boston. 

La otra cuestión que le hace fracasar una y otra vez en su intento es el fenómeno de fanatismo que despierta el pintor y que le atosiga en cuanto coloca sus pies en las marcas que ha hecho en el suelo. Esta vez alguien le acompaña para deshacer el grupo que lo rodea y le impide mirar mientras le graban y le hacen fotos para subir a Instagram. La pintura como performance, el pintor como ídolo.

En Youtube hay un vídeo en el que los curiosos se han acercado tanto para comprobar cómo lo hace que apenas le han dejado espacio para moverse. "Fue horrible", suele recordar de su primer intento. "Hacer la Puerta del Sol es una fijación que tengo y la tengo que hacer como sea. La tengo que hacer. No la quiero hacer de fotografía", explicó en 2012 en una charla de la Fundación Juan March. "Es una fijación. A mí Madrid no me gusta. No es una ciudad que me parezca bella o hermosa. Qué veo allí, en la Puerta del Sol, en ese espacio, es un misterio. Algo hay", añadió. 

Hace sesenta años en su pueblo natal, Antonio López descubrió que su estudio era la calle y la arquitectura la protagonista absoluta de sus visiones. La Gran Vía fue su estudio, a pesar del policía que le estuvo dando la murga durante varios días pidiéndole permisos. Hasta que se cansó y le dejó tranquilo. Lo empezó en el verano del año en que murió Franco y Enrique Gran –personaje inolvidable en El sol del membrillo– le acompañaba todos los días. El pintor llegaba tan pronto a la calle que se la encontraba vacía, casi fantasmal. "Píntalo, es real como una enfermedad". En la Gran Vía se confirmó lo que había arrancado en Tomelloso 14 años antes: la enfermedad era la obsesión por la realidad. 

Ese es el único tema de la pintura de Antonio López, como él mismo reconoce, el retrato de la ciudad en la que vive. De ahí que abandonase a la figura humana. La persona fue relegada. Lo importante era retratar el entorno, las habitaciones, la ciudad. La calle es lo que le obsesiona y él, que es muy poco amigo de grandes frases que no diga él mismo, repite una y otra vez la frase de Enrique Gran. La realidad es una enfermedad. Y, desde luego, la Puerta del Sol es una enfermedad que intenta dominar desde hace once años, pero nada. El artista que no tiene un vínculo con el mundo real domina su espacio, pero la realidad no se puede dominar. Por eso el pintor figurativo es preso del mundo real: pinta allá donde está el tema que le interesa. 

La idea de la enfermedad es una metáfora de la fidelidad o lealtad con la que Antonio López entiende el acto de pintar: estar con algo en la cabeza, algo a lo que vuelve constantemente. Y eso reconoce que le ocurre pocas veces. Pasó tres o cuatro años dibujando las habitaciones y el baño de su casa. Sabe lo que es llegar hasta el final, cueste lo que cueste. La Puerta del Sol es su ciega pasión, como dice Santiago Auserón en una de sus canciones, porque ha encontrado la relación privada e íntima con un espacio público que tanto busca. Allí se queda dos horas pintando, mientras la gente le rodea. Disfrutando de su concentración en el asunto.  

Pinta y documenta, como Velázquez. No es un pintor naturalista, como Sorolla. Y cuando el resultado no trasciende la realidad, se frustra. Maldita paradoja la de un pintor encasillado en el hiperrealismo que aspira a confundir la exactitud. Suele decir que copiar la realidad no basta, que tiene que pasar algo. En el cuadro, claro. "Copiar sin propósito es inútil y la fotografía lo hace mejor que tú", dice. Lo que desborda la realidad es la emoción. Por eso la realidad de Antonio López no es ni preciosista ni relamida. Es exacto y preciso, pero no miniaturista como Vermeer. Las suyas, sus manchas, son impresiones de color deshecho en una composición espacial extremadamente meditada. No es tan conciso como honesto, aunque ande con sus aparatos para medir la realidad y transportarla al lienzo.

Por eso el pintor que vive preso de la realidad detesta la fotografía para trabajar, por eso fracasó en el retrato de la familia de Juan Carlos I, en el que estuvo atrapado más de 20 años tratando de encontrar una solución a las carencias de la imagen fija en las que se tenía que apoyar para convertirlos en una familia real. Por eso los gestos son tan forzados y ellos tan hieráticos, como esculturas. Fue "un laberinto", una misión imposible para alguien que no trabaja desde la idea, sino desde el natural.

El secreto de la armonía del color si no lo tiene delante dice que es imposible conseguirlo y con las fotos no era capaz de llegar a los matices de los tonos rubios del cabello, por ejemplo. Aunque sus visiones sean inmóviles, congeladas y sin presencia humana, el pintor manchego le exige a su mundo que emocione. La familia real que te recibe cuando entras en Palacio Real, la del rey emérito, no la de Felipe VI, carece de emociones. Así lo reconoce él también. Ese es el fracaso de ese enorme lienzo, tan extraño y ajeno al pintor que mira con devoción la Puerta del Sol cuyo misterio es el de la obsesión que le mantiene vivo.