Oasis de impunidad se ha estrenado en España hace una semana en el Teatro Central de Sevilla, y en marzo y abril estará respectivamente en el Teatre Lliure y en el Teatro María Guerrero del Centro Dramático Nacional. Si bien esta información pudiera no parecer importante en este caso lo es. La historia de esta compañía chilena que fundó Layera en 2008 es también la del teatro latinoamericano y su relación con Europa. La Re-Sentida sufre un ascenso fulgurante desde que en 2014 estrenó La imaginación del futuro en el festival chileno Santiago a Mil y los programadores de los circuitos 'A' de Europa apadrinaron a la compañía.
Con esa obra en el que La Re-Sentida revisita sin remilgos y con actitud punk la figura de Allende, fueron al Festival de Aviñón y a la Schaubühne berlinesa. Allende pulula exhausto por el escenario, no entiende a los tecnócratas que le dicen que haga su discurso con fondo de reguetón y junto a dos niños rubios. Un niño sale a escena, es un niño pobre, real, la compañía pide dinero para sufragar la carrera del chaval, quiere ser médico. Un espectador se niega riéndose, en ese momento una bailarina desnuda le hace un baile y le dice llorando que si es necesario le masturba para que se meta la mano en el bolsillo y acoquine. La mujer de al lado del espectador se enfada, se levanta, empuja a la bailarina y se marcha del teatro. Teatro de la conmoción y el enfrentamiento, teatro que busca cambiar el mundo, batallar con las estructuras, huir del teatro burgués y de la indiferencia.
La última obra de La Re-Sentida que se vio en España fue Paisajes para no colorear, aplauso entregado de más de diez minutos en el Teatre Lliure, funciones en el Festival de Otoño de Madrid, el Gran Teatro Falla de Cádiz levantado y a los gritos… La obra, que estaba interpretada por adolescentes chilenas, contaba la humillación constante de ser mujer en ese país. Después de un trabajo de campo en las comunas de Santiago y de recoger cientos de testimonios, La Re-Sentida trasladaba a escena la situación de la mujer chilena y, más concretamente, de las adolescentes que se enfrentaban por primera vez con un sistema patriarcal todavía lastrado por años de fascismo y catolicismo acérrimo. Teatro posdramático donde el personaje se desdibuja en pos del intérprete y su capacidad de veracidad, teatro-testimonio y político donde estas mujeres, que además al ser menores son doblemente silenciadas, batallan y luchan por hacerse oír. Chile estaba en lucha y se notaba.
Justo mientras realiza su gira por España, el 18 de octubre de 2019, Chile explota. El billete de metro sube de precio, se forma una protesta indignada y de un día para otro todo está en cuestión. Chile no volvería a ser el mismo. Las funciones de Paisaje para no colorear acaban en puros mítines exasperados de las adolescentes, se levantan puños en los teatros españoles. Chile sufre y España se conmueve.
Desde esas funciones hasta el día de hoy han pasado en La Re-Sentida, en Chile y en el mundo, muchas cosas. La lucha en las calles de Chile, la posterior pandemia y lo que esta supuso de parón del activismo en aquel país, la caída del presidente Sebastián Piñera, la ilusionante subida al poder de Gabriel Boric, y el fracaso del plebiscito constitucional del pasado septiembre en el que esta obra no puede, tampoco, dejar de mirarse. Es en ese periplo que Oasis de la impunidad se crea. Layera consigue que la producción sea asumida de manera total por entidades europeas, pero trabajando desde Chile. Se lleva a cabo un gran laboratorio al que acuden más de 500 personas en Chile, Layera tiene en mente todos los cuerpos magullados, heridos, dejados ciegos, de las revueltas en su país, quiere indagar sobre “las condiciones sistémicas y los motivos individuales de las relaciones violentas entre un Estado y sus ciudadanos”. Del taller surgen las materias del trabajo y parte de los intérpretes de la obra.
La obra comienza en un museo, un vigilante, uniformado, pulula por el escenario, un gran cuadro con un fantasma preside el espacio. Quizá Pinochet. Los próceres se han convertido en fantasmas, entramos en un espacio simbólico, metafórico, que se viste de pesadilla. El vigilante se mueve como un autómata, de manera sincopada, pseudorrobotizado, alienado, sin ser dueño de sus propios actos. Este será el movimiento que regirá durante toda la obra. Pasarán así escenas donde estos seres se multiplican en número, tienen las orejas puntiagudas, parecen aprender a tirar del pelo del otro, a ahogarse, a inmovilizar. No llevan uniformes, nada los identifica con los pacos, como llaman a la policía chilena. La obra parece seguir un camino disímil a la otra gran pieza europea sobre los cuerpos represores del Estado, Bros, del italiano Romeo Castellucci. Si allí el realismo en vestuario, atrezo (los policías portaban porras y pistolas) y en las acciones de tortura y violencia era manifiesto, Layera parece optar por una estética diferente. Mas de película de terror, como si se tratase de nosferatus posmodernos. Nosferatus que despliegan coreografías cercanas a la danza.
Y quizá sea este uno de los problemas del espectáculo. Las coreografías no dejan de ser ilustrativas, cerradas en un código de movimiento limitado que después de más de una hora no da para más. Es ilustrativa la escena donde vemos a unos pijos, clase alta chilena, con jerseys al cuello, llevar ese movimiento robotizado al extremo mientras se embadurnan y beben kétchup como locos. El significado de la escena es claro, la metáfora es incluso de brocha gorda. El problema es que, si bien en esta obra se intenta trabajar con las poéticas del cuerpo, se intenta construir a través del cuerpo, el trabajo que con este se realiza es plano. Recordaba esta escena, por confrontación, a otra del creador argentino Rodrigo García, La historia de Ronald, el payaso de McDonald, una escena donde a Ruben Ametller lo embadurnaban de leche y otras sustancias de comida rápida. En ella, García trabajaba el cuerpo como materia y no como instrumento. Layera en cambio trabaja el cuerpo para exponer una tesis y además cuando se embadurnan de kétchup se hace de manera metafórica, nada cae, nada ensucia. Esto pasará en muchas de las escenas de esta obra donde, si bien Layera ha dejado a un lado el texto para acometer una dramaturgia desde el cuerpo, el resultado es más ilustrativo que poético.
Pero Layera no deja caer la obra en esta repetición plana y saca a relucir en el último tramo los recursos de su teatro. Un teatro que interpela al espectador y que en este montaje además coge la factura de las grandes producciones europeas. Escenas de un ciudadano convertido en Cristo, torturado por estos autómatas que se resguarda de manera clara en la estética de Los desastres de la guerra de Francisco de Goya, o el uso a la Castellucci de un cubículo transparente donde se simboliza a una sociedad encerrada en su propia fiesta democrática, hacen que el espectáculo gane en espectacularidad y fuerza. Ya no están los textos de La Re-Sentida, la palabra que ataca la conciencia política del público, que mitinea en muchas ocasiones. Layera se resguarda ahora en un teatro de la imagen que recuerda demasiado a la factura del teatro de vanguardia europeo.
La obra acaba en una escena que resume a la perfección la concepción del teatro de este chileno. A una mujer le traen el ataúd de su hijo muerto, ella llora, se desgañita, rompe el ataúd a puñetazos, dentro en vez del cuerpo de su hijo la madre encuentra arena. Los autómatas cogen a la madre, la torturan, la vejan y la portan al patio de butacas dejándola desnuda y muerta en una de las butacas libres. Allí se quedará hasta que se vaya el último espectador. La escena es maniquea, fácil, gruesa. La actriz interpreta justito el dolor de una madre ante la muerte de su hijo. Pero al mismo tiempo, aquella actriz, ahí abandonada en platea, desnuda, masacrada, inerte, mientras la obra continua, es de una fuerza abrumadora.
Este montaje abre varias reflexiones. El nuevo rumbo proeuropeo de La Re-Sentida y cómo, aunque Layera haya conseguido seguir investigando y produciendo en Chile con dinero que viene de fuera, su teatro está hecho por y para un circuito que poco tiene que ver con el cono latinoamericano. Abre también la reflexión de la espectacularidad en el lenguaje de las políticas del cuerpo. “Un cuerpo político ha de ser antiespectacular”, reflexionaba después del estreno un teórico mientras gran parte de los participantes y el público de este festival celebraba el triunfo de Lula da Silva en las elecciones brasileñas y una edición que llegaba a su fin. Y abre también la pregunta de las curadurías de los festivales europeos que miran a Latinoamérica, el peligro de admitir sin filtros un circuito existente entre el norte de Europa y América que tiene mucho de colonizador.