Marina camina desnuda por el escenario, débil, frágil, casi sin poder andar. Acaba de salir de una operación grave de espalda, ha realizado la creación de la pieza desde la cama. Le rodean cinco cuerpos espectaculares de bailarines. Coge un megáfono, el espacio va a negro, suena a todo trapo el Requiem for a Dream que Kronos Quartet compuso para la película de Darren Aronofsky. Marina dice, más bien grita: “Tengo el cráneo en las tibias, manchas en la piel, una pierna más corta que la otra, las vértebras sin aire, el hígado transpirado, las clavículas asfixiadas, el diafragma disperso (…) el hueso temporal ansioso, el cerebelo sumiso, la nuez obscena, el páncreas ermitaño, el oído taciturno, el monte de Venus en otro planeta, el ano autodestructivo, el hueso parietal desorganizado, el occipital angustiado, el glúteo menor perverso, el mayor obsesivo, el corazón escéptico, el esfínter asesino…”. Vuelve la luz al escenario, sigue la música, los bailarines se desgañitan en una danza extrema, hiperfísica, hasta la extenuación.
La escena acaba, Marina dice al regidor de la sala: “Ponelo otra vez y que improvisen”. Los bailarines obedecen mientras la bailarina grita “fuck me” y se golpea el sexo repetidamente. Estamos dentro, en el meollo, del teatro de esta creadora nacida en Buenos Aires en 1984. “Esta obra es una venganza hacia los hombres. Siempre las mujeres tuvimos que ser condenadas por feas o por lindas, nunca se nos valoró por otra cosa. Por eso en la obra mi rol es de dominación, de colonización de esos cuerpos. Pero es un rol contrario al del hombre sobre la mujer, está hecho desde la fragilidad. La dominación en lo femenino siempre ha tenido que ver con tener que estar fuerte, tener buen culo, estar buena. En esta obra es al revés, desde un cuerpo frágil, nada poderoso, se llega a dominar, esa es la venganza”, declara Otero a este periódico.
La escena mencionada recrea otra de una obra anterior, Andrea (2012), la primera creación de Otero. Con ella comenzó un proyecto que llega hasta hoy. Un proyecto inacabable donde esta creadora se pone en el centro. Marina lleva años en la escena independiente de Buenos Aires proponiendo una escena donde reina el cuerpo de manera extrema, dolorosa, en los límites, de ahí la grave lesión. Basta ver el video de Andrea y el baile de caídas para entender el grado de violencia ejercido sobre el propio cuerpo en la danza de Otero.
Pero al mismo tiempo, su propuesta es la de un teatro de corte biográfico, en los márgenes de lo que hoy entendemos como autoficción: “Esta obra es parte de un proyecto eterno en el que yo soy mi propio objeto de investigación: más que nada porque me gusta que se hable de mí… Y si no hablo yo, ¿quién va hablar…? ¿Quién va a ponerle el cuerpo a mi causa narcisista sin ver un mango? ¿Qué cuerpo se va a comprometer a contar mi vida hasta la muerte? Solo el mío”, dice Otero en un momento de la obra. Teatro hecho desde el dolor, buscando la luz que nace de la destrucción de uno mismo, de saber que todo acto de escarnio de lo propio es también el deseo de ser amado, consolado. Camino estrecho, solitario. Un camino que Otero nos muestra desde la distancia de una persona rota, adulta, que mira su infancia cuando hacía bailes y coreografías en casa de su abuelo y se mira ahora después de tantas guerras, de tantos años ofreciéndose en escena, de intentos de suicidio, de luchas contra todo, de haber odiado lo fácil y lo amable como si fueran traiciones. Un camino que, al mismo tiempo que muestra la fuerza de la rabia, tiene la capacidad impúdica de decir en un momento: “Miren cómo estoy. Quedé dura y no de merca, esto es pura tensión por el esfuerzo de querer agradar. Lo único que quiero es que me quieran, porque yo no me quiero”.
Comienza la obra con la canción Yo te amo sonando, uno de los grandes temas de Sandro, ese espécimen autóctono de la Argentina que es como un cruce entre Nino Bravo y Elvis. Una figura que, si bien en España no es tan conocida, allá es puro talismán. Sandro cruza generaciones, desde los sesenta hasta comienzos de este siglo en el que el cantante siguió dando conciertos pegado a una bombona de oxígeno. Fue un animal escénico excesivo, al que se le tildó despectivamente como “música grasa” (hortera) pero que cuenta con temas llenos de hondura y de alta composición melódica. Un buen ejemplo es ese Yo te amo.
Hay obras de teatro que se adhieren a un tema musical de manera definitiva. La canción reina en la obra y al mismo tiempo la obra va descubriendo las capas de tristeza que esta contiene. Se retroalimentan. Esto es lo que pasa en esta extraña pieza de Otero. Una obra que no es perfecta, que tiene ciertos bajones en alguna de sus escenas, pero que Otero va conduciendo con mano firme hacia un final tan hermoso como triste. Un final donde reina una melancolía que es al mismo tiempo tragedia. Otero allá se vuelve reina mellada, el público ve a alguien que lleva años ofreciéndose al mismo tiempo que dañándose, ve a una argentina que le pusieron de nombre Marina porque su abuelo fue suboficial de ese cuerpo, posiblemente el más represor de la dictadura de aquel país, “mi nombre es un ancla que cargo”, dice en el espectáculo. Su cuerpo carga las historias propias y las de su familia. El público asiste a la escena final de una maîtresse con sus fieles a su disposición, la venganza se ha consumado, sigue sonando Sandro, el aire se carga de una soledad densa, de una pesadumbre que Otero sujeta con unos hombros distantes y con toda la belleza que la tristeza es capaz de dar.
Fuck Me es la pieza de gran formato que permitió a Otero ampliar horizontes. Con ella se le abrieron América Latina y Europa. Se estrenó en el Festival Internacional de Buenos Aires antes de la pandemia. Era la primera vez que contaba con dinero para producción. Antes, obras como Andrea o Recordar 30 años para vivir 65 minutos (2014), se hicieron a pulmón, en un Buenos Aires imposible, dando más de diez clases de pilates al día y encontrando huecos para poder investigar, ensayar. Con Fuck Me, todo cambió, artículos que la tildaban como la bailarina punk, invitaciones a Chile, a Francia.
Llegó entre medias la pandemia, Otero no sabía como proseguir- “Siempre me es muy difícil despegarme de la obra anterior, más de Fuck Me, hay obras que son reveladoras, obras que marcan un antes y un después. Esa pieza me cambio la manera de pensar, de sentir, de ver el mundo”, confiesa Otero. Y se decidió por el contraste. “No quiero mirar al público”, le dijo al dramaturgo Martín Flores Cárdenas con quien decidió trabajar para la nueva pieza. “Tampoco hablarás”, le contesto él. Así comenzó, entre charlas y comidas en plena pandemia, la creación de Love Me, una pieza deslumbrante, pequeña, antiespectacular y con texto rizomático y de gran tensión dramática.
La propuesta de Love Me es nítida. Durante tres cuartas partes de la obra, Otero estará sentada en mitad del escenario. No mirará al público. Si en Fuck Me reinaba la palabra dicha, gritada, actuada, en esta nueva pieza lo hará el silencio. Ahora, que después de la lesión Otero ya puede bailar, decide quedarse como un reptil, quieta, sin hacer. Todo el texto será proyectado, con ritmo lento, cadencioso, facilitando la lectura del público, un ritmo que será el metrónomo emocional de la pieza. Al final, Otero, ya recuperada de su lesión, bailará. Un baile punkarra, entregado, al límite de la expresividad, un baile que es pura actitud antes que forma. La creadora consigue en Love Me la conjunción de un pieza sobria, geométrica, cuasi perfecta, con la de un discurso veraz, auténtico, a pesar de lo difícil de esta palabra, que se sustenta en un texto de gran calidad formal.
El texto de Love Me es un texto de capas, autorreferencial al mismo tiempo que reflexivo, analítico, un análisis por refracción y asociación donde Otero habla desde su presente. A oscuras, Otero va desnudándose, reflexionando sobre su incapacidad de amar, sobre su trabajar siempre desde el dolor, sobre su historia familiar llena de violencia y que ella hereda. Cuenta en silencio su decisión de venir a Madrid, de ser migrante por una vida mejor pero también huyendo de su propia violencia, de sí misma.
Y ese texto biográfico se va uniendo con reflexiones sobre el mercado, sobre el venderse como latinoamericana en Europa. Se reflexiona sobre el sentido de su teatro, de trabajar con su propia vida, de venderla. “Aprovecho que está de moda hablar de la colonia y me hago la pobrecita”, dice con el temple de la incorrección. Otero va uniendo temas: mercado, exposición, migración, movimiento, danza, violencia, amor… Y en el fondo de este texto Otero habla de una persona que siempre trabajó desde el dolor, que no conoció la calma, que nunca amó, que quiere ser amada y quiere con ese nuevo cuerpo después de ser operada aprender a bailar sin romperse. Aprender a trabajar sin partir de la violencia. Vida y obra son inseparables, “si no bailo, la ira me va a destruir”, dice el texto.
Así, paradójicamente, o no tanto, Otero bailará un tema de un asesino, del cantante de un grupo de rock argentino, Intoxicados, de 'Pity' Álvarez, que después de matar de un disparo en trifulca callejera a otro ser humano dijo a la prensa: "Yo fui el que disparó. No vengo a declarar. Vengo a decir lo que pasó. Lo maté porque era entre él o yo. Cualquier animal haría lo mismo". Después de un texto hermoso, de redención, de reflexión cartesiana y poética que quiere fundar otra relación con su cuerpo y con el teatro, Otero baila como un animal, entregada. Bailar en el extremo buscando la calma, bailar lo todavía no conquistado. Ese es el baile de Otero.
Llega a Madrid una dama con el corazón en la mano en busca del origen de su dolor, con voluntad de renacer y al mismo tiempo de no cejar. Cuando se le pregunta si podrá trabajar alguna vez sin partir del dolor, con los ojos brillantes dice: “Ojalá, ojalá que pueda, pero no sé si es posible”.