El director rumano Cristian Mungiu, autor de aquella obra maestra llamada 4 meses, 3 semanas y 2 días, donde habló del aborto clandestino en la época de Ceaucescu, leyó una noticia que se convirtió en asunto nacional y vio que ahí había material para una película. “Era una pequeña aldea con una comunidad húngara muy potente. Eran muy tradicionales y querían mantener sus costumbres, su religión... y por lo tanto no estaban abiertos a nuevas ideas y desde luego no a la comunidad de extranjeros. Ellos protestaban porque había una panadería real que quería contratar a trabajadores extranjeros y ahí es cuando se montó el follón”, contaba del origen de su película en el pasado Festival de Cine de San Sebastián.
RMN, que así se llama el filme en un título que puede hacer mención a Rumanía, pero también a las iniciales de una resonancia magnética, es una de las grandes películas europeas de 2022 y muestra de nuevo el talento de Mungiu para hacer, precisamente, una resonancia a la Europa actual, cada vez más racista. El filme alcanza su clima en una larga escena en plano secuencia. Una asamblea donde se debate qué hacer con los inmigrantes.
“Hubo ese debate. Esa asamblea ocurrió de verdad y alguien la grabó y la colgó en internet y, de repente, se hizo viral y saltó a los titulares, no sólo en Rumanía, sino en toda Europa. Hasta el primer ministro de Rumanía tuvo que intervenir. De hecho, había gente que quería esconder a esos trabajadores extranjeros porque pensaban que les iban a linchar y otros querían ayudar a la panadera. La historia me atrapó, pero dejé que pasara un año antes de escribir la primera versión del guión, incluso fui a conocer esa comunidad para documentarme y hablar con la gente real. Al final la historia está basada en un hecho real, pero hay parte de ficción”, puntualiza. La diferencia principal es que Mungiu añade matices y grises. Quería que “esa intolerancia y xenofobia no estuviera asociada a un grupo étnico concreto, sino que estuviera presente en todos lados y que se viera que es una situación que se podría reproducir en cualquier parte del mundo”.
En esa búsqueda de complejidad, el director rumano introduce también aristas a los personajes que defienden a los inmigrantes, movidos en ocasiones por motivos egoístas. La dueña de la panadería aspira a una subvención de la Unión Europea por integrarles, mientras que los que les acogen en su casa son los primeros en decir que se vayan porque no quieren que les salpique lo que se empieza a cocer en el pueblo. “Hago películas inspiradas en la realidad y para mí es muy importante que los personajes sean realistas en ese sentido, que no sean personajes en blanco y negro. Hay momentos en los que toman decisiones que son buenas y hay otros momentos en que son decisiones egoístas. En realidad todos nosotros somos así. No somos tan racionales como para poder siempre tomar la decisión adecuada”.
Para él esta película, además de hablar del auge de la extrema derecha, lo hace sobre “el conflicto que hay entre el individuo frente al grupo”. “Al final ese es el problema que hay cuando pierdes la identidad y te conviertes en parte de un grupo simplemente para contentar a la mayoría y renuncias a lo que piensas realmente. Eso muestra también cómo la democracia está cansada. Siento que es el final de la democracia como la conocíamos, porque si no te tomas el tiempo de instruir o educar a la gente, no tiene sentido preguntarle su opinión sobre cosas de las que no están bien informados”. En la película se enfrentan los sentimientos “oscuros, impulsivos y violentos, el impulso de supervivencia a cualquier precio, frente al lado más humanista, empatizo y generoso que todos tienen”.
Tiene clara la función del cine, y no es dar la razón a los espectadores, sino confrontarlos con lo que no quieren mirar, “hablar sobre temas sobre los que la sociedad no quiere hablar o sobre los que hay un tabú”. “El no hablar de ciertas cosas no significa que no existan. Al final, si queremos cambiar algo de verdad, hay que hablar de estos temas. Ahora parece que este tema de la corrección política no se pueden expresar ciertos pensamientos, pero eso no significa que esos pensamientos no existan o que no hablar de ello no modifique el pensamiento de las personas. Y luego pueden surgir sorpresas, como en las elecciones italianas, o como el Brexit. De repente te das cuenta de que la gente pensaba así, pero no has escuchado esas opiniones. En vez de negarlas, lo que hay que hacer es entender esos pensamientos para que de verdad pueda haber un cambio real y profundo”, zanja.
La película termina con una escena que roza el surrealismo, con unos osos amenazantes que uno no sabe si son los racistas del pueblo disfrazados, una metáfora del miedo o simplemente un recurso estético que Mungiu se niega a explicar: “Nada en el cine tiene solo una interpretación o precisa una traducción. El cine no tiene que ser explícito, tiene que buscar un equivalente visual para mostrar los pensamientos y cosas abstractas. Yo quiero mostrar esa dualidad, en ese final algunos ven animales, otros ven personas, otros el miedo del personaje… Lo importante es que se transmita que ese personaje está un poco entre dos mundos, entre su parte animal, y su parte más humanista”.