Durante un tiempo, el cine ‘indie’, el cine de bajo presupuesto o el hecho en los márgenes parecía que debía tener cámara en mano. Ser sucio. Que se notara el grano, que la fotografía fuera gris. También temáticamente hemos visto cómo en los últimos años asuntos que hasta ahora no se habían tratado, como el campo o la maternidad —en este caso gracias a la reciente gran presencia de mujeres—, se repiten en un cierto segmento de la producción de cine en nuestro país.
Por eso, hay que celebrar siempre aquellas miradas que se atreven a ir por otros derroteros, y cuando son tan especiales y únicas como la de Eduardo Casanova mucho más. Lo demostró con su ópera prima, Pieles, un cuento perverso sobre lo que significa ser normal envuelto en un papel de regalo rosa. Un filme que tenía brochazos de genialidad y un punto provocador que venía bien para revolver y sacudir al cine más acomodaticio. Más cuando su director había adquirido la popularidad gracias a una serie que veía cada semana seis millones de personas. Casanova podría haber vivido de la interpretación, aprovechando el rebufo de Aída, pero decidió que quería contar historias que otros no se atrevían, y que además quería hacerlo de una forma en la que no se contaban.
La confirmación de que Casanova sigue siendo necesario y sigue sacudiendo el cine español es La piedad, una película que lleva años desarrollando y que por fin llega a los cines. De primeras, lo que deja claro es que tiene un universo propio. Sigue presente el rosa constante, pero pule sus formas y consigue de nuevo una fábula oscura y terrorífica sobre las relaciones tóxicas, especialmente la relación más tóxica que puede haber: la de un joven con una madre. Una relación edípica de control, manipulación y cariño mal entendido que pone los pelos de punta.
La mezcla de La piedad —cuyo nombre hace referencia a la mítica imagen de la Virgen María sujetando el cuerpo de Jesús— es un cóctel molotov. Comedia negra, terror, drama y una trama secundaria que vincula la relación tóxica entre madre e hijo con la que tenía el pueblo de Corea del Norte con el dictador Kim Jong-il, padre del actual líder norcoreano, Kim Jong-un. Una relación que puede chirriar en un principio, pero que Casanova consigue justificar y hacer que encaje en su mezcla inclasificable.
No es una película fácil. Quienes no se sintieron llamados por el estilo excesivo y recargado del director en Pieles, huirán en las primeras escenas. Quienes, en cambio, quieran ver las formas de un director que se aleja de lo que se ve normalmente, encontrarán argumentos más que de sobra para defender la película. Casanova sabe que su propuesta es un salto de suicida, y por eso ajusta la duración. La piedad dura lo que tiene que durar, y funciona como experimento estético y temático. Como campo de pruebas del universo propio del creador.
La piedad no sería lo mismo sin el compromiso radical, salvaje y total de sus dos actores protagonistas. A Manuel Llunell le intuimos el talento en Malnazidos, donde era el soldado virgen y patoso. Aquí ofrece una interpretación en carne viva de la que muchos saldrían mal parados. Él confirma que aquí hay actor para aquellos papeles que requieran riesgo y entrega. Luego está lo de Ángela Molina, una estrella que ha trabajado con los mejores directores de la historia del cine español, y que aquí se lanza directamente al vacío con la segunda película de un joven director que además le ofrece un papel desagradable y excesivo que ella convierte en un polvorín. Su voz, sus gestos, su forma de paladear las frases, son una muestra más del talento y de la fotogenia de una actriz única.
Habrá que seguir atentos a cómo evoluciona la carrera de Casanova, que camina hacia una filmografía lejos de cualquier moda y marcada por sus obsesiones temáticas y estéticas. Un cine que también demuestra la salud de nuestra industria, capaz de levantar obras que no se han creado para contentar a las masas, sino para ser un golpe en la mesa.