"Por fin se abría al mundo un proyecto de muchos años, de muchas tormentas; un proyecto por el que habían transitado erizos y caracoles, un proyecto que latía como una mariposa de luz bajo la almohada de la constancia, la desobediencia y la libertad". Con estas palabras hablan de Jarrón y tempestad los mediadores de un encuentro sobre lectura compartida, recuerdo y homenaje, que llega a través de un libro publicado el pasado noviembre y presidido, ahora, por los coetáneos de la autora: Jordi Doce, Alexandra Domínguez, Juan Carlos Mestre, Raquel Moreno, Miguel Ángel Muñoz Sanjuán, Mario Obrero, Luz Pichel, Carlos Rod, Ada Salas, María Salgado, Ángela Segovia y Emilio Torné.
"La escritura no es verdad o mentira, es honesta, y Guadalupe es profundamente honesta". Mario Obrero, una de las joyas de la poesía joven de hoy, describe con una pureza revelada, en sus ojos todavía vidriosos tras el encuentro, lo que es la despedida de Grande: "Despedida es dejar de pedir cosas. 'Lupe' deja de pedir cosas en un mundo que acapara para dar. La despedida, por eso, viene seguida de una forma de entrega, de una apertura a lo que da y a lo que nos brinda". Dice que Grande fue una poeta de un mundo acostumbrado a pedir, a retener y a poseer, y por eso "empieza un camino completamente opuesto: dar a los erizos su hotel, dar a los jarrones su tempestad y darnos a nosotras, creo, un discurso necesario que está bajado de todos los púlpitos". Grande llega con grandes micrófonos a la conciencia del país.
Hacía mucho que Grande estaba aquí, presente, en el lugar de la literatura de la nueva era. Hija de los poetas Félix Grande y Paca Aguirre, dos Premios Nacional de las Letras Españolas —en 2004 y en 2018, respectivamente—, Guadalupe había publicado los libros de poemas El libro de Lilit (Renacimiento, 1995), La llave de niebla (Calambur, 2003), Mapas de cera (Poesía Circulante, 2006) y Hotel para erizos (Calambur, 2010). Hasta días antes de su muerte, trabajaba en la poesía que hoy, "como un regalo" —dice Carlos Rod, editor de La Uña Rota y encargado del proyecto—, toma la forma de un libro póstumo imprescindible para acercarse a la más eficaz intimidad del poema.
El tránsito en su escritura es claro: hacia la honestidad. 'Lupe', como la llaman todos los que la conocieron, transformó con el tiempo su escritura en un alegato por la desobediencia técnica y léxica, pero también emocional. Siempre sin respuestas y siempre con muchas preguntas, la poeta hablaba de la vida misma: la familia, la escritura, el amor, la despedida. Con un impacto político detectable en su obra, la nieta del pintor republicano Lorenzo Aguirre, ejecutado a garrote vil por la represión franquista, también tiñó sus versos de justicia, de historia y de la posibilidad de cura para la herida abierta.
Año y medio después de su muerte, Rod se entera, a través de Luz Pichel y Juan Carlos Mestre, que Grande deseaba publicar su trabajo en la editorial. Los poemas estaban escritos, pero quedaba todo lo demás. "Guadalupe llevaba ya tres o cuatro años con este poemario, así que creo que, del resultado final, hubiera cambiado pocas cosas. Pero quizás lo hubiera rematado. Ha sido un trabajo complejo de edición porque el poemario es muy difícil de maquetar y de editar por toda la puntuación tan endiablada que tiene y por la arquitectura de los versos de sus poemas", explica el editor. "Un trabajo arduo, pero fabuloso. En cualquier caso, una responsabilidad. No nos dejamos de preguntar si a Lupe le gustaría", admite.
Lo que deja Grande es la inmensidad. Para muchos jovencísimos poetas que beben de la escritura contemporánea, Guadalupe es la maestra de la honestidad. Obrero reconoce en la madrileña de Chamberí un espacio de instrucción: "Paca Aguirre, su madre, hablaba precisamente en un libro de los 'maestros cantores' como aquellas acompañantes generacionales o atemporales que van de tu mano. Para mí, Guadalupe es una maestra cantora. El primer libro que publiqué fue en la Universidad Popular José Hierro, una institución libre de enseñanza que Guadalupe tuvo en la periferia durante muchos años y con muchas trabas burocráticas e institucionales, y premió ese primer poemario".
Pero de Grande también aprendió su escritura sin puntuación, sin trazos ni artilugios de la formalidad; aprendió de su franqueza léxica bárbara y de su veracidad emocional extraordinaria. "Guadalupe Grande es lo que podría haber sido este país", revela Obrero: "Es la reminiscencia aún de toda la deforestación cultural, intelectual y pedagógica que hemos venido sufriendo en las últimas décadas del último siglo. Guadalupe Grande podría ser la Institución Libre de Enseñanza, podría ser Cossío, podría ser una Justa Freire de nuestro siglo".
"Es una herencia de escucha". Carlos Rod habla de Grande como esa figura que fue capaz de atender "las últimas tendencias de la poesía liderada por mujeres". Voces como la de María Salgado o Ángela Segovia, que forman parte del encuentro leyendo alguno de los poemas del libro de Grande, impregnan a su vez la poética de la autora "que supo incorporarlas a su propio trabajo". Precisamente esa particular escucha "de las nuevas sensibilidades", cuenta Rod en una conversación con este periódico, es lo que deja hoy: "Nos toca aprender a escuchar".
Pero su legado también es la responsabilidad hacia la rebeldía, la rebeldía "con el lenguaje, con el discurso, con lo instaurado e incluso con lo no instaurado". Lupe no es la poeta de la comodidad, dice Obrero. "Todo lo que, aunque sea bello como un ópalo, parezca cómodo, no ha de estar en el discurso de la poeta", apunta. Y no lo está, por supuesto, en Jarrón y tempestad. Toda la obra de Grande es, de hecho, "rizomática y rizomatosa", asegura Mario, y quizás en eso mismo reside la verdad.
Lo que queda de este libro es "una conversación pendiente", sostiene el joven poeta. Para todo lector que no haya tenido la oportunidad de conocer a Guadalupe, encuentra en estas hojas "una conversación muy íntima con ella, como se tendría en las panaderías, como se tendría en las librerías donde Paca Aguirre, en los años de posguerra, leía libros y decía que eran una prenda de abrigo marrón y tempestad". Igual que aquel verso de su madre, el poemario "es también una prenda de abrigo".
En el estrecho espacio entre el escenario y los asientos, con el fondo del último montaje visual en el que trabajó Grande, el eco atrapa las palabras: "Como descenso por la flor desapacible / todos los equipajes / más ligeros que la eternidad de las víctimas / se dispersan en el mar de los astros de lana verde. / Las fronteras, la trompeta arcaica, el río circular / los veloces juguetes de la felicidad, sobre todo / la unidad del error. / Todo menos frágil que la eternidad de las víctimas". La eternidad, ahora, en la despedida.