De formación anglosajona sabe combinar la erudición académica con la divulgación cultural en un libro que repasa un asunto controvertido como es el papel de los intelectuales en la política y en la sociedad españolas. Jiménez Torres concede especial atención a los dos periodos del siglo XX en los que los intelectuales tuvieron más protagonismo, como fueron el periodo republicano de los años 30 y la transición democrática de los 70 y 80. El autor no duda en afirmar que “las dictaduras de Primo de Rivera y Franco siempre odiaron a los intelectuales”.
El hilo conductor de su libro se refiere a la dificultad de definir qué es un intelectual o qué rasgos caracterizan a un intelectual. ¿Usted se considera, por ejemplo, un intelectual?
Después de escribir un libro donde destaco la ambigüedad y la polisemia de la palabra, resultaría muy contradictorio que me definiera como intelectual. Ahora bien, a partir de la idea de alguien cuyo trabajo es estudio e investigación, podríamos utilizar el término en mi caso. Pero mientras tengo clara mi función como profesor frente a los alumnos o mi función como autor frente a los lectores, dos dedicaciones muy concretas, introducir la palabra intelectual no añade nada a lo que hago. No existe, pues, una definición de consenso. Al mismo tiempo se trata de un concepto incoherente. Por ello entre las citas del libro incluyo una de la película Amanece que no es poco (José Luis Cuerda, 1989) donde, en el tono surrealista del filme, un labrador afirma: “Yo es que he pensado que a mí también me interesaría ser intelectual. Como no tengo nada que perder…”.
¿Por qué existe esa ambigüedad tan grande sobre el concepto de intelectual? ¿Por qué le atrajo para escribir un ensayo?
Algunos conceptos amplios y polisémicos suelen ser ambiguos. Por ejemplo, la libertad. En cualquier caso, el tema me interesó mientras estaba preparando mi tesis doctoral en Inglaterra sobre la figura de Ramiro de Maeztu, que escribió mucho sobre los intelectuales. Eran los años inmediatamente posteriores al 15-M, movimiento que criticó con fuerza a los que llamaban intelectuales del régimen del 78. Entonces me di cuenta de que la palabra intelectual estaba presente en el espacio público con un siglo de distancia entre Maeztu y los indignados del 15-M.
Su interés por la historia cultural y su formación en el Reino Unido, ¿influyeron para abordar ese tema en España?
Es cierto que me influyó un libro sobre los intelectuales británicos escrito por Stefan Collini, un profesor de Cambridge. En su ensayo mantenía que los intelectuales británicos nunca habían sido tan decisivos ni tan influyentes en la sociedad como los franceses. Esa actitud la calificaba Collini como la tesis de la ausencia. Cuando me puse a pensar en el caso español, observé que había aquí opiniones parecidas. Pero en nuestro país somos más proclives a una tesis de inferioridad, de irrelevancia, con respecto a Francia. No obstante, cabría concluir que Francia no es la norma, sino la excepción, en lo referente a un gran protagonismo de sus intelectuales.
Tendemos a valorar que en algunos periodos, el rol de algunas figuras intelectuales ha sido importante a la hora de cambios sociales. Por poner dos ejemplos: ¿Unamuno fue un personaje influyente en la década republicana? ¿Vázquez Montalbán fue un periodista y escritor clave en la Transición?
Está claro que las dos personas que cita tuvieron influencia en esas épocas. Sin embargo, la madre de todas las dudas radica en cuánto influyeron. Es algo, por supuesto, inverificable. Sea como sea, creo que la influencia de un personaje como Miguel de Unamuno no fue una condición suficiente para provocar un cambio de régimen, ni mucho menos. Siempre se cita el famoso artículo de José Ortega y Gasset en El Sol, El error Berenguer, como el texto que derribó a la monarquía. Pero de ninguna manera llegó la República como consecuencia de ese artículo. Sin ir más lejos un sindicato como la UGT, con millones de afiliados, o un líder como Francisco Largo Caballero pesaron mucho más en aquel cambio de régimen.
¿Podríamos decir que la República significó el periodo de auge de los intelectuales, cuando muchos de ellos ocuparon el poder? ¿Líderes como Manuel Azaña, Fernando de los Ríos o Juan Negrín simbolizaron ese momento de esplendor?
Digamos que ese acceso de algunos intelectuales a puestos en el Gobierno se produjo en un momento muy concreto de cambio de régimen. Conviene remarcar que ellos formaban parte de una élite previa a la caída de la monarquía. De todos modos, tampoco fueron aceptados unánimemente y ese auge coincide, por otra parte, con una mayor virulencia de los discursos anti-intelectuales.
¿En ese sentido, podríamos afirmar que las dos dictaduras del siglo XX fueron los regímenes más hostiles contra los intelectuales?
En España las dictaduras siempre odiaron a los intelectuales. La edad de oro de esa persecución la encontramos en la dictadura de Primo de Rivera, entre 1923 y 1930, y en el primer franquismo. Cabe recordar que los militares sublevados en 1936 culparon siempre a los intelectuales de haber traído la República y de haber provocado la guerra. De hecho, estigmatizaron a ese colectivo. Pero no conviene perder de vista que el discurso anti-intelectual no solo estuvo instigado por las derechas autoritarias. Las izquierdas también lanzaron esos mensajes, como los anarquistas durante la guerra cuando no se fiaban de los intelectuales o los consideraban un lastre para la revolución. De similar manera, se produjeron choques en las filas socialistas porque los sectores obreristas se mostraban muy reticentes hacia la entrega verdadera de los intelectuales a la causa.
Da la impresión de que la sociedad siempre pide a los intelectuales que opinen, que participen en la vida pública, que sean faros. ¿Es así?
Es cierto que se plantea una exigencia social para que se pronuncien los intelectuales en muchos momentos. Pero resulta que la gente les pide cosas contradictorias. Por un lado, existe hoy el anhelo de contar con figuras fiables y de referencia que orienten a la opinión pública. Por otra parte, muchos sectores también critican la figura del todólogo en las tertulias, aquellos que se atreven a opinar de cualquier tema. Esas dos actitudes sociales conviven.
Otra época importante en relación con los intelectuales fue la Transición. ¿Cree que su papel fue notable a la hora de formar una conciencia democrática? ¿Tuvieron un rol relevante en ese cambio de régimen?
Es cierto que mucha gente percibió que los intelectuales tuvieron influencia en la creación de esa conciencia democrática. De hecho, un dirigente comunista y cristiano como Alfonso Comín defendió que la conquista de la democracia había sido un largo camino que se había iniciado en las fábricas, las universidades y los sectores intelectuales. Ahora bien, volvemos a la misma cuestión de cómo podemos medir la influencia en cambios sociales de, por ejemplo, un filósofo como José Luis Aranguren, un referente de aquella época para la oposición.
La presencia social de los intelectuales se va apagando una vez el país consolida la democracia. ¿Su labor ya no era necesaria? ¿Esa conciencia crítica ya no se ejerce?
Bueno, podemos observar que los intelectuales ya no ejercen esa especie de misión de dar voz a la oposición porque esa tarea ya la cumplen los políticos elegidos en las urnas, el Parlamento o los medios de comunicación en una sociedad libre. Quizá resulte paradójico que revistas como Triunfo o Cuadernos para el Diálogo, tan prestigiosas y necesarias en una dictadura, cerraran en los primeros años de democracia. Pero también cabría pensar que ya habían cumplido sus objetivos.
Usted ha escrito novela, ensayo, es profesor y columnista de prensa. ¿De dónde viene tanta versatilidad? ¿Se encuentra a gusto en todos los géneros?
Tengo una amiga políglota a la que le encanta aprender nuevos idiomas por lo que significa de reto. Me pasa algo parecido con los distintos tipos de escritura, que tienen códigos y estilos muy diferentes. En realidad, como lector me gustan muchos géneros y, por tanto, me apetece cultivarlos también como escritor. Lo considero un desafío. Por otra parte, también me gusta la docencia, esa relación larga y profunda con los estudiantes. A pesar de que hay días horribles y de que no mitifico la enseñanza, la verdad es que dar clases oxigena mucho.