Tras el epígrafe-despedida titulado La novela que no escribí contemplamos recortes de papel, textos rotos, manchados y fragmentos de fotografías de mujeres y hombres, ajedreces, caballos, copas, labios rojos, beatas y beatos de esta y de otras épocas y épicas; en suma, materiales de descarte, desechos reunidos a mano, tijera, pegamento y pintura. Podría considerarse que la obra de Begoña Huertas concluye en una espléndida propuesta artesanal no exenta de la intención de incomodar. Entre la infinidad de motivos de los collage, cuyos originales de mayor tamaño alguna librería o sala podría animarse a exponer descubrimos, por ejemplo, el revés de la trama y la forja literaria; las palabras tachadas; el ruido generado por el choque de textos mutilados y relegados a cierta opacidad; la celebración del desorden inevitable; la ruina de los cuerpos y los vapores rojos así como la promesa de la semilla; apuntes fortuitos de botánica, la vida que sigue; abolición de las jerarquías y cadenas o condenas clasificatorias. Ad infinitum.
El poema griego en seis cantos De la naturaleza de las cosas es el andamiaje del que Begoña Huertas decidió servirse para rehabilitar La manía de entender; título de la penúltima versión de la novela en la que se propuso avanzar durante su residencia en la Academia de España en Roma. Esa manía de entender, una vez detectada y adoptada como premisa en torno a la cual realizar sus pesquisas, resultaría el hallazgo feliz, estrella del buen designio del proyecto. La autora reescribió el viejo manuscrito mientras reservaba los folios para los futuros collages. Seguramente por entonces contó, además de con las óptimas condiciones materiales y de salud, con dosis más que suficientes de un humor tan particular como ajedrecístico, crítico y clínico, sin el cual El sótano no nos interpelaría tanto con sus fulgores. La novela desprende cada tanto unas vívidas síntesis poéticas, composiciones de palabras que se pueden extraer como máximas, muestras de la pluma bisturí de Begoña Huertas, tal vez para ser inyectadas como recetas esenciales cien por cien a favor de la enfermedad de vivir tendiendo al bien.
“De repente se quedó mirando hacia un rincón y volvió de allí llena de metáforas, como si aquella esquina fuera un caladero de física cuántica y regresara con las redes del campo semántico llenas de nuevos términos y conceptos en los que apoyarse. La masa de un objeto no es solo la suma de las masas de las cosas que contiene, sino que incluye la energía que mantiene esas cosas unidas. De igual manera, la relación entre dos personas no es la suma de dos, sino de tres partes“.
En ocasiones la narradora se divierte. Juega, como solía hacerlo también la autora experta del ajedrez, para hacer jaque al padre. En su libro anterior, testimonio sobre el cáncer de colon cuyo primer diagnóstico afrontó hace más de diez años, y de paso sobre las numerosas lecturas en torno a los malestares físicos que empleó como espejo y contraste, encontramos el desconcierto en el título. Ahora, en esta leve ficción quirúrgica recibimos ese mismo desconcierto pero expandido, dosificado en todas las páginas, inoculado en los espacios de la ficción. Salas comunes medio vacías de pacientes con dolencias que se sospechan irremediables; la consulta de la doctora Muñoz que expone y analiza radiografías como si fueran obras cumbre del expresionismo abstracto. Estancias ajardinadas o forradas con moquetas silenciadoras de pasos, a veces con algo de música de fondo; es el murmullo de la vida que sigue su ritmo de espaldas a la mortalidad. La narradora describe a rachas mientras conjetura lo que sucede tanto a su alrededor como en su propio cuerpo, y muy a su pesar. Un pesar que, de pronto, comprendemos en su crudeza y sin concesiones a la manera del proceso kafkiano que asegura haber leído con su propio filtro, inevitablemente enfermizo y demoledor: “La enfermedad no se elige, pero yo me comportaba como si hubiera tenido la culpa. Como si me hubiera estrellado aposta contra un muro, haciéndome polvo, dejándome para el desguace”.
Al peso de la asunción del diagnóstico como pena sin lamentaciones, pues ni siquiera hay energías para ello, o como condena asumida en la que, siguiendo los imperativos médicos se van tapando, anestesiando los dolores; a toda esa materia, “adormecida”, “enlazada”, “agitada”, viene a añadirse el de la culpa social, siempre tan hipócrita y nada hipocrática. La sociedad supuestamente sana preferiría que la protagonista se hubiera mantenido en su pista central, en lugar de marcarse ese desairado aparte, con la excusa de la dolencia del cuerpo, para ausentarse y penar por un sótano blanqueado e higienizado hasta la última mota de polvo.
“¿Por qué me cuesta tanto romper la lógica, el pensamiento discursivo, la frase?”, se pregunta en el decimotercer capítulo, La naturaleza de las cosas. “Porque aunque yo transija, al fin, y acepte lo oscuro, no me siento cómoda transmitiendo esa oscuridad a mi alrededor.” A continuación, los collages reproducidos como miniaturas casi medievales por fin rompen la lógica. La palabra, antes tan apegada a las luces de la razón, queda en patente e incómoda disolución, soterrada bajo materiales de derribo que acaso representan esa materia algo oscura, por desconocida, que compone el universo y cuanto contiene.
Begoña Huertas contó en la biblioteca de la universidad de Navarra que en ciertas etapas de la enfermedad apenas consiguió escribir. En búsqueda de espejos y referencias contrastables fue especializándose en lecturas que abordaran la enfermedad desde cualquier perspectiva. Leía como jugaba al ajedrez; jaque al padre. Resulta emocionante cuando afirma que de pronto comprendió que se escribe con el cuerpo, nada más lejos que el tablero cuadrado lleno de cuadrados. El esfuerzo mental es un esfuerzo físico. En cuanto su propio estado físico, y la distancia sobre lo padecido, le abrieran una vía a partir de la que objetivar la experiencia, emprendería la escritura de El desconcierto, libro que calificó como un “viaje de lo analítico a lo sensorial”. A continuación, citas seleccionadas para recordar que merece la pena leerla.
Testimonio en primera persona.
“Un texto inesperado, que no contaba con escribir. Pero de repente me encuentro haciendo literatura”. “Este libro muestra una armonía rota por un cáncer y habla de cómo la literatura intenta recomponerla”. “Luego estaban mis hijas. Desde mi habitación —desde aquel otro lado de la vida en el que me había quedado— podía escucharlas”. “Era el mes de junio. Yo llevaba entre mis manos los papeles que había impreso unos días antes, descargados de la página web de la Asociación para una Muerte Digna”. “Tranquila, somos polvo de estrellas”.
Gran intriga en Italia protagonizada por una pareja con excedente de ocio neoliberal a sus espaldas. Podríamos emocionarnos y afirmar que el hotel apartado prepara el terreno sobre el que más tarde la autora construirá El sótano.
“La decisión de que ella pasara tanto tiempo fuera cuando Guillermo era aún tan pequeño fue tomada por los dos a conciencia. Era necesario el dinero, se dijo, pero lo cierto era que él tenía un trabajo suficiente como para mantener a los dos, a los tres. Un buen puesto. Cuánto dinero más querían. Qué necesitaban”. “Mientras todo quede en esto, todavía no hemos roto el tablero, podemos reencaminar la partida”.
“Una excursión guiada al subsuelo sentimental, un curso avanzado de turismo al interior de las relaciones humanas”. “¿Necesita un poco de autoestima? El curso tiene una duración de un mes y cuesta solo ochenta euros. ¿Te vendría bien un nuevo amigo? ¿Querría tener una imagen más llamativa? Venga a nuestro centro de asesoramiento y le hacemos un presupuesto sin compromiso. ¿Algo en lo que creer? Encuentra este mes en nuestra revista las últimas tendencias”. “Dejamos que se aleje el amor con un ya lo encontraré si ha de ser así más adelante. Y más adelante está la muerte”.
Novela ambientada en una piscina municipal con numerosos personajes controlados o analizados a distancia por una socorrista desconcertada.
“La mujer-hoja nadaba despreocupada, llevada por la corriente. Mirarla era relajante”. “Afirmaba que hay un momento perfecto y este es cuando se obtiene confianza con una persona pero aún se la ve ajena”. “La verdad es que todo era raro y era también un alivio. El juego había terminado. Hora de recoger. Y resultaba que el juego era una vida y los juguetes toda la parafernalia inútil que la acompaña. Una planta que se seca y que tras arrancarla hay que quitar las hojas muertas que han caído alrededor”.
Road movie por carreteras de USA en la era predigital, novela de pocas páginas con aprendizaje a marchas forzadas.
“La realidad cansa si uno no se adapta a ella. Esa sensación de ir chocando con sus bordes. Esa consistencia que tienen algunas cosas es desesperante. Y yo me desesperaba porque aquella tarde no había podido moldearlas a mi antojo ni tampoco aceptarlas como habían sido”. “Todo era una mierda. Y yo fijándome en las lucecitas, en la estela que dejaba Pan al volar. Alucinando con el brillo de polvo que soltaba Campanilla en lugar de aplastarla con el dedo gordo como a una mosca”.
Relatos sin complacencias ni temores de juventudes con exigencias de conocer lo que sea, por mucho que duela y por mucho que el horizonte se retuerza.
“Así que después de todo ir dando tumbos puede que no sea tan malo. Tumbarse en las escaleras para explorar el peldaño horizontalmente. Tirar la brújula para olvidarse del norte, y poder mirar, sencillamente, a los lados. Qué lateral, qué inútil y qué descanso”.
Desde el magnífico último relato titulado Autobiografías, S.L., nos asalta este ¿presagio?: “Opina, opina, opina ahora sobre lo que te venga en gana”.