Están abandonados. Sin referencias maternas ni paternas. La llegada de una notificación de que uno de ellos ha heredado una tierra de su abuela, debido a la restitución comenzada hace años por el gobierno colombiano, es el inicio de un viaje por las zonas del país que nunca muestra el cine.

Ellos son los protagonistas de Los reyes del mundo, la conmovedora, hermosa y dura película de Laura Mora con la que ganó la Concha de Oro del Festival de Cine de San Sebastián en la pasada edición y que ya se puede ver en los cines. La poesía que era capaz de sacar de la violencia de su país, su capacidad de analizar los conflictos latentes sin renunciar a la belleza, y la forma en la que miraba a los ojos a estos olvidados por la ficción conmovieron a todos. Cine marcado por la tierra, pero cine universal.

La tierra, es además, uno de los temas centrales de su película, pero sirve como metáfora de su propio país. “El tema de las tierras es el punto neurálgico del conflicto colombiano, es su principio, está arraigado a las tierras, es una gran deuda histórica. Creo que es una metáfora del país, pero también siento que puede serlo del mundo, de un sistema capitalista que estamos viviendo en su versión más salvaje. La extracción, el calentamiento global, las violencias… Cada vez más gente está siendo expulsada, empujada a los extramuros y se está viendo obligada a moverse. Siento que es una película que también habla de una migración interna, pero que no deja de ser un movimiento para sobrevivir o para estar mejor. En ese sentido, la peli es una metáfora en particular de Colombia con el tema de la restitución, pero termina hablando también del mundo”, cuenta Mora desde la redacción de elDiario.es.

Un cine que se acerca “a los márgenes, a donde nos dicen que no hay belleza”. “Me interesan los olvidados, me interesan los nadie”, dice la directora que siempre intenta ofrecer una “visión del mundo que sea lo menos maniquea posible”. Los reyes del mundo tiene muchos nexos en común con su anterior filme, Matar a Jesús, donde usaba su propia experiencia (su padre fue asesinado en Medellín) para intentar entender qué ocurría para que la violencia estuviera latiendo en las calles: “Una de mis obsesiones es la justicia. Y la justicia tiene que ver con el exceso de desigualdad. Colombia es el segundo país más desigual de Latinoamérica después de Haití, y eso es una construcción social absolutamente injusta”. 

Las dos obras abordan cómo marca algo tan aleatorio como donde naces, algo que “puede ser una condena”: “Si naces en cierto contexto, es muy posible que tu vida esté condenada a ese contexto. La posibilidad de cambiarlo es muy difícil. Yo, que soy más agnóstica que creyente, siento que ahí juega el azar de una manera muy definitiva y me interesa indagar en esas cuestiones”.

Sus protagonistas se encuentran en tierra de nadie. También en su momento vital. Son niños que se comportan imitando los patrones masculinos y violentos que han observado, pero que tienen ramalazos de ternura e inocencia. Mora lo usa para reflexionar sobre un tema que le interesa especialmente: “A mí la masculinidad me inquieta mucho. Como mujer, y como mujer que ha crecido en un contexto sumamente violento, entendiendo también la violencia como una herencia muy masculina. Me interesa esa suerte de condena que significa ser hombre, sobre todo en ciertos contextos donde ser hombre es tener una serie de comportamientos que generalmente están asociados con la violencia para poder sobrevivir”. 

Se aleja de la representación normal que hace el cine de estos cuerpos, donde “se les quita la fragilidad y la ternura”. “He crecido en un mundo muy masculino, he estado muy cerca de estos chicos. A muchos de ellos, que están en la película, los conozco desde hace mucho y los he visto ser increíblemente tiernos, generosos y bondadosos, y quería que eso estuviera muy presente. Se les ha obligado a crecer tan rápido que ser niño también es una especie de venganza, porque para vengarse del mundo siguen siendo niños y haciendo maldades”, añade.

Mora consigue momentos hermosos a pesar de la dureza de lo que narra. “Para mí la única manera de sobreponerme a la violencia ha sido encontrando belleza, porque Colombia es un país muy difícil. A mí me ha golpeado la violencia de manera muy directa. He sido muy sensible al entorno en el que he crecido. Entonces, la única posibilidad de sobreponerme a ese dolor ha sido encontrando belleza. Y creo que esa abstracción que propone el lugar poético te deja ser o te deja interpretar. Ese espacio de libertad que para mí es muy necesario y creo que es lo que más me gusta el cine la posibilidad de que la imagen; que puede parecer nada y ser todo al mismo tiempo”, cuenta.

Esa mezcla se materializa en una escena que pone los pelos de punta: el encuentro de los protagonistas con unas prostitutas en un burdel abandonado. Ellos se abrazan a ellas buscando a la madre ausente, y ellas les abrazan a ellos encontrando a los hijos perdidos en la violencia. Un momento que se pensó hasta el último detalle: “Lo que quería construir era una matria con unas mujeres que están un poco en el olvido, que están aporreadas. No solo ellos encuentran el abrazo de una madre, sino que ellas también encuentran a los niños perdidos. Colombia es una matria, son un montón de mujeres que han sobrevivido al conflicto, que han perdido a sus hijos en la guerra, o a sus compañeros, y que les han tocado continuar solas, y que a pesar de estar tan doloridas, son profundamente generosas”. 

El final, con un fundido a negro y un ruido de fondo que queda para la imaginación del espectador, puede leerse de muchas formas, pero siempre desde el pesimismo. Laura Mora confiesa que ella no es optimista, pero que sí tiene mucha esperanza. “Creo que son dos conceptos muy distintos y que el optimismo nos reclama un final feliz, y eso es lo que yo no hice. Pero la esperanza nos puede plantear preguntas sobre el bien y sobre el mal y quizás prepararnos para construir algo mejor. Entonces, en ese sentido, me gusta la palabra esperanza, porque tiene que ver más con la utopía, pero también incluye la derrota. Me parece que el optimismo solo es una emoción momentánea, mientras que si no tuviera esperanza, no haría el cine que hago”, analiza.

Sus cinco protagonistas cogieron por primera vez un avión para ir a San Sebastián. No habían visto el mar, y para ellos fue una aventura, pero también un riesgo. Luego tenían que volver a su vida real. A las calles de Medellín. La directora explica cómo esto fue algo que se les dijo desde el principio del rodaje. Han realizado un acompañamiento psicosocial de cada uno que ha continuado tras la Concha de Oro: “Les sorprendió el trato de la gente, decían que acá uno podía ir por la noche tranquilo, y está bien que se den cuenta de que el mundo puede funcionar de otras formas. Creo que todos nos merecemos una gran anécdota, una gran aventura y ver que el mundo es mucho más grande”.