Quedarse solos con sus pensamientos, especialmente en la adolescencia y primera juventud, no siempre resulta fácil ni agradable. Muchos y muchas se angustian y terminan cortándose, consumiendo drogas, dándose atracones antes de vomitar o simplemente huyendo de la habitación a algún mundo virtual o a la calle con los amigos. Una realidad que ha aumentado mucho a raíz de la pandemia.
Prefieren prestar atención a esos estímulos externos que a los más íntimos que se les revelan inquietantes por lo que tienen, en ocasiones, de incomprensible, de sinsentido o de desagrado por la comparativa que hacen con otras vidas paralelas de su entorno. La atención deviene (es su origen etimológico) en tensión interna y en la evasión a cualquier metaverso, una solución pasajera.
Distraerse con los gadgets puede ser un modo de conectarse a otro mundo percibido como menos hostil. La paradoja es que a más conexiones virtuales (que son, al tiempo, desconexiones de lo más real de sí mismo) más se reactiva el sentimiento de soledad y angustia, una vez pasado el efecto de euforia inicial.
Una paciente joven me explica que puede estar buena parte de la noche atrapada y concentrada en un scroll infinito deslizando sus dedos en Instagram o Tik Tok, antes de irse a YouTube para continuar el atracón. No es nada inusual: muchos otros lo hacen hasta que se hartan y les viene la náusea del vacío en el que se quedan, muy parecida al desasosiego que los llevó hasta allí.
Son los nuevos desatentos, los más precoces diagnosticados -con frecuencia- de hiperactivos. Legiones de sujetos que tienen una relación con el tiempo y la espera propia de la nueva realidad híbrida y figital (física + digital) en la que habitan. Una realidad en la que la atención (la nuestra) se ha convertido en un negocio y todos somos mineros voluntariosos de esa épica tecnológica.
Como señala Amador Fernández-Savater, en su reciente libro 'El eclipse de la atención' (NED, 2023), nunca estamos a lo que estamos porque siempre estamos más allá. Como en el nuevo nombre de Facebook, Meta.
El éxito de esta propuesta neoliberal no sólo radica en la eficacia de su marketing y sus algoritmos, sino sobre todo en la necesidad humana de evitar el dolor, aumentar la potencia y controlar las constantes vitales. La servidumbre que nos genera la aceptamos con gusto por sus beneficios secundarios: invertimos nuestro tiempo y dinero en gadgets inteligentes y conexiones non stop con la ilusión que esos mundos virtuales gobernados por inteligencias artificiales nos protejan de aquello que el psicoanalista Jacques Lacan llamaba lo real: lo que siempre vuelve al mismo lugar porque no se puede virtualizar.
La angustia, afecto presente hoy en muchas de las consultas, toma formas diversas (autolesiones, suicidios, cuadros depresivos) y es un índice de ese 'real' para el que no existe ningún gemelo digital que pueda velarlo. Lo mismo ocurre con otras manifestaciones ‘reales’ como las amenazas climáticas, los desastres naturales, las guerras y las violencias de todo tipo (de género, xenofobia…), que no tienen inmersión posible en ningún metaverso. Seguirán allí cuando despertemos.
Por eso, conviene recuperar la atención -secuestrada por la llamada economía de la atención en su afán por monetizarla- y vincularla a la presencia física, sin renunciar por ello al uso de lo digital como complemento. Una conexión es un modo de interacción muy de acorde a la época: inmediata y -muchas veces- superficial y efímera.
Un vínculo, en cambio, implica un compromiso, algo que nos liga al otro, sea en las relaciones amorosas, profesionales o sociales. Requiere, por tanto, un tiempo y supone una verdadera confrontación con la alteridad, con aquello del otro que no se reduce a su imagen o su voz proyectadas en una pantalla. El vínculo sólo se genera a través de experiencias reales que comprometen al cuerpo, no sustituible por su avatar.
Los datos recientes de ideas y actitudes misóginas y racistas en un 20% de los adolescentes y jóvenes españoles indican que sólo en el encuentro real y físico con la alteridad (mujer, inmigrante) será posible alojar eso extranjero que cada uno de nosotros rechazamos a pesar de ser tan íntimo: la fragilidad, la pobreza, el miedo, la diferencia.
Lo rechazamos proyectándolo en el otro como si no fuera con nosotros. Realizamos así una operación de exclusión interna: segregar de nosotros mismos lo que no nos gusta e imputárselo al otro que, en su condición extranjera, es designado como portador de la peste, tan familiar, sin embargo, y de la que no queremos saber nada.
Esta lógica segregativa encuentra un soporte eficaz en lo virtual -de allí el interés creciente de los populismos xenófobos en las redes sociales- porque al estandarizar a los sujetos (homogeneización de perfiles) borra lo singular de cada uno. Todo el mundo está en su mundo y en lo virtual las burbujas de odio -que reúnen a personas muy diversas pero unidas en su ‘odio al otro’- son ya un refugio y una base de operaciones que fragmenta el nosotros y deteriora la convivencia social.
La presencia siempre incluye el misterio puesto que hay algo del otro presente que no podemos saber ni controlar. Por eso, nos resulta inquietante compartir el reducido espacio de un ascensor con un extraño o que alguien nos sostenga la mirada en un transporte público. La fantasía de la virtualidad es eliminar el misterio y la sorpresa prometiendo un espacio seguro e incontaminado.
Apostar por preservar la presencia, por el contrario, es confiar en que los encuentros -y la conversación que los vehicula- permitan dar un lugar a cada soledad sin aislarse en esas burbujas de odio. Que esas soledades juntas se contaminen, generen proyectos y lazos colectivos diversos a partir del deseo y la presencia atenta.
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