Amis contaba un triángulo amoroso desde tres puntos de vista. Los dos hombres -nazis- y el de un sonderkommando que colaboraba con uno de ellos. Todas las barbaridades que hemos leído en los libros de historia y visto en ficción una y otra vez, eran aquí descritas por ellos como algo habitual en su día a día, pero que no les impedía tener las pulsiones e intereses de cualquier ciudadano de a pie. La ficción ha tendido a mostrar a los monstruos como figuras informes que se comportan como tales. Pero los monstruos, aquellos capaces de las mayores barbaridades, cuentan cuentos a sus hijos por las noches, les arropan y hasta van a misa. Es más fácil pensar que el mal es algo tan grande que no hay nada más, pero no es así.
Cuando se anunció que Jonathan Glazer, autor de propuestas radicales como Under the skin, iba a volver a la dirección tras diez años ausente con una adaptación de la novel de Amis, todas las luces cinéfilas se encendieron. El regreso de un cineasta que nunca hace lo que se espera de él, adaptando una novela con un asunto tan espinoso, era material inflamable. Tras años esperando (Glazer y su trabajo en montaje han retrasado su estreno), por fin La zona de interés, se ha visto en el Festival de Cannes y no ha dejado indiferente a nadie. No lo hace porque es imposible que lo hiciera.
Resumiendo, la propuesta de Glazer es la adaptación más infiel que uno podría pensar, y de alguna forma la que mejor recoge el espíritu de la novela. Su historia no tiene nada que ver con la que escribió Amis. Ni los personajes se llaman igual, ni hay una historia de amor… Por no ser, no es ni el mismo campo de concentración. Y, sin embargo, esta propuesta apabullante, incómoda y sorprendente recoge todo lo que se desprendía, esa reflexión sobre la banalidad del mal, que Glazer lleva al extremo tanto en lo estético como en lo narrativo.
Porque aquí había otro problema. El que siempre hay cuando uno trata un tema como el Holocausto. ¿Cómo mostrar la violencia de un genocidio?, ¿es ético enseñarlo?, ¿hay alguna forma de hacerlo? Para Claude Lanzmann solo las víctimas, con sus testimonios directos, sin música, sin dramatismos y recreaciones podían hacerlo. Así lo hizo en Shoah, obra cumbre sobre el Holocausto. De alguna forma, Glazer con su mirada a la barbarie nazi da la razón y se la quita a Lanzmann. Por un lado el director toma un punto de vista tan sorprendente como coherente, nunca mostrar lo que ocurre dentro del campo de concentración. No hay ni una escena de violencia. Ni una muerte. Ni una vejación.
Su historia es la de una familia nazi que vive, literalmente, al lado de un campo de concentración. Tienen una vida idílica. Piscina, casa con varios pisos, sirvientas… Es la vida que siempre han soñado, como llegan a decir de forma explícita. No les importa el ruido de los gritos, de los disparos. La ceniza de los hornos crematorios. El hedor a muerte. No les importa porque han aceptado que eso ocurre. Algo parecido intentó Laszlo Nesmes con El hijo de saúl, cuyo punto de vista de casi primera persona de la mirada cabizbaja de un sonderkommando hacía que todo quedara casi fuera de su campo. Aunque realmente todo se veía por los bordes. Aquí todo está dentro de las vallas que encierran a los judíos, pero lo que la cámara de Glazer muestra es solo el jardín lleno de flores donde esta mujer y sus hijos miran para otro lado.
Con esta propuesta, que lleva hasta sus últimas consecuencias, también se atreve a contradecir a Lanzmann, ya que este no creía en la banalidad del mal y siempre creyó que Arendt se equivocaba con su teoría. Glazer bucea en esta idea, en esa gente que siguió cortando rosas para su casa mientras millones de personas eran asesinadas cruelmente en sus narices. La zona de interés no es solo una propuesta intelectualizada, sino también estética. La decisión de quedarse fuera del campo no quiere decir que haya una austeridad en la puesta en escena, sino que la música experimental, atronadora e inmersiva de Mica Levi te mete de lleno en el horror. Como lo hace el uso del sonido ambiente, o esas ensoñaciones solarizadas. El director crea una experiencia incómoda.
Asistir a esa cotidianeidad mientras escuchas los hornos funcionar es un puñetazo en el estómago. La zona de interés es una película que duele, que se siente y casi hasta se huele. Una película incómoda, valiente. Un salto al vacío que no quiere provocar consenso, sino generar debate. Glazer lleva su propuesta hasta las últimas consecuencias con una última escena final que conviene no desvelar y en la que su punto de vista se pierde en un callejón oscuro para traer su historia al presente, y también hacernos reflexionar sobre la Memoria Histórica, su exhibición y su banalización a golpe de foto en Instagram. Huele a Palma de Oro.