Todo un mes de perverso runrún que no se disipó tras el anuncio. Todavía hay quién desconoce que no se encontró en el cuerpo de la cantante rastro alguno de sustancias ilegales, limpia desde un par de años atrás. Sí de alcohol, droga legal de la que era frecuente consumidora y tan entusiasta que presumió de ello en su tema de mayor éxito, Rehab (Back to Black, 2006), cuya posterior escucha provocaría turbadores escalofríos a más de uno. Excesiva y sin límites, así era ella. Pero se hace necesario puntualizar: no fue la primera ni la última artista en componer bajo los efectos de la bebida o de los estupefacientes, o si no que pregunten cómo lo hacía Brian Wilson, John Lennon, Eric Clapton, Shane McGowan, Noel Gallagher... (y tantos otros que rentaría más enumerar a los abstemios) sin provocar un escándalo de similares dimensiones. La pregunta se contesta sola, eran hombres.
Tristemente, lo de Amy no quedó en anécdota. Intoxicación etílica aguda, concluía el informe forense de aquel 23 de julio de 2011. Una simple borrachera acabó con su maltrecha vida, extremo del que había sido advertida tras ser diagnosticada con un enfisema pulmonar provocado por el consumo de crack y agravado por años de bulimia. Sin embargo, no solo la mataron sus adicciones, también los vicios de una sociedad infecta. El negocio del morbo, el amor romántico, los tentáculos del patriarcado y la codicia capitalista merecen una nota al pie de página en este desafortunado suceso, cuestiones excelentemente retratadas por Asif Kapadia en su galardonado documental, Amy (2015).
Resulta imposible diseccionar la figura de Amy Winehouse sin trazar analogías con otras mujeres que la precedieron. “Por encima de todo, quiero ser tratada como un ser humano”, declaraba su admiradísima Marilyn Monroe en Marie Claire a solo dos años de morir presumiblemente de forma accidental, como Amy. Sobredosis de barbitúricos. 'La tentación rubia' necesitaba empastillarse para dormir. Quizá, de habérsele concedido su disparatado deseo, se habría salvado. Ambas. Porque si algo hizo la prensa sensacionalista con la británica fue distorsionar su imagen pública, reprobar su comportamiento, señalar sus debilidades y vulnerar constantemente su derecho a la intimidad. Deshumanizarla completamente hasta minar su cordura.
Una actitud repulsiva que, lejos de desaparecer, seguimos permitiendo y financiando para saciar nuestra dosis diaria de morbo, ejemplo último de una deficiente educación en empatía. ¿Quién no sufriría de graves problemas mentales ante semejante vigilancia y escrutinio público? Sería necesario edificar una salud mental a prueba de la bomba de Hiroshima para mantenerse estable en situaciones así, lo que no era el caso de la artista londinense cuya fragilidad se ocultaba tras un tremendo postizo, “cuanto más insegura me siento, más grande tiene que ser mi peinado”, decía a menudo Winehouse que, como Monroe, construyó un personaje tras el que proteger su persona.
Toda esta vulnerabilidad, que contrastaba con su firmeza y seguridad en planos como el artístico, podría achacarse a varios traumas familiares y a uno de los más grandes caballos de Troya en la historia de las mujeres: el venenoso amor romántico del que ya se sirvió Gustave Flaubert para construir su Madame Bovary en 1857. Amy sucumbió a sus peligros. Se dejó seducir por sus falacias. Se claveteó el eslógan “el amor duele” e, imbuida en el desgarro que sigue tras el derrumbe de la idea de su eternidad, acabó componiendo uno de los más grandes álbumes de ruptura de la historia, Back to Black (2006), con una guitarra comprada in extremis en la costa alicantina, a la que huyó para afrontar el duelo.
El amor no debería doler, sí puede matar. No está de más recordarlo en tiempos de acechante oscuridad por la negación de la violencia machista. También resulta difícil desligarlo de los pilares que sustentan el patriarcado, tal y como ha señalado el feminismo en multitud de ocasiones. Kate Millett lo comparaba con la religión: "Ha sido el opio de las mujeres. Mientras nosotras amábamos, ellos gobernaban” y Coral Herrera lo señalaba como eficaz instrumento de control “un dispositivo que nos tiene muy entretenidas y ocupadas". En definitiva, un concepto que somete a las mujeres a través del hechizo del romanticismo, una adicción más de la que Amy fue víctima a lo largo de toda su vida.
Es esta cultura patriarcal, precisamente, la que resulta clave para entender el viacrucis por el que transitó la cantante, azote también de otras muchas, como Lindsay Lohan o Lily Allen. Algunas de sus herramientas, como la victimización, la infantilización del comportamiento femenino, poner el foco en la vida personal sobre lo profesional, hacer luz de gas o afear aquellas conductas que pudieran considerarse inmorales tienen como objetivo el control, no de una mujer, sino del conjunto de las mismas. Las herejes del buen gusto son señaladas, perseguidas y ridiculizadas para disuadir al resto. Y Amy Winehouse resultó en buen filón para la causa. Es justo anotar que, de haber nacido hombre, sus adicciones, imprudencias y actuaciones erráticas hubieran dado para poco más que un jocoso chascarrillo, unas palmaditas de camaradería y un tratamiento próximo a lo heroico por su insólita supervivencia. Keith Richards, para más señas.
Pero si hubo un trastorno que destruyó a Amy, generalmente subestimado entre la lista de agravantes de su deterioro físico, fue su constante lucha por controlar su peso, producto de la inquisición mediática a la que era sometida. Dinah Washington, otra figura admirada por la británica, también sufrió la imposición de un restrictivo canon de belleza y murió, con solo 39 años, por una sobredosis de pastillas para adelgazar. La bulimia fue una constante en la vida de Amy Winehouse desde los tiempos de instituto, un desorden alimenticio consecuencia de sus inseguridades, que pudo perjudicar gravemente su estado de salud e, incluso, mediar en su muerte.
Y estas fueron las circunstancias que se interpusieron en el camino del codicioso capitalismo. Amy Winehouse había publicado su segundo álbum, Back to Black (2006), llamado a hacer historia. A disputar plaza entre los grandes. Número uno en una veintena de países. Con el beneplácito unánime de crítica y público. De los que perduran. Una obra maestra del soul del siglo XXI. Y, sin embargo, su continua indisposición impedía rentabilizarlo al máximo. Si durante la promoción del álbum había recalado en más de cien ciudades en un solo año, tras ésta, el ritmo de actuaciones descendió a apenas una quincena en los cuatro años restantes hasta su muerte. Nadie parecía contento. No hacía grandes giras ni había álbum a la vista. Los bienintencionados esfuerzos por estabilizarla mediante terapias de rehabilitación se teñían de oscuras y lucrativas intenciones. Ni siquiera su padre se salvaba de tales sospechas en un inquietante paralelismo con el infierno sufrido por Britney Spears, cuyo progenitor aprovechó la imagen retorcida que la prensa ofrecía de su hija para someterla a una férrea tutela legal durante trece años.
Lo cierto es que Amy Winehouse lo tenía todo, excepto quizás la voluntad (lo cual debería ser respetable), para continuar con la meteórica carrera que la había convertido en una de las más grandes figuras de la música de nuestro tiempo. Solo dio para dos álbumes de estudio. Ambos geniales. Trascendentales, especialmente el segundo. Su cultura musical y sus habilidades para la composición la llevaron de los coqueteos con el jazz en Frank (2003) a la reinvención del soul en Back to Black (2006). Su manera de expresarse, de tratar el desamor con el lenguaje explícito y grosero del hip hop sobre ese tapiz culto y candoroso del jazz y el soul, la hizo única. Una mujer carismática. Cultísima, aunque lo ocultara tras una aparente frivolidad. Una mujer de carne y hueso, con su dulzura, humanidad y también con sus debilidades. Contradictoria, como cualquiera. De carácter fuerte pero insegura al mismo tiempo. Y con una imagen genuina, inspirada por la gran Ronnie Spector (The Ronettes), rememorable sin esfuerzo: peinado beehive, delineador negro, bailarinas y minivestido vintage años cincuenta. Un estilo indeleble, marcado a fuego en nuestras retinas.
Este refulgente magnetismo, multiplicado por su prematura pérdida, ha logrado la sinrazón de que lejos de atenuarse el interés por su figura, éste continúe intacto. Amy Winehouse sigue siendo noticia. Ya sea porque se rueda su esperado biopic bajo las órdenes de Sam Taylor-Johnson (50 sombras de Grey) o porque las nuevas generaciones la citen entre sus influencias en una retroalimentación cultural sin fin. Si antes fueron Lana del Rey o Florence Welch, ahora son Billie Eilish, Jorja Smith o Nicky Nicole.
Por este motivo, la editorial HarperCollins publicará a finales de agosto, pocos días antes del que hubiera sido el cuarenta cumpleaños de la cantante, el libro In Her Words, un tomo aprobado por la familia Winehouse que recogerá anotaciones inéditas de sus diarios personales, letras manuscritas y fotos personales. La recaudación por derechos de autor de la obra se destinará íntegramente a la Fundación Amy Winehouse, constituida por su padre, Mitch Winehouse, en 2011.
En el aire queda la pregunta de si gestionar el legado de artistas fallecidos, sin una voluntad expresa en uno u otro sentido, es éticamente aceptable. En el caso de Amy ya resultó polémico el apresurado lanzamiento de Lioness (2011), un álbum póstumo que incluía demos inacabadas y que, según varias de sus amistades -entre ellas su productor Mark Ronson-, habría enfurecido a la británica. No es una cuestión banal. Son tiempos de inteligencia artificial y cualquiera es susceptible de ser resucitado. Amy Winehouse, visto lo visto, podría ser la siguiente.