Tenía la sensación de que no se había movido en toda la mañana. Juraría que la primera vez también llevaba las tijeras de podar en la mano. 

Se apoyó en el alféizar, pero eso tampoco provocó ninguna reacción en el chico. Seguía teniendo la vista puesta en la ventana. ¿El jardinero anterior no era sudamericano también? Lo miró con más atención. Su expresión era difícil de descifrar. ¿Qué coño querría? Quizá era uno de esos chavales de educación especial a los que les dan un diploma de jardinería porque no son capaces de sacarse el graduado. Esos que son más lentos que los demás. Ya no se les puede llamar retrasados, pero bueno, eso es lo que son, ¿no? Personas que tardan en aprender las cosas y no pueden procesarlas tan rápido como los demás. Como ese chico, allí parado como un idiota. 

La nevera estaba vacía. Tiró el bolso sobre la encimera y sacó el móvil. Llevaban tres noches seguidas pidiendo comida a domicilio porque Carlos se olvidaba de hacer la compra. Era lo único que le había pedido, que estuviese pendiente de la compra esa semana, pero nada. No había manera de contar con él ni para algo tan sencillo como eso. Abrió la aplicación y fue bajando por una lista interminable de restaurantes. No sabía qué pedir, la mayoría de lo que veía le daba asco. ¿Cómo podía comer la gente eso? El pollo rebozado le hacía pensar en cercos de sudor en las axilas y pelo lleno de grasa, ese pelo que se quedaba pegado a la cabeza en forma de mechones. Eso por no hablar de las hamburguesas que chorreaban queso fundido. El queso fundido le hacía pensar en diminutas partículas de caspa y en la gente que tenía los dientes torcidos.

Salió de la cocina y caminó por el pasillo. Al levantar la cabeza del móvil se dio cuenta de que la luz del salón estaba encendida.

–¿Carlos? 

A esa hora solía estar en el gimnasio, pero quizá había vuelto antes. Una voz dentro de ella deseó que se hubiese lesionado. No algo grave, solo lo justo para que no pudiese ir a entrenar en tres o cuatro días. Quizá así podría abrir la web del supermercado y hacer la puta compra. Era una voz bajita pero insistente.

–¿Carlos?

No se oía nada. Llegó al salón y vio que no había nadie. El muy idiota debía de haberse dejado la luz encendida. Se dejó caer en el sofá y seleccionó el filtro de comida japonesa. Iba a ser la tercera noche que comían sushi. Carlos lo odiaba. La aplicación señaló cuarenta minutos de espera. Le daba tiempo a darse una ducha. Al levantarse se fijó en que la cristalera que daba a la parte delantera de la casa estaba llena de marcas de dedos. Estaban por fuera, como si alguien se hubiera apoyado en ella con las manos sucias. Cómo se le podía haber pasado eso a la chica. Lo había dejado muy claro cuando la había contratado, quería profesionalidad. Nada de echarse a descansar un rato en el sofá o hablar por el móvil, y por supuesto nada de dejar las cosas a medias. ¿Iba a tener que estar vigilándola? ¿Era tanto pedir que la gente hiciese bien su trabajo?

Lo primero que había hecho nada más levantarse había sido mirar por la ventana. Estaba seguro de que iba a encontrar de nuevo al chico allí parado, observando fijamente la casa. La tarde anterior no lo había visto, aunque había estado pendiente. Pero al despertarse había tenido una sensación extraña. Nada más abrir los ojos había sentido que lo observaban, como cuando notas que alguien te está mirando en un lugar lleno de gente. Se acercó a la ventana pero no había nadie. 

Se duchó, se vistió y cogió el portátil. Hoy no trabajaba en casa, tenía una reunión con un cliente. Marta debía de haberse ido hacía un rato, no la había oído levantarse. Hacía varios días que apenas coincidían y cuando lo hacían ella parecía estresada, a punto de saltar por cualquier cosa. Como la noche anterior, cuando se puso como una loca porque él se quejó del sushi. Guardó el portátil en el maletín y bajó al garaje. Condujo hasta la salida de la urbanización y se detuvo delante de la garita del guardia de seguridad para que le levantase la barrera. Mientras esperaba pensó algo. Bajó la ventanilla y le hizo un gesto al guardia para que se acercase. 

–Buenas, Carlos. ¿Cómo estamos?

–Bien. Oye, te quería preguntar algo. ¿Conoces al jardinero nuevo?

–No mucho. Lleva poco aquí y tampoco es muy hablador, hace su trabajo y se va. ¿Por qué? ¿Ha habido algún problema?

–Ayer lo vi dos veces parado delante de mi casa, mirando las ventanas de arriba. Estuvo bastante tiempo allí quieto, no se movió ni cuando me asomé para que me viera. ¿Te ha comentado algo raro algún vecino?

–No, la verdad.

–¿Sabes si tiene algún problema? Me refiero a si lo han mandado de un programa de discapacidad o algo así. 

–No tengo ni idea, lo ha contratado el administrador, como siempre. A mí me pareció normal, pero solo he hablado un par de veces con él.

–Bueno, hazme un favor, échale un ojo, ¿vale? Date una vuelta cuando esté por aquí a ver qué hace. 

No se lo podía creer. Otra vez la puta nevera vacía. Pensó en hacer la compra ella misma, no le iba a llevar más de media hora en la web del supermercado, pero se contuvo. No podía ceder. La vocecita insistente y desagradable de su cabeza le dijo que pidiese sushi de nuevo. Repitió el pedido del día anterior, pero cambió la tempura de verduras por la ensalada de algas. La tempura era lo único que le gustaba a Carlos, se comía el plato entero y apenas le dejaba probarla. A ella la textura fría y escurridiza de las algas le hacía pensar en las duchas de los vestuarios y en cuando se le cayó una uña del pie después de ponerse negra. 

Cuando acabó el pedido fue hasta el salón. Carlos se había vuelto a dejar la luz encendida. Era alucinante, no podía ser tan imbécil, tenía que hacerlo aposta para cabrearla. Se acercó a la cristalera para ver si al menos la chica le había hecho caso. Por la mañana le había dejado claro que aquello no podía repetirse.

Entonces lo vio. Al otro lado del cristal había un hombre. Estaba quieto a una distancia de unos cinco metros, mirando hacia el interior del salón. Se quedó paralizada. El corazón empezó a latirle con fuerza. Lo mejor era que llamase a la seguridad de la urbanización, pero era incapaz de moverse. El hombre se giró y la vio.

Marta no sabía cuánto tiempo había pasado en ese estado. Quizá solo habían sido unos segundos, pero había tenido la sensación de que se dilataban hasta convertirse en horas. El sonido chirriante de la puerta del garaje la sacó de la parálisis. Se movió para coger el móvil que había dejado sobre la mesa y cuando levantó la vista de nuevo el hombre se había dado la vuelta y caminaba hasta la carretera que daba acceso a las casas de aquella zona de la urbanización. Se dio cuenta de que llevaba el uniforme de jardinero y se sintió idiota, pero no se le quitó la sensación extraña de la boca del estómago.

Aparcó el coche y entró en casa con desgana. Se había dado una paliza en el gimnasio y no le apetecía que Marta le montase una bronca por cualquier idiotez. Había pensado decirle que tenía trabajo, así podía ponerse una peli en el despacho. 

–¿Carlos?

–Voy a darme una ducha –gritó desde las escaleras–. Cena tú, tengo que seguir trabajando.

Marta apareció junto al primer peldaño. Pensó que no se iba a librar de la bronca, pero algo en el gesto de ella le alarmó.

–¿Estás bien?

–Sí, no sé, es una tontería. 

–¿Ha pasado algo?

–Seguro que no tiene importancia, pero cuando he llegado a casa he visto al jardinero mirándome desde el otro lado de la cristalera. Ha sido raro, estaba ahí completamente quieto.

–¿Ha dicho algo? ¿Ha intentado entrar a la casa? 

–No, no, seguramente es una tontería, estaría trabajando y ya está. 

–Escucha, no es una tontería. Ayer por la mañana me pasó lo mismo, lo vi ahí quieto un par de veces. Estaba parado sin hacer nada, pensé que simplemente era uno de esos chicos lentos, que lo habían mando de algún programa de inserción social o algo así. Pero hablé con uno de los de seguridad y me dijo que no.

–¿Hablaste con los de seguridad?

–Sí, me dijo que le echarían un ojo.

–Les puedo preguntar a los vecinos de al lado, por si han visto algo. ¿Cómo se llama ella? ¿Marina? ¿María? Que estén atentos ellos también.

Llevaba todo el día pensando en ello. No podía sacarse a aquel hombre de la cabeza. ¿No era muy tarde para que un jardinero estuviese trabajando? Debían de ser más de las ocho. ¿Y por qué estaba observando el interior de la casa? ¿Por qué se la había quedado mirando luego a ella? No le había parecido que estuviese cabreado, tampoco que la hubiese mirado con deseo, como esos babosos que se pegan a las adolescentes en el metro. Simplemente estaba allí, quieto, con gesto serio. En el momento no lo pensó, pero ahora se daba cuenta de que tenía la barbilla alta, con una expresión de orgullo. Sí, había cierta soberbia en su gesto. Era justo eso: arrogancia. Marta se revolvió en la silla de la oficina. Quizá también un poco de desprecio.

Mientras conducía de vuelta a casa se notaba nerviosa. La gente que iba en bici siempre la sacaba de sus casillas, pero aquel día la estaban desquiciando del todo. Un imbécil le dio una patada en la puerta del copiloto por acercarse mucho a él en una calle estrecha. La vocecita de su cabeza le dijo que lo atropellase. Fue muy insistente. En la autopista tampoco logró tranquilizarse. Le había pedido a Carlos que saliese antes del gimnasio para que la casa no estuviese vacía cuando ella llegase, pero estaba segura de que se había olvidado. Al menos estaría la chica, le había pedido cambiar el turno porque esa mañana tenía unas pruebas médicas. Esperaba que no fuese nada grave porque no quería empezar a tener que tramitar bajas y buscar sustitutas. Ya tenía bastante en el trabajo como para tener que ocuparse de eso.

Tomó el desvío de la urbanización y se detuvo en la barrera hasta que el guardia la levantó. Hacia fuera la seguridad del recinto era bastante impresionante, pero dentro todo eran espacios abiertos. Las casas ni siquiera estaban separadas por vallas unas de otras, salvo el jardín privado que tenían en la parte de atrás. La idea era crear comunidad, que los vecinos se conociesen y los niños jugasen en la calle. Eso había dicho el comercial de la inmobiliaria. A Marta le había parecido buena idea, pero ahora echaba de menos una valla enorme en su jardín delantero. 

Antes de girar hacia su calle detuvo el coche de un frenazo. Junto a la puerta delantera de la casa, la chica hablaba con el jardinero. Estaba demasiado lejos para verlos bien, pero ella no llevaba el uniforme, así que debía de haber acabado. Parecía una conversación amistosa, no podía oír lo que decían pero ella sonreía y gesticulaba como si le estuviese contando algo divertido. ¿Estarían hablando de ella y de Carlos? Se están riendo de ti, insistió una y otra vez la vocecilla en un tono especialmente irritante. Por eso la mirada soberbia de ayer, seguro que llevan meses riéndose de vosotros. Creen que sois idiotas, unos niños de papá que lo han tenido todo hecho, que nunca se habían esforzado por nada. O quizá era otra cosa. Seguro que estaban hablando de la cara que se les iba a quedar cuando viesen que les habían robado. No tenían demasiadas joyas ni efectivo en casa, pero para esa gente debía de ser mucho dinero. 

Al cabo de unos cinco minutos, echaron a andar por el camino y se despidieron con un saludo al llegar a la carretera. Ella se encaminó hacia la salida de la urbanización y él se acercó a su carretilla. Se quedó mirándolo unos instantes más. Ahora que podía verlo con más calma se dio cuenta de que le recordaba a alguien. Estaba segura de que había visto esa nariz y ese mentón antes. Abrió Instagram y buscó en las fotos antiguas. Allí estaba.

Había perdido toda la mañana de trabajo. Era incapaz de concentrarse, se sentía observado. La sensación de que le estaban vigilando era cada vez más intensa. No paraba de levantarse para mirar por la ventana, pero no había visto a nadie. ¿Por qué cojones tenía que sentirse así en su propia casa? Estaba pagando un dineral para vivir en aquel sitio porque se suponía que era seguro. Cogió el móvil y buscó el número de la seguridad de la urbanización. 

–Hola, mira, soy Carlos, del número quince. Creo que hablé contigo ayer, te pregunté por el jardinero.

–Sí, le eché un ojo cuando hice las rondas. Dejé también el aviso para los compañeros de los otros turnos.

–Pues no lo hicisteis muy bien, porque ayer por la tarde se lo encontró mi mujer otra vez delante de casa. Mira, no quiero tener que ponerle una queja a tu jefe, hazme un favor, mándame las imágenes de las cámaras de los últimos días. Quiero ver si lo ha hecho más veces o si lo ha hecho en casa de otros vecinos. Envíame los archivos a mi email cuando los tengas, te pongo la dirección en un mensaje.

Colgó sin darle opción de responder. En cuanto tuviese las imágenes pensaba llamar al administrador para que echase al jardinero. Le daba igual si el chico era retrasado, discapacitado o como coño se les tuviese que llamar ahora, no pensaba consentir aquello. Además, ¿y si no era eso? Era sudamericano, ¿no? ¿Cuántas noticias habían salido sobre bandas latinas? Esa gente era peligrosa. Se puso las zapatillas de deporte y cogió las llaves. Si los de seguridad no hacían su trabajo tendría que vigilarlo él mismo. 

Cuando entró en casa se encontró a Carlos en el salón, mirando atentamente el portátil. Llevaba las zapatillas de deporte puestas, pero no parecía que hubiese ido al gimnasio.

–Mira –le tendió el móvil–. Ese chico, el jardinero, es clavado a la mujer que cuidaba de tu madre. Sabía que me recordaba a alguien y entonces caí.

–¿Qué?

–La señora que cuidaba a tu madre. 

–¿Sí? –Carlos miró el móvil.

–Joder, Carlos, mira la forma de la cara. Tienen que ser familia. ¿Cuántos años tendrá ese chico, dieciocho o veinte? Puede ser perfectamente su hijo.

–¿Su hijo?

–Sí, piénsalo. ¿La mujer esa no se quedó en la calle? Después de que muriera tu madre y la echarais la desahuciaron. El día que quedamos con ella para firmar el finiquito dijo que le iban a quitar la custodia de su hijo. ¿No te acuerdas que empezó a gritar por la escalera como una loca? Salieron hasta los vecinos.

–Le dimos lo que marcaba la ley, ¿qué íbamos a hacer, regalarle el piso? Además, no podía tener ninguna queja, la tratamos siempre como si fuese de la familia. 

–Ya, pero si es su hijo nos echará la culpa.

–¿Por qué? Se había muerto mi madre, ¿qué iba a hacer yo? Mira, no sé si es su hijo, pero da igual. Mañana voy a llamar al administrador para que lo eche. Nosotros no tenemos por qué aguantar esto.

Marta se sentó en el sofá y miró de nuevo la foto de la mujer. Solo se la veía la mitad de la cara, la cámara estaba enfocando a su suegra y ella aparecía algo borrosa. Debía de estar sujetando a la anciana, que por entonces ya no se podía mover. Buscó más fotos de su suegra. La mujer aparecía en muchas, pero nunca entera. A veces era un brazo, otras una mano, otras una pierna difuminada en el fondo. Al ver todas las fotos seguidas, la sensación era desagradable. Como en una carnicería, dijo la vocecilla. 

Llevaba varias horas revisando las grabaciones. Por el momento no había encontrado gran cosa, el chico repetía una y otra vez las mismas tareas. Barría las hojas, cortaba el césped, podaba los arbustos, arrancaba las malas hierbas. Pero había momentos en que la imagen no se veía demasiado bien. Cuando se alejaba de las cámaras era difícil saber qué estaba haciendo. ¿No se había quedado parado también delante del número diecisiete? Estaba seguro de que sí. 

Cerró el portátil y se frotó los ojos. Llevaba tantas horas mirando la pantalla que empezaban a dolerle. Se echó en el sofá del despacho, tenía un par de horas antes de que amaneciese, después llamaría al administrador. Aquello no podía quedar así. No iba a consentir que no le dejasen estar tranquilo en su propia casa. Se despertó sobresaltado unas horas más tarde. Bajó corriendo las escaleras. No sabía exactamente cuánto había dormido, pero por la luz que entraba en el salón debía de estar bien entrada la mañana. Recorrió la planta de abajo comprobando las puertas y las ventanas. Todas parecían bien cerradas, pero no podía quitarse de encima la sensación de que le estaban observando. ¿Por qué tenía que pasarles esto a ellos? Solo querían vivir tranquilos. 

Fue a la cocina a hacerse un café. En cuanto lo acabase iba a llamar al administrador. Se sentó en un taburete y cerró los ojos. La cabeza le dolía como si la tuviese llena de alfileres. Aquello tenía que acabar. Al levantarse para buscar el móvil oyó un ruido. Estaba seguro de que había sonado en el salón. Corrió hacia allí. Al otro lado de la cristalera, el jardinero arrancaba las malas hierbas del parterre que separaba su casa de la del vecino. Estaba disimulando. Se le notaba. Seguro que unos segundos antes había intentado abrir la cristalera. Estaba claro que se había puesto a remover la tierra para disimular. Eso no podía quedar así. No se lo merecían, no habían hecho nada. No iba a consentir que le acosasen en su propia casa. Salió al jardín y se lanzó contra el chico, que estaba arrodillado de espaldas a él. Antes de que el otro pudiera reaccionar, la cabeza le había golpeado contra las piedras que delimitaban el parterre. La sangre empezó a salir mientras Carlos le seguía pegando puñetazos. 

El fin de semana había sido muy tranquilo. La nevera volvía a estar llena, Carlos había empezado a ocuparse de la compra sin que tuviese que pedírselo. La vocecilla de su cabeza también estaba más callada. Ahora solo le irritaba la gente que tenía la cabeza muy pequeña. Le recordaba a los adornos que colgaba la gente en el retrovisor. Le daban ganas de arrancar aquellas cabecitas diminutas y colgarlas ella también en su coche. 

Se sentó junto a su marido en el columpio del porche. Lo habían comprado el fin de semana, Carlos pensó que sería agradable sentarse allí por la tarde ahora que los días empezaban a ser más cálidos, como en las películas. Se fijó en que ya habían contratado a un nuevo jardinero. Estaba al otro lado de la calle, arreglando los arbustos de hortensias. Cuando acabó, continuó con los que estaban más cerca de ellos. Marta le observó fijamente unos instantes y se giró hacia su marido: 

–¿No crees que se parece a alguien?