La recuperación de la obra de Luisa Carnés es un acto de justicia y reparación literaria, y todo lo que contribuya a su reconocimiento, difusión y socialización, no puede sino ser celebrado. Sin embargo, el modo en que se está produciendo tal recuperación aleja, y en ocasiones neutraliza, el sentido político de la novela de Carnés. En primer lugar, ha sido un lugar común anunciar a la autora de Tea rooms como la novelista olvidada de la –mal llamada– 'generación del 27'.
Es cierto que Carnés compartió época con los poetas del 27, pero su lugar de enunciación era radicalmente otro; la suya es una literatura obrera y revolucionaria, una 'literatura desde abajo', escrita desde la explotación y contra la explotación. Esta literatura ocupaba una posición distinta en el interior del campo literario. Si la literatura del 27 tenía entre sus órganos de difusión de su poética pura y autónoma la Revista de Occidente, la literatura social-revolucionaria publicaba en la editorial Oriente. La imagen no puede ser más clara ni la brújula más precisa. Carnés y su literatura ocupaban un lugar distinto y en conflicto con las poéticas dominantes a las que ahora se la quiere adscribir.
Seguir leyendo a Carnés como la 'escritora olvidada de la generación del 27' supone situarla en un lugar equivocado y negarle las condiciones de legibilidad que harían posible entender su obra como una literatura otra, pensada y construida desde un lugar otro, distinto al lugar desde donde siempre se ha escrito la literatura: la ideología y la cultura burguesa. La recuperación por sí misma no vale nada: no solo hay que recuperar el texto sino restituir las condiciones de legibilidad que le dan sentido. Esto es lo que no está ocurriendo. Tampoco con la adaptación televisiva de Tea rooms, o al menos esa es la conclusión que podemos provisionalmente extraer una vez vistos los primeros capítulos emitidos.
No hace falta dejar transcurrir mucho tiempo para empezar a detectar síntomas de la despolitización que se lleva a cabo. De entrada, la trama se sitúa en el Madrid de 1930. Antes, pues, de la proclamación de la República. Es curioso este desplazamiento temporal y tal vez habrá que esperar algunos episodios más para dar con la respuesta que lo explique. Pero llama la atención, ya que uno de los aspectos históricamente más interesantes de Tea rooms es que describe, desde la perspectiva de una mujer de clase trabajadora, la España republicana como un lugar político en conflicto.
Esta visión se aleja de las elaboraciones posteriores que se harían desde la historiografía franquista, que pretende dibujar una República como sinónimo de caos para legitimar un golpe de Estado que pacificaría y volvería a poner orden al país, pero también de la imagen idílica de una República burguesa, de maestros, poetas e intelectuales, que se ve amenazada y atrapada por extremos que se tocan. La República de Carnés no es caótica ni ideal, sino conflictiva y atravesada por una lucha de clases.
Como novela obrera y revolucionaria, Tea rooms explica los conflictos desde la lucha de clases. En La Moderna, el antagonismo social brilla por su ausencia. Si en la novela de Carnés la posición social de los individuos está determinada por una estructura de explotación, que divide el mundo en dos mitades, entre los que poseen los medios de producción y quienes los hacen funcionar con su fuerza de trabajo, estableciendo una relación entre ellos que no puede ser sino conflictiva, en la serie de televisión lo real de la explotación se desplaza a favor de una imagen en la que los conflictos se concilian y armonizan.
El personaje del dueño del salón de té, como un buen patrón, comprensivo y justo, pero no caritativo (el jornal hay que merecerlo), cumple esa función armonizadora, que hace del salón de té un espacio libre de lucha de clases. El conflicto está suspendido, y apenas surgen algunas fricciones entre una encargada demasiado severa y una Matilde, la protagonista, que en ocasiones –pero tampoco en demasiadas– se pasa de respondona, como así se lo remarca la encargada. La Matilde de Tea rooms, sin embargo, no es una protestona: tiene conciencia de clase y en consecuencia habla, actúa y se moviliza para la emancipación de la mujer trabajadora de la estructura de explotación capitalista.
A diferencia de la Matilde de Carnés, la de La Moderna no es una explotada, es una mujer con problemas económicos que son fruto de la desgracia, de la mala suerte, de un accidente. Cuando era adolescente la Matilde de La Moderna presencia la muerte de su padre, que fue atropellado mientras paseaba por la calle. Con este accidente empieza una trama más propia de un folletín decimonónico protagonizado por una pobre huérfana que tiene que sobrevivir a la penuria que la muerte del padre le deja. Matilde tiene que ocupar el lugar patriarcal que deja vacante el padre muerto y sacar adelante, con su esfuerzo y constancia, la familia. Difícil para una mujer de su época –como así se remarca constantemente–, pero la imagen de la mujer moderna se terminará imponiendo a la realidad.
Busca trabajo y finalmente lo encuentra en el salón de té La Moderna, gracias a la benevolencia del buen patrón, que la contrata ante a la desaprobación de la encargada. Parece que la vida empieza a sonreírle, pero a su casero se le acaba la paciencia y le exige a esta familia sin padre el pago inmediato de los retrasos del alquiler. Un gesto caritativo de una clienta de clase alta que frecuenta el salón de té le permite a Matilde disponer del dinero que habría de evitar el desahucio. Sin embargo, le roban el sobre que contenía el dinero en el metro cuando se cruza con una huelga de trabajadores cuyas demandas la serie no explicita.
Esta escena es crucial para entender el sentido de la serie en oposición a la novela. La huelga tiene en la trama un sentido negativo y termina provocando el desahucio de la protagonista y su familia. Mientras que en el siguiente capítulo, otro rico misericordioso les alquilará su casa y se armonizará nuevamente el conflicto gracias a la generosidad de los de arriba, la huelga refuerza el relato desgraciado, basado en la mala suerte, de la protagonista. En Tea rooms, la huelga es un mecanismo de respuesta social y no interfiere en la vida de Matilde como algo ajeno y pernicioso; la Matilde de Tea rooms secundaría la huelga.
La reconstrucción del espacio cumple asimismo en la serie la función ideológica de opacar la explotación. Si bien en algunas escenas se muestra el improvisado vestuario de las empleadas del salón de té en un viejo y sucio almacén lleno de chinches –como sucede en la novela–, llama la atención el obrador del pastelero italiano. En la novela se queda ciego por trabajar en una suerte de sótano sin luz natural. En la serie la luz natural entra por unas ventanas que dan al patio de la finca. Las huellas de la explotación sobre el cuerpo –dolorido, destrozado– tan presente en la novela, apenas tienen su eco en una serie donde en realidad se representa poco el trabajo y mucho la trastienda (donde la murmuración anticipa los enredos que llegarán).
El lugar de la explotación se convierte en un espacio donde es posible realizar el sueño del amor. Los tintes melodramáticos de la serie se completan con la canción de la cabecera, interpretada por Pastora Soler. La Matilde de La Moderna se reencuentra con un amigo de la infancia, pero aquellos jóvenes ahora ocupan lugares sociales muy distintos: ella es dependienta del salón de té, mientras que él es la mano derecha de un gran empresario que es dueño de la galería en la que se encuentra el salón de té. Seguramente aquí surgirán algunos enredos, pero lo que interesa observar es que Matilde, como un ingenuo personaje de novela rosa y sentimental, se enamora románticamente de esta encarnación de galán de cine de época. El enamoramiento de la Matilde televisiva contrasta con los discursos contra el amor romántico y el matrimonio como institución de la Matilde de la novela de Luisa Carnés, que los describe y denuncia como mecanismos de dominación patriarcal que impiden la emancipación de las mujeres. En la tele, sin embargo, y como rezan los versos del estribillo de la canción, "en La Moderna siempre es posible el amor". Pero no la explotación, según parece, siempre opacada o armonizada en el relato audiovisual.
Decía Slavoj Žižek, en uno de sus célebres chistes, que la posmodernidad nos ofrece constantemente, como significantes vaciados de significado, productos donde se ha eliminado lo real que lo constituye, como el café sin cafeína, la cerveza sin alcohol o el helado sin azúcar. A lo que podríamos añadir: y la Historia sin historicidad. En efecto, y como decía Fredric Jameson, una de las características que define la posmodernidad es la liquidación de la historicidad; entendida esta como conflicto y contradicción, como lucha de clases. En La Moderna la historicidad ha sido liquidada y en ella el té se sirve sin teína, no vaya a ser que nos pongamos de los nervios y empecemos a pensarnos históricamente y a tratar de buscar en el mundo lo real de la explotación. Es mejor reprimir esa visión y seguir viéndonos imaginariamente libres, y acaso un poco respondones, que siempre habrá alguien lo suficientemente misericordioso para darnos una propina. La lucha de clases ha sido suprimida.