En realidad, Villa Grimaldi fue demolida por la propia dictadura para intentar borrar evidencia incluso de su existencia. Hasta las piedras fueron llevadas y arrojadas al mar, como los propios desaparecidos. Pero pervivió en la memoria de los supervivientes. En la obra, ellas deciden sobre ese espacio que la sociedad civil recuperó como un puro descampado en 1994, el primer espacio del Cono Sur americano recuperado de todos los que operaron en los años setenta como centros de exterminio y tortura.
La situación que plantea la obra tiene un peso histórico y simbólico en Chile enorme. Pero Calderón, inteligentemente, lo presenta como un juguete dialéctico, con toques continuos de humor, no para diluir el conflicto, sino para ir al mismo centro del corazón chileno y apretarlo hasta que sangre. Al principio, aquello es como un laboratorio irónico sobre la misma estructura de la democracia basada en la discusión, el consenso y el voto. Hay que decidir qué hacer con Villa Grimaldi, hacer un museo contemporáneo rehuyendo el conflicto dedicado a la memoria histórica o una reconstrucción de lo que fue el edificio y mostrar el terror que allí se ejerció o una casa del terror o dejarlo como está, en un jardín poblado por las intervenciones que los supervivientes han ido realizando.
Pero no se puede avanzar; cada vez que hay un voto, alguien, no se sabe bien quién de las tres, vota “marichiweu”, un grito mapuche, raza originaria de Chile que ha sufrido todas las opresiones e injusticias desde que aquella tierra fuera conquistada hasta hoy mismo, y que significa “diez veces venceremos”. Un grito con el que Calderón quiere simbolizar la posición de buena parte de la generación de los hijos de los desaparecidos, un grito que contiene rabia, que piensa que no hay reparación posible, que la reconciliación de la transición a la democracia chilena fue impuesta y ha abolido cualquier tipo de justicia con los más de 4.000 torturados y más de 1.000 muertos y desaparecidos.
La obra Villa es confluencia de muchas virtudes. La primera, una interpretación llena de verdad por parte de las actrices que son capaces de moverse en un código hiperrealista y dinamizar un texto denso, lleno de referentes y de vericuetos sin que en ningún segundo se interrumpa la electricidad entre el espectador y la escena. La segunda, un texto que contiene una escritura que combina la maestría del tempo teatral, un dominio del diálogo impresionante y, sobre todo, una capacidad de ir desvelando los problemas no resueltos, encallados y que siguen supurando, de una sociedad en las que en muchas ocasiones se confunde la reconciliación con la falta de justicia. Un desvelamiento que el autor consigue con gran eficacia al combinar la metáfora con una frontalidad furibunda al sistema y una acumulación de signos y símbolos de gran inteligencia.
Ejemplo de ello es que Calderón, en un momento de la obra, hace decir a una de las actrices que ella montaría un museo de la memoria en Villa Grimaldi y que en la segunda planta pondría un pastor alemán vivo para simbolizar cómo los militares allí violaban a las mujeres con perros. Consigue el autor con esta escena varias cosas: una es poner en solfa el Museo de la Memoria inaugurado por la presidenta de Chile en el año 2010; “queríamos justicia y nos dieron un museo”, se lamenta Calderón en declaraciones a este periódico. Pero la escena también pone en cuestión la capacidad de restitución del arte, aunque este sea feroz e ilustre con brutalidad. Y además, la escena también aborda un tema candente e irresuelto en Chile como fue el Informe Rettig, un reporte durísimo que certificaba el tipo de torturas ejercidas por la dictadura tales como introducir ratas en las vaginas de las presas, violar a hombres delante de sus familiares, forzar a miembros de una misma familia a tener relaciones sexuales o, como dicen en la obra, "violar mujeres con canes".
“Con ese informe se dio algo paradójico en Chile, fue un libro muy importante, la gente que lo leyó no podía creerlo, es difícil imaginar que esto lo puede hacer un ser humano. Y eso mismo sirvió para eximir de culpa y responsabilidades al Estado”, explica Guillermo Calderón. “La derecha pudo argumentar que ellos no sabían nada, que se colaron unos psicópatas en ciertos sectores de la batalla de inteligencia. Y no fue así, esa gente no eran psicópatas aislados, estuvieron formados en esas estrategias en el propio Chile y en Brasil con entrenadores brasileños y estadounidenses. Aquello fue una política diseñada por la dictadura que creó un estado de guerra donde el enemigo era interno y podía ser tratado como un invasor”, concluye. Toda esa carga tiene esa pequeña escena de la obra. Un buen ejemplo de la densidad y la posición política del autor y director de la pieza.
Calderón no quiere olvidar, abjura de la reconciliación democrática que supone que toda una parte de la sociedad no ha tenido que responder a su vinculación a los crímenes de la dictadura. Es más, Villa es un grito por el derecho a no sanar, a poder quedar traumado, a negar que después de la muerte horrible pueda haber vida, a negar la posibilidad de renacimiento tanto del individuo como del propio Chile sin que haya justicia reparadora. Todo Chile es Villa Grimaldi, “todo Chile es un camposanto”, se dice en la obra. Su crítica recorre tanto la transición en los años noventa de presidentes como Eduardo Frei o Ricardo Lagos, hasta las de Michelle Bachelet, Sebastián Piñera o el hoy presidente Gabriel Boric. Contra todo ese periplo se levanta Villa, sin cesión ninguna, con la justica entre ceja y ceja.
La obra protagonizada por Francisca Lewin, Macarena Zamudio y Carla Romero y que ha podido verse en el festival FIT de Cádiz, antes de su llegada a Madrid para el Festival de Otoño, se estrenó en 2011 en Londres 38, otro centro de detención, tortura y exterminio de Chile. “Quería que la obra fuera excluyente, hago teatro político y no quería que pasase como en otras obras mías, como Neva, a la que vinieron dos exministros de Pinochet a pasar una tarde de sábado”, explica Calderón. Un momento distinto al actual en el que la pieza se escenificaba junto a otra, Discurso, que ficcionalizaba el último discurso de Michelle Bachelet. “Bachelet nunca habló de su paso por Villa Grimaldi, por decisión propia decidió no hacerlo, en aquella pieza de manera indirecta lo hacíamos y respondíamos así a todos los ataques que había recibido. Luego, años más tarde, Bachelet sí hablo sobre esa experiencia y creímos que no tenía sentido reponerla ahora junto a Villa”, sostiene.
El 11 de septiembre de este año, el mismo día que los militares bombardearon la casa de Gobierno y provocaron el suicidio del presidente electo Salvador Allende hace 50 años, la pieza volvió a reponerse en uno de los sótanos del gran centro de exterminio de la dictadura, el Estadio Nacional, un lugar donde “los mismos que asistieron al mundial de fútbol del año 1962, para el que se creo el edificio, eran torturados y asesinados”, recuerda Calderón. La función se representó sin público, fue retrasmitida y grabada por la productora del espectáculo, Fundación Teatro a Mil, durante días en Chile. De aquella representación cargada de simbolismo el elenco, sobre todo, recuerda el frío: “Era un espacio que en más de 60 años no había entrado un rayo de luz y donde hacía un frío descomunal, solo podíamos pensar que habitar durante meses allí con ese frio debía ser ya una tortura peor incluso que las que infligían a los presos”, concluye Calderón.
Pero Calderón va más allá: “Nuestro verdadero aniversario del golpe fue revivir la violencia del Estado en la revolución que vivimos en Chile en 2019. Ver como el presidente Piñera decretó el estado de excepción, afirmó que estábamos en guerra, que otra vez el enemigo era interno y con todo esto permitió la durísima represión de la policía y los militares que pudieron salir a la calle y disparar impunemente. Más de 500 jóvenes perdieron los ojos en las calles. Algo que tuvo en nuestra generación el mismo efecto que la tortura, un efecto de humillación y dolor que destruyó tanto la víctima como a todos los que estábamos cerca”, explica. “Ese fue nuestro verdadero aniversario”.
Además de Villa, dentro del Festival de Otoño, se podrá ver la obra que este autor coescribió con el uruguayo Gabriel Calderón, Constante, obra que ya estuvo el año pasado en el Festival de Almagro. Calderón está en un momento de madurez de escritura bien interesante. Por ejemplo, acaba de ganar el Premio al mejor guion en la Mostra de Cine de Venecia por El Conde.
Y ya está preparando nueva obra para el próximo enero. El título, Vaca. El tema es "el estado mental y espiritual aterrorizado, prefascista y totalmente nihilista" en el que estamos "atrapados". "Tenemos un presidente [Gabriel Boric] que en teoría es de izquierdas, pero que sus políticas son las de un socialdemócrata que además es incapaz de correr ningún riesgo que lo asocie con una memoria que pueda ser acusada de izquierdas. Pero sí es capaz de anunciar, en su gran discurso anual, que va a hacer una gran inversión en drones y en cámaras de identificación facial por todo el centro de Santiago. Cede en todo a la derecha y nos vende el relato de que es mejor que lo haga él a que lo haga el fascismo que se viene y que tan apoyado está por el partido político español Vox. Esto último, que puede sonar un poco exagerado, no lo es. El peso de Vox hoy en la derecha chilena es inmensa”, alerta el director teatral.
Chile siempre fue un teatro querido y admirado en España. Compañías como La Troppa, creadores como Andrés Pérez, colectivos actuales como La Patogallina o incluso La Re-sentida. Teatro popular, farsesco, poético y siempre político que surge de una realidad apremiante ante la que el artista ha de posicionarse. El teatro de Calderón tiene todo esto, más una muy alta capacidad de literatura dramática que hace que sus puestas en escena cojan un gran vuelo y profundidad. Además, el eco que tiene esta pieza en España y su historia reciente es insoslayable.
Tras las dos funciones seguidas en la Sala Central Lechera de Cádiz, la obra viaja a Madrid para el Festival de Otoño, la última edición que dirige Alberto Conejero. El festival se inaugurará este jueves con Liebestod de Angélica Liddell, una radiografía negra sobre el páramo espiritual y cultural de este país encarnada en una de las figuras más poderosas del toreo, Juan Belmonte. Se podrá ver también a uno de los grandes directores argentinos, Daniel Veronese, que llega con un montaje con gran potencia actoral del texto del gran escritor americano David Foster Wallace, Encuentros breves con hombres repulsivos. Pero también en este primer fin de semana de este festival que se prolongará hasta el 26 de noviembre, podrá verse una de las piezas más demoledoras, uno de los grandes textos americanos escritos en el siglo XXI sobre la memoria política de un país.