A riesgo de parecer poco original, ¿cuál es la última promesa que ha hecho usted?
Me la preguntaron el otro día y tuve que reconocer que no me acordaba [ríe]. Y precisamente porque no me acuerdo he usado esta pregunta en las charlas que he hecho sobre el tema y sorprende que la situación de desconcierto es bastante común. Cuando nos acercamos a las promesas, ya sea en espacios ya sean íntimos o colectivos, algo se tambalea. En cambio, cuando hablamos de promesas de la esfera pública, desde programas políticos hasta la publicidad y el subtexto capitalista, sí somos conscientes de que nos relacionamos a través de su estructura. Aunque sea ahora a través de su fracaso o desilusión.
Ya no se hacen promesas, sostiene en el libro. El futuro incierto no invita a ello.
La promesa tiene la particularidad de no ser solo un discurso sobre el futuro: no es un propósito, ni un objetivo, ni un proyecto… La promesa crea un vínculo con alguien –personas o entidades– al que se dirige y un compromiso con la acción. Hoy el problema no es tanto el futuro, creo, porque no dejamos de hablar de ello y siempre proyectamos. Creo que es más la relación de vínculo, la que está en entredicho.
¿Somos sociedades cada vez más aisladas y en las que escasean los proyectos comunitarios?
Hay un aislamiento individual y una percepción fuerte de que vivimos tiempos inciertos y cambiantes, de que nada de lo que tenemos puede ser que continúe en el corto plazo. Por eso la percepción de estar en un abismo constante o amenaza de catástrofe que no hace falta que sea planetaria, puesto que la propia precariedad laboral y existencial es una forma de vivir esto. Y luego hay una falta de confianza en lo que nosotros mismos podemos crear o dar de nosotros mismos. Vivimos la tiranía del ‘no te puedo prometer nada’, que tiene una parte de humildad y otra impotencia o de desentenderse de la acción.
¿Cuál es el origen de la promesa? En el libro habla de una de las más antiguas y determinantes en la Historia, que es la de la salvación que proviene de Dios.
Tanto el juramento como la promesa, que se cruzan pero no son lo mismo, son expresiones muy antiguas de cuando la humanidad percibe que la palabra no es idéntica a su contenido de verdad. Que no es necesariamente cierta, que puede ser mentira. Por eso hay que jurar y además hay que sostenerlo en el tiempo. La promesa tensa el tiempo y nos permite decir: “Lo que te prometí ayer será válido mañana”. Este es el origen de la necesidad de prometer. Y es tan sencillo y tan poderoso que desde el inicio el poder se apropia de la promesa. Es constante. Las grandes estructuras que se han encargado de organizar el tiempo común, al menos en las civilizaciones occidentales, se basan en una promesa. Una de ellas es la de Dios, entendida como promesa de salvación.
La otra es la promesa del Estado.
El Estado como invento moderno se basa en un pacto, un contrato social, que contiene la promesa de que el soberano promete proteger a su espacio territorial y sus ciudadanos a cambio de fidelidad. Y la tercera gran promesa de las sociedades occidentales es la capitalista. La promesa ilimitada y continuada de que a cambio de nuestra adhesión a través de trabajo y consumo, participaremos de una promesa de crecimiento, enriquecimiento, éxito y prosperidad. Pues las tres grandes promesas [Dios, el Estado y el capitalismo] están en cuestión.
¿Cómo afecta el resquebrajamiento de estas promesas a nuestras sociedades?
Su crisis explica muy bien la sensación de amenaza bajo la cual vivimos. Que no es solo el miedo, que forma parte de la humanidad. La amenaza es la otra cara de la promesa. El problema es la sensación de que vivimos constantemente amenazados por alguna cosa. La tentación reaccionaria es restaurar las grandes promesas. Eso explica muchas de las derivas autoritarias actuales, que tienen que ver con restaurar el poder y la promesa soberana, ya sea Dios o la tecnología, que nos haya de salvar, cuál es la autoridad que nos ha de proteger y el motor que nos ha de dar un horizonte de prosperidad para unos cuantos (porque para todos ya sabemos que no será).
¿Qué alternativas existen ante este repliegue? ¿Qué otros horizontes se pueden ofrecer?
¿Qué promesa podemos hacernos entre iguales? Esta es la pregunta. En igualdad de derechos y legitimidades. ¿Quién organiza el tiempo común y orienta pasados y futuros? ¿Nuevos dioses? ¿Inteligencias artificiales? ¿Nuevos tiranos? ¿O una reciprocidad de la palabra dada?
¿Y cómo se traduce la promesa entre iguales a la acción política? ¿A la vida colectiva?
Creo que es una forma de releer la historia política y cultural de la emancipación. Solo aquella promesa o forma de darnos la palabra y el tiempo en la que todo el mundo tenga el mismo derecho de participar y ser acogido, es una promesa igualitaria. Que nadie sea excluido. Eso históricamente es lo que anuncian los momentos revolucionarios en la historia moderna y las prácticas de emancipación actuales, como cuando el feminismo sitúa una reivindicación de igualdad de derechos sino de transformación de la vida desde múltiples puntos de vida y cuerpos distintos.
Otra promesa que tiene que ver con el actual momento político global, aunque no lo cita en el libro, tiene que ver con las democracias. Durante años, se vincularon con el progreso económico, algo que hoy está en entredicho ante la prosperidad que ofrecen a sus ciudadanos países como China.
La democracia, entendida de forma radical y no solo formal, es una de las figuras de la promesa igualitaria. Una sociedad democrática es aquella donde hay una igualdad formal de derechos, sino una participación real y concreta de todo el mundo, de cualquiera, en la elaboración del sentido común y de las decisiones compartidas. Eso es claramente una promesa igualitaria que hemos visto manipular, convertida en un circo… Democracias convertidas en regímenes poco democráticos. Es una de las grandes decepciones y frustraciones y la respuesta, en vez de ser radicalizar la democracia, se convierte en: la democracia no sirve, regresemos al autoritarismo. Y es una ola que está ocurriendo en todos lados.
Hace doce años, durante el 15M, la frustración sí se catalizó en un movimiento que pedía más democracia. ¿Qué cree que ha ocurrido para que el péndulo se haya desplazado ahora hacia el otro extremo?
El lema del 15M era ‘Democracia Real Ya’. Ese real tenía muchos contenidos abiertos, hablaba de castas, de corrupción, del sistema de partidos, de elitización de la educación… De ahí surge la pregunta de desde donde y cómo hacer real la democracia. ¿Depende solo del sistema de partidos? Esa era una de las impugnaciones de las plazas. Y quedaron canceladas en un embudo partidista porque realmente el sistema es muy fuerte. Siempre se dice que el Estado y los partidos son frágiles, pero no lo son.
El papel de los avances tecnológicos también tiene una importante incidencia a la hora de afrontar el futuro. Usted sostiene además que restan peso a las promesas en favor de las predicciones. ¿Es eso problemático?
En las distintas formas diversas de ordenar el futuro, que siempre ha caracterizado la historia de las culturas, hoy domina el ansia de predicción. Como nos amenaza la incertidumbre, respondemos con predicción. De ahí la inteligencia artificial como gran protagonista de esa posibilidad de predecirlo todo, porque incorpora más datos, parámetros, precisión… La predicción está basada en una expectativa de seguridad. Cuanto más pueda predecir, más seguro me sentiré de que no habrá imprevistos ni accidentes. Es un ansia de control antiquísima, empezando por los oráculos, que han estado siempre en manos del poder, desde reyes a sacerdotes. Entonces, ¿para quién trabajan hoy nuestros artilugios predictivos? Esta es otra pregunta que debemos hacernos.
De hecho, estas potentes nuevas tecnologías no solo analizan o predicen la realidad, sino que son capaces de alterarla o crearla.
¿Pero a partir de qué la crean? Expertas como Helga Nowotny demuestran que se trata de creaciones que parten del pasado, de los datos disponibles. Esto es muy interesante, porque estamos atribuyendo una potencia de creación a un mecanismo o un algoritmo que en realidad no es creativo, sino que combina y recombina elementos ya existentes. Genera sombras del pasado, un poco como la caverna de Platón. Y sirve para lo que sirve, pero le atribuimos unas capacidades que no tiene. Por no decir creación.
Le quería preguntar por otro espacio que conoce bien, la universidad. Y cuyas promesas de ascenso social y inserción laboral también se han roto.
Tengo la sensación de que una de las regresiones claras y para mí sangrantes de nuestra realidad política y social es la reelitización del sistema educativo. Una vuelta a los intereses de ciertas élites. Esto significa segregación por abajo, algo que se estudia y se ve incluso dentro del sistema público, y elitización por arriba. La universidad vive un cierre a determinados colectivos, clases sociales y sensibilidades, sin ser una cuestión estrictamente económica. La universidad del siglo XXI, en un momento de cierre regresivo del sistema de derechos y de acceso a una vida próspera y mejor, está volviendo a manos de pocos. Por desgracia, la universidad es una institución que trabaja para los intereses de clase de su tiempo. Aunque en ella pasen muchas más cosas, esta es la tendencia. Por eso insisto mucho en todo el sistema educativo. También hay que replantear la promesa de la escuela.
¿Cuál cree que debe ser?
El compromiso en no educar solo para adaptarse. Uno de los efectos de las amenazas de nuestro tiempo es que quien no se adapte, cae fuera. Es el éxito disciplinario de la precariedad: que si no te formas continuamente, o cambias de empresa, o montas proyectos constantes… Te harás rígido y dejarás de funcionar. La gran rendición del sistema educativo es educar para adaptarse. Esta servitud adaptativa de individuos y de instituciones educativas. Y no me refiero a que hay que crear individuos heroicos que sean coherentes hasta la muerte, sino crear condiciones colectivas para entender que el tiempo lo hacemos nosotros, no nos hace a nosotros.
Para ir acabando. Hay una promesa que ha sido fundamental para organizar las sociedades tal como las conocemos, que es el matrimonio, del que cuelga la familia.
Clásicamente, está la figura de la prometida, que es un disciplinamiento del tiempo de la mujer al que el marido pide la mano. Y a partir de ahí se instituye un tiempo de espera que pone a prueba la fidelidad hasta que llega el momento del matrimonio. El matrimonio como estructura del tiempo ligada al tiempo y la fidelidad se parece a la de Dios. Y, del mismo modo, en el ámbito del amor, la convivencia o los afectos nos podemos preguntar: ¿cuál es aquí la promesa igualitaria como alternativa? Pues la igual legitimidad a ser parte de ella. No solo ejercer la fidelidad.
Y que no te ate para toda la vida.
Es que la promesa orienta el tiempo común. Si solo es el marido el que tiene derecho a hacerlo y de por vida, pues esta promesa no es tal, es una imposición. Funciona bajo amenaza. La promesa igualitaria ha de poder ser cuestionada y rota. Hay promesas que hay que romper, porque han sido hechas bajo ejercicios de poder, desigualdad, error o engaño.
Por curiosidad, ¿hay alguna promesa conocida, histórica o ficcionada, por la que sienta simpatía o fascinación?
Es la promesa que centra una novelita de Friedrich Dürrenmatt. Es la que hace un policía cualquiera a unos padres que acaba de saber que su hija acaba de ser violada y asesinada. Ese agente, sin ninguna épica y frente al dolor de los padres que le piden que les prometa que encontrará al autor, les dice que sí. Es un sí sin voluntad que nace de la empatía hacia el dolor del otro. Y su vida queda atada a esa promesa irrealizable, se vuelve loco, acaba perdiendo el trabajo y como un paria.
¿Y por qué le fascina?
Porque es una imagen nada épica de la promesa. Lejos de los dioses y los grandes amores. Siempre situamos a la promesa en un lugar de poder, como el “puedo prometer y prometo” de Adolfo Suárez. Pero muchas promesas llegan a nuestras vidas sin haberlas escogido, precisamente porque estamos entramados en un tiempo común donde hay dolor, necesidades, accidentes… En el caso del policía, cuando el vínculo aparece se convierte en irreversible y desencadena toda una vida hasta su final.