Hacen del barrio su bandera. Son de Ciudad Lineal, Madrid. Localistas en esencia pero de ánimo internacionalista. “Justo esta mañana veía un documental sobre Storm, uno de los primeros grupos españoles de heavy, que tenían de mánager a Gonzalo García Pelayo, y en su tarjeta de presentación ponía ‘un producto genuinamente español pero enfocado al éxito mundial’. Pues eso es Alcalá Norte. En nuestro caso, genuinamente de Ciudad Lineal”, afirma Jaime Barbosa (batería) quien luce durante la entrevista una camiseta de Judas Priest. Junto a él, apostados frente a la pantalla, Álvaro Rivas (voz) y Juan Pablo Juliá Ciarelli (guitarra). Los tres conforman el núcleo fundacional de una banda que se completa con Pablo Mendoza (guitarra), Pablo ‘Admin’ (bajo) y Laura de Diego (teclados).
“Siempre hablaba con Juampi [Juan Pablo Juliá] de montar algo pero nunca se concretaba”, explica Barbosa sobre sus inicios allá por 2019. “Un día dejé a mi grupo, Guarrerías Preciados, y quedamos”. En aquella reunión estaba Rivas quien, tras hacer ojitos al plan, fue propuesto como cantante. Y así empezó la cosa. Una cita posterior en el local de ensayo y dos temas para abrir fuego: Perlas ensangrentadas de Alaska y Dinarama y Boys Don’t Cry de The Cure ya en clara apuesta por los postulados ochenteros.
Desde entonces han sufrido no pocas bajas. Un ir y venir de músicos que explicaría la demora en armar un primer álbum tan solo precedido por un par de demos. El disco, Alcalá Norte (Balaunka, 2024), se publica finalmente el 17 de abril y lo hace rodeado de cierta expectación tras los prometedores Supermán, La vida cañón y Los chavales, adelantos que certifican el viraje de sonido con respecto a aquellas primeras grabaciones. “Es verdad que el sonido de las maquetas era un poco más oscurillo, muy de sinte, pero nunca fue así en directo”, explica Barbosa, quien atribuye ese matiz primigenio al teclista de entonces, Jacobo Piñeiro, que también ejercía de productor.
Aseguran que lo del post-punk fue una ingeniosa treta. La vía para hacer confluir una llamativa disparidad en los gustos musicales de sus integrantes, espejo mismo de la diversidad del barrio. Barbosa es jevi de pura cepa. Juampi y Rivas anudan su corazón a los 90. “Fue nuestra manera de engañar a Barbosa y hacer algo cercano a lo que nos mola a nosotros: Stone Roses, Oasis, Blur, un poco del indie español en general... –dice Juampi mirando de reojo a su compañero melenudo– y el punto intermedio era tirar por Joy Division o The Cure”. “Incluso The Smiths, que siempre nos sorprendió que pudieran gustarle”, señala Rivas. Tras dejarles hablar, un incólume Barbosa interviene: “A mí lo suyo no me gusta, pero sí coincidimos en lo más ochentero, como los Burning, que es otro grupo que nos gusta a todos y que además son de Ciudad Lineal”.
Con tales divergencias, también se prepararon para lo peor. Cuenta el batería que durante aquellos primeros meses había un proyecto paralelo de ellos dos por si este se negaba a tocar alguna canción. Algo que nunca llegó a ocurrir. Juampi, aplacando una sonora carcajada, añade: “Tenía nombre: La Columna de Guti, como The Durruti Column”.
La escucha del álbum, al que elDiario.es ha tenido acceso antes de su publicación, confirma tales influencias. Alcalá Norte suena a todo eso. A veces más oscuros (Westminster, 420N, Langemarck). Y otras más luminosos (La sangre del pobre, La calle Elfo, La vida cañón). Además de los ya mencionados The Cure, Joy Division y The Smiths, hay ecos a The House of Love, Stone Roses, La Mode o Derribos Arias. La voz de Rivas se instala cómodamente en el deje canallita de Johnny Cifuentes (Burning) en varios de los temas. Y, más allá de esa bien llevada fricción entre el post-punk y el pop, también revelan unos jugosos detalles metaleros (Westminster) y hasta bakalas (El Guerrero Marroquí).
Un trabajo llamado a despuntar en las listas anuales y en el que destaca la labor de lustre realizada por su productor, Carlos Elías, al que cariñosamente se refieren como “istar” o “Doctor Rock” y del que aseguran es “un miembro más de Alcalá Norte porque entra de guitarrista cuando otro falla”. Él ha tirado de la banda durante estos últimos meses para que materializaran su debut, poniéndolos en contacto, incluso, con Balaunka, la discográfica vasca por la que han fichado.
En lo textual, Alcalá Norte es un hervidero de referencias que precisaría, como sugiere Barbosa, de cosmogonía propia. Por momentos son los Surfin’ Bichos de impostado fanatismo religioso o Los Planetas más lisérgicos hablando de fútbol. Y, en otros, están en la onda de The Clash, agitando lo colectivo. El "catolicismo pobrista" inspirado por León Bloy, las pullas a Cristiano Ronaldo por marcharse del Real Madrid y relatos de poderosos héroes se intercalan, casi telegráficamente, con alusiones a la lucha de clases, el antibelicismo o el antiautoritarismo. Porque Alcalá Norte también viene con manifiesto político bajo el brazo. Un poco a su manera. Entre la chanza y la denuncia real.
Apelan, por ejemplo, a Arturo Soria, artífice de Ciudad Lineal –quien pretendía mejorar las condiciones de vida de la masa obrera hacinada en el barrio– y, en concreto, a su proyecto urbanístico para rodear el centro de Madrid. “Solo construyó cinco de los 40 kilómetros proyectados. ¿Qué podemos hacer nosotros 120 años después? Completar el anillo. ¿Cómo? A base de conciertos, claro. Los cachés van subiendo”, exclama un circunspecto Rivas que, tras acercarse más a la cámara, añade: “Nosotros ya nacimos con esa intención de reivindicar nuestro barrio y con el tiempo hemos empezado a sentirnos actores políticos capaces de disputar la hegemonía al Ayuntamiento, a la Comunidad de Madrid e incluso al Reino de España”, espeta. Tras él, sus compañeros ríen.
Clarea también la intención política en el nombre y logotipo –monolito, más bien– adoptados para el proyecto. Alcalá Norte es, en realidad, un centro comercial, eje vertebrador durante años de la vida social de este barrio madrileño. “Se abrió en 1999 y estaba gestionado por los comerciantes del vecindario que juntaron ahí sus tiendas. No había ningún señor capitalista –cuenta un melancólico Barbosa– íbamos al cine, a merendar, había tiendas de videojuegos, de camisetas heavies, un estudio de tatuajes… Esas movidas... Ahora está terriblemente abandonado”.
A través de sus palabras exhiben conciencia de clase. Se identifican con los desvelos cotidianos del estrato social más humilde. De hecho, las bromas sobre su propia precariedad son constantes. Lo son durante la conversación, pero también pueblan sus redes sociales. El deseo de medrar les impulsa. Y no parecen temer las contradicciones derivadas de enfrentar un discurso político a las mieles del éxito. Sueñan, por ejemplo, con encontrar en la calle sus camisetas falsificadas, como les sucedió recientemente a sus colegas VVV [Trippin’you], quienes no dudaron en animar a sus seguidores a comprarlas. “Una cami que pusiera ‘A la cala norte’ o algo así sería lo más", bromea Rivas. “Yo traería al que vende las camis falsas a la puerta de mi concierto”, añade Barbosa. Y Juampi, por su parte, anota: “Sin duda, el merchandising falsificado sería mi sueño. Esa es la definición de petarlo”.
Esta concepción del triunfo, desde un enfoque modesto y comedido, se filtra en la vibrante La vida cañón, un alegato por una forma de vida tan sencilla como anacrónica que, como cuenta Barbosa, está inspirado en una publicación de 1935 de la revista Mundo Gráfico: “En ella preguntaban a la peña de una corrala de Lavapiés qué harían si les tocara el gordo de la Lotería. Alguien contestó que se daría ‘la vida cañón’ y compraría un tendidito en Las Ventas, un mantón para su señora, un gramófono, un puro y viajaría a Burgos y a Soria”. Se podría intuir que, tras esta nostálgica tonada, se oculta un lamento por el presente, algo que Barbosa se empeña rápidamente en desmentir: “No, no, no. Es muy fácil decir que detrás hay una queja social. Pero esa canción es Antonio Alcántara. He visto Cuéntame 11 veces y me flipa. Es la vida en plan ‘no me falta de nada’”. Sus compañeros parecen discrepar y Barbosa claudica con un “vale, eso también está”.
A Rivas, principal responsable de las letras, las menciones bíblicas le chorrean. Da espacio a Cristo, Calvino y exprime el Evangelio según San Juan. De hecho, ha cristianizado Cosquilleo, de La Paloma, única versión que se incluye en el álbum, adaptada aquí como El rey de los judíos. Pero junto a este apego por el misticismo religioso y su iconografía –”sin ser nosotros nada de eso”, recalca Rivas–, sobrevuela también una obsesión por los conflictos bélicos, tapiz que podría recordar al que Otto Dix dibujó en su serie Der Krieg (La guerra) tras participar en la Primera Guerra Mundial. Abundan las referencias a esta contienda, por la que confiesan sentirse fascinados –citando repetidamente a Ernst Jünger–, pero también hay alusiones a la más reciente guerra en Ucrania, a Joseph Goebbels, a Marruecos o al Transvaal (antigua provincia de Sudáfrica).
“Estamos preparados para el horror –sostiene Rivas tras ser preguntados por el fantasma del rearme que planea sobre Europa– en La vida cañón decimos ‘hace tiempo que no pienso en el horror’ porque es una manera irónica de reírnos de nosotros mismos. Barbosa y yo, en concreto, estamos cagados siempre. Visualizamos todo el rato que mañana estalla la guerra y cosas así”.
El sentido del humor, además de una amistad forjada con los años, es el engrudo que liga su prometedor proyecto. “No nos tomamos tan en serio como para no permitirnos el humor”, confiesa Juampi. Y Barbosa matiza: “Eso tampoco quiere decir que seamos un grupo de coña. Puede ser que nos guste un poco el circo, pero no somos ni Gigatrón, ni Los Mojinos Escocíos ni El Reno Renardo. Nuestras letras no son un chiste”.