Rohrwacher ―que ha recibido el premio de honor en el D'A Festival de Cine de Barcelona― no les mira con condescendencia ni les demoniza, sino que sabe, porque ha conocido a muchos en su vida, que son solo un engranaje más de un sistema podrido. Un capitalismo feroz que no tiene ningún miramiento en profanar tumbas y vender el arte al mejor postor. Los protagonistas de todas sus películas son víctimas, de alguna forma, de ese sistema donde todo se puede comprar y vender. Lo era el pobre Lázaro de Lazzaro Felice, que descubría que las mismas reglas del sistema feudal seguían en la esclavitud moderna del campo. Hasta lo eran las niñas de Le Pupille, que en una metáfora tan sencilla como efectiva tenían que decidir si la tarta que habían hecho la repartían entre todas o se la comían solas.
El cine de Rohrwacher plantea fábulas donde la moraleja llega en forma de utopía feminista y comunista, como en esa estación de tren de La Quimera donde su protagonista, que no por casualidad, se llama Italia, coge lo público y le da un uso para todos. Una película arrebatadora, llena de capas y con dos protagonistas cautivadores. Una Isabella Rossellini anclada en el pasado y un Josh O’Connor convertido en el tombaroli ―la hermosa palabra italiana para hablar de los saqueadores de tumbas― más carismático del mundo.
¿Cuándo fue la primera vez que oyó la palabra tombaroli, y la primera vez que les conoció?
Yo crecí en medio de un país lleno de estos saqueadores y ladrones de tumbas. Estaban en la zona donde yo vivo desde los años 80. Hubo como una fiebre con esta especie de caza del tesoro. Se les veía en el bar, sentados. Estaban en todos los sitios, y hablaban de los hallazgos que habían encontrado la noche antes. Estos maleantes, por así decirlo, estos profanadores, me daban un poco de miedo, pero no tanto porque hicieran cosas ilegales, sino más bien porque cogían las cosas de los muertos. Yo, en general, cuando algo me da miedo, intento entablar una cierta amistad con ello, así que empecé a hablar con ellos y a estar con ellos para entender bien dónde encontraban el orgullo y el derecho para abrir aquello que se consideraba sagrado. Entendí que, aunque ellos se vieran como depredadores, ladrones, subversivos, y a contracorriente, en realidad eran los hijos sanos de un sistema enfermo, de un mundo materialista que ya no cree en nada y que por lo tanto, abre la posibilidad a entrar en estas tumbas; a robar, porque todo se ha convertido en mercancía para comprar y vender.
Naturalmente todo esto ha cambiado. En su momento, desde finales de los 70 hasta los años 2000, hubo mucha demanda por parte de museos y de coleccionistas particulares de objetos arqueológicos únicos, y no había una legislación clara que protegiera estos artefactos y objetos. Ahí es donde se generó un tráfico ilegal. De hecho, no lo digo yo, lo dice un periodista, se llegó a un punto en el que todo este tráfico generó cifras superiores al mercado de la droga.
La película lanza un par de veces una pregunta, ¿esto es de todos o de nadie? Es una pregunta que, de alguna forma, está en todo su cine, donde siempre sus personajes son víctimas del capitalismo. Incluso en el corto Le Pupille la pregunta es si la tarta la compartimos o la comemos solos, ¿cree que su cine es una reflexión sobre el capitalismo?
Todo lo que hago está impregnado por lo que tengo a mi alrededor, y nosotros dentro de esta sociedad occidental estamos 'al baño maría' del capitalismo, y es muy difícil salir de ahí. Creo que esta película habla más concretamente de la idea de la propiedad. Se pregunta de quién son las cosas y de quién eran. De quiénes son las cosas que formaban parte del pasado y qué vamos a dejar nosotros para el futuro cuando ya no estemos aquí. Me gusta pensar en los arqueólogos como guardianes de todo aquello que se acaba, de todas aquellas civilizaciones que se acaban. No es algo feo, es algo más bien bonito para mí. Cuando algo llega a su fin, su historia cobra magia. Creo que debemos reflexionar sobre qué es lo que vamos a dejar cuando se estudie el capitalismo en los museos. Por eso tengo esta ilusión de crear cosas bonitas, que dejemos algo que no sean solo armas y vertidos.
¿El arte es de todos o de ninguno?
Es curioso, porque en este mundo de la película, de objetos subterráneos, estos se creaban para las almas, no para los vivos. Creo que ese es un concepto muy potente en este mundo en el que vivimos, donde hasta si haces un pastel lo haces solo para enseñarlo. Pensar que alguien perdiera años de su vida haciendo un trabajo manual, usando su ingenio, para después esconderlo es una locura para nosotros. En cambio, hubo civilizaciones que así lo hicieron y de forma programática. Para mí, como directora, la sensación más bonita es ver una película que parece que no la haya hecho un director o directora concreto. Sentir que esa película no le pertenece a esa persona, que lo único importante es que esa película exista, que es de todos. A veces me dicen que si estoy evocando con mi cine a Fellini o Pasolini, pero no es a ellos lo que se evoca en mi cine, sino a la realidad que ellos me han hecho ver, porque viendo sus películas yo he podido conseguir todo esto. Lo que ellos hacen es una cosa que no les pertenece. Sus películas nacen de lo que es común. Sus creaciones salen de lo que es común y son de todos.
En La quimera, el personaje de Melodie en un momento rompe la cuarta pared y dice que si la civilización etrusca hubiera pervivido el machismo no existiría.
Bueno, es que el fascismo es una consecuencia del machismo. Pero por profundizar en la civilización etrusca, lo que me gusta es que debajo de donde vivimos, si rascas en cualquier lado, salen piezas y objetos que dejaron allí hace mucho tiempo. Es la civilización con la que estoy más en contacto, ya desde pequeña, y eso me ha llevado a muchos pensamientos. Por ejemplo, me ha hecho pensar que vivimos en sitios donde ya se ha vivido, algo que es bastante único de Europa. Vivimos en casas donde ya se ha vivido, vivimos en tierras que ya han sido habitadas y esto no deja de ser una enseñanza sobre el imaginario etrusco.
Yo no soy arqueóloga, con lo cual me baso en lo que nos ha llegado, pero creo que es una civilización bastante serena, donde hombres y mujeres vivían en igualdad. De ahí las ganas de introducir esta broma en la película, para recordar que el patriarcado no es una condición natural del ser humano, sino que es una decisión histórica, y espero que estén llegando épocas donde esto empiece a cambiar y podamos emprender otros caminos. Tenemos que darnos cuenta que muchas cosas que damos por sentadas no son naturales, sino que han sido una decisión que se ha tomado en algún momento, y el hecho de darnos cuenta y plantearlo de esta manera da espacio a otras alternativas.
Ha hablado de proponer alternativas, no sé si de ahí esa idea final de la película, esa estación de tren abandonada, que no es de nadie, o es de todos, y que aparece reconvertida casi en comuna feminista.
Simbólicamente esa imagen tiene mucha fuerza. La estación es un lugar que tiene su historia, pero una historia que puede cambiar. En la película hay personajes que están sepultados por el peso de la historia, como Flora, que está obsesionada con el pasado, o el propio Arthur. Y luego están los tombaroli, los saqueadores de tumbas, que quieren destruir el pasado para venderlo. Es como si así se liberaran de ese pasado, se consideran más modernos. No les importa el pasado. A mí me gusta la idea de una tercera vía que es la de la transformación, que en este caso llega, además, de la mano de un personaje que se llama Italia, que ojalá esto dé algo de esperanza a mi país, que no pasa una buena época. Este personaje no ve el pasado como una condena, sino como un lugar desde el que crear un futuro mejor y menos previsible.
¿Cómo ha sido trabajar con Isabella Rosellini y Josh O’Connor?
El único problema de trabajar con Josh O’Connor y con Isabella Rosellini es que después ya solo quieres trabajar con ellos. Solo con ellos. Entonces claro, yo estoy ahora desesperada pensando en proyectos para poder seguir haciéndolo. Son dos personas extremadamente generosas, fantasiosas. Ha sido como una fiesta. Lo bonito de hacer películas es poder poner en contacto dos mundos. En esta película salen vecinos de mi casa, salen personas que viven en un pueblecito, y eso ha propiciado una cierta amistad entre estas personas que viven en mi realidad con Isabella y con Josh, y eso es muy importante, ese contacto.