Cineasta, novelista y guionista nacido en Nueva Jersey en 1947, dentro de una familia judía de ascendencia austríaca, hizo de Brooklyn su casa y también el escenario de sus novelas, algunas tan afamadas como Trilogía de Nueva York o Brooklyn Follies. Y en esa casa ha fallecido. La ciudad es alimento de sus novelas, como también lo es el azar y los retazos biográficos. Sus libros están llenos de sus asuntos y sus trasuntos, como el Archie Ferguson de 4321, su penúltima novela, de 2017.
Auster dijo hola a la literatura en 1982 con La invención de la soledad, una novela que gira alrededor de la muerte repentina de su padre. Y ha dicho adiós con Baumgartner, donde de nuevo la muerte cierra el círculo.
Detrás de ese título difícil, que en realidad esconde un nombre propio, está la última novela de Auster, que se sepa. Apareció en Estados Unidos el pasado mes de noviembre y, en España, Seix Barral la publicó a principios de año con traducción de Benito Gómez Ibáñez. El libro guarda la historia de un profesor de filosofía que afronta la jubilación y la viudez: su esposa Anna se ha convertido en un miembro amputado de su cuerpo, su ausencia le ha dejado un remusguillo fantasma con el que Baumgartner intenta lidiar racionalmente.
Baumgartner se observa cada día a sí mismo, obsesionado por advertir antes que nadie los primeros indicios de su decadencia. Y así, la historia empieza con un cacillo de aluminio abandonado al fuego, corroído por una llama persistente tres horas después de haber hervido unos huevos para el desayuno. “Considérate un idiota con suerte, estúpido”, se dice a sí mismo porque, al menos, no ha ardido la casa entera.
Es inevitable condicionar la lectura de Baumgartner a las circunstancias de un Auster enfermo de cáncer, alertado ante la posibilidad de una muerte cercana. El lector interroga el libro como preguntándole al autor cuál es el último personaje que me regalas. Y el autor contesta que aquí entrega un hombre mayor, un viejo conocido, que le despierta ternura en sus torpezas, amor en su soledad, impaciencia en su aburrimiento, complicidad en sus ilusiones, comprensión en su amor.
Anna, la esposa de Baumgartner, como la de Auster, también era escritora. Pero en el caso de la novela, una autora prolífica aunque mayormente inédita. En la larga gestión de su duelo, pues su muerte sucedió diez años atrás, el protagonista acepta la tarea de hacer público el legado literario de Anna, de mantenerla viva. No lo hace con una obsesión enfermiza por extraerla de la muerte sino con la serenidad de quien asume una responsabilidad irrenunciable, pues solo él puede organizar sus papeles y manuscritos y hacer de Anna la escritora postmortem que debería haber sido en viva. Auster, en su libro final, reflexiona también sobre el escritor más allá de la muerte.
Pero, por su parte, el profesor, que ha terminando de escribir un libro sobre Kierkegaard, empieza a dar vueltas a otro texto que quiere abordar a partir de la idea del síndrome del miembro fantasma, algo que comenzó a rondarle cuando el marido de la empleada de limpieza de su hogar sufrió un accidente con una sierra circular que le amputó los dedos de la mano. Leyó todas las publicaciones médicas que encontró al respecto y comprendió que ese concepto era el tropo y la analogía que le permitía abordar el vacío de la muerte de su esposa. “Ahora es un muñón humano, un hombre demediado que ha perdido una parte de sí mismo y ya no está entero, y desde luego los miembros perdidos siguen ahí, y le siguen doliendo, le duelen tanto que a veces tiene la sensación de que su cuerpo está a punto de incendiarse y consumirse”, escribe Auster.
A partir de su experiencia, Baumgartner convierte el síndrome del miembro fantasma en el de la persona fantasma, y llega a la siguiente conclusión: “Vivir es sentir dolor y vivir con miedo al dolor es negarse a vivir”. El lector de la novela escucha claramente la voz del escritor enfermo en esa cita.
Eso sí, los autoinsultos de Baumgartner continúan, no se da tregua. Lapsus como no subirse la cremallera del pantalón después de ir al baño le despertaban pena, luego tristeza, luego ninguna gracia: “La bragueta abierta es el principio del fin, el primer paso en el camino cuesta abajo hasta el fondo del mundo”. El viejo profesor asume la senectud horrorizado pero complacido de seguir aún vivo y capaz de escribir su libro.
La aparición de nuevas compañías en su vida obliga a Baumgartner a aprender a trabar un presente en el que conviven sus personas fantasma con sus personas vivas, la literatura del pasado con la del presente, y el papel de la memoria en todo esto.
Tras la muerte de Paul Auster, seguramente Siri Hustvedt ocupe un lugar similar al de nuestro Baumgartner, con la responsabilidad de gestionar un legado de papeles y manuscritos. La diferencia entre Anna y Paul es que, mientras ella murió en un accidente, él se ha enfrentado con tiempo y serenidad al futuro, desde Cancerland. Dejando de lado esa incertidumbre, los lectores pueden aferrarse a Baumgartner como un consuelo lúcido y luminoso sobre el amor y la pérdida; el cuidado paliativo que el escritor ha dejado a los que se quedan, antes de mudarse para siempre a Austerland, ese país eterno de páginas y cartón.