El chico rubito le pregunta balbuciente, entrecortado que qué acaba de hacer –no sé, papá, yo no hice nada, te lo juro– pero su padre le dice que no sea pelotudo que él sabe bien qué hizo. Entonces el chico rubito le dice que lo perdone, que no sabe pero que le jura que no lo va a hacer más y su padre le dice que no sea mongólico que si no sabe qué es cómo le va a jurar que no lo va a hacer más y que además no hay que jurar en vano y que si los curas no se lo enseñaron ya se lo va a enseñar él, que son cinco más para que aprenda a no jurar pavadas.
Son veinticinco. Iban a ser veinte pero los cinco agregados los volvieron veinticinco. El chico rubito ya sabe cómo es todo el recorrido: los cuatro o cinco primeros son los que menos duelen, quizá porque todavía no tiene la carne del culo lacerada o porque su padre todavía no tiene la mano calentita o porque todavía le da un poco de cosa pegarle así a su hijo o porque le gusta hacerle creer que van a ser livianos, para que se ilusione. Y después vienen tres o cuatro que empiezan a ser brutos: ya los siente en serio, su padre resopla cada vez que le pega, el silbido del cinturón en el aire se hace más agudo, su golpe en su culo más chasqueado y él, el chico rubito, le dice no papá no papá pero sin fuerza, sin esperanzas, sabiendo que no tiene ninguna posibilidad de parar los golpes, entonces llora, grita, dice basta papá me duele me duele mucho papá, por favor, basta.
Y, entonces, lo peor es mirar la cara de su madre –porque la voluntad de su padre o la costumbre o quizás el deseo de su madre exigen que cada vez que lo azota tanto su madre como su hermanita tienen que mirarlo. La cara, entonces, de su madre: la forma en que se muerde el labio inferior que alguien, a primera vista, podría confundir con pena o con dolor pero que, en realidad, piensa el chico rubito, es pura admiración por la fuerza del padre, de su marido desencadenada sobre su culo que ya empieza a hacer sangre.
Y la forma en que cierra los puños como si ella también hiciera fuerza para acompañar o aumentar la fuerza de esos golpes, y a veces la respiración ruidosa que se le acompasa con la del padre, su marido, como si sus pulmones azotaran juntos. Y entonces vienen diez horribles: su padre ya le pega sin más freno, él tiene el culo atravesado de tajos y moretones que hacen que cada golpe sea, además, el rebrote de un golpe anterior. Y la cara de su madre sería aterradora si no fuera porque ya aprendió que en ese momento es mucho mejor cerrar los ojos.
Hubo tiempos en que quería mantenerlos abiertos para poder prever la llegada de cada latigazo y endurecer un poco el culo o hacer algo o por lo menos que no lo tomara por sorpresa, pero con el tiempo ya aprendió a detectarlos por los ruidos, los silbidos del cuero, las respiraciones, así que prefiere cerrarlos –con una fuerza que le duele casi tanto como el culo– para no ver la cara excitada de su madre. (Al fondo, siempre un poco más lejos, su hermanita llora o gimotea; él la oye, prefiere no mirarla porque sabe que si la mira ella va a llorar más y su padre, alguna vez, la ha castigado por llorar. No la castiga con azotes, pero tiene sus métodos: a veces, por ejemplo, le secuestra durante tantos días su muñeca favorita, una barbie vestida de enfermera, o le prohíbe a su esposa –a su madre– que vaya a darle un beso cuando apaga la luz, cosas por ese estilo.)
Al principio el chico rubito trataba de no llorar ni gritar, pero casi nunca lo conseguía. Una vez sí y su padre le siguió pegando sin parar hasta que terminó casi desmayado –su padre terminó casi desmayado por el esfuerzo y su madre se preocupó y le trajo de la cocina un vasito de ginebra. Entonces entendió que mientras no gritara o llorara su padre le iba a seguir pegando, y decidió hacerlo siempre: someterse. Pensó si eso no lo convertía en un cobarde o, peor, como decía su padre, en una rata chilloncita; pensó que no, que lo hacía más astuto, pero no estaba seguro. Aunque tampoco era tan complicado: él gritaba y lloraba porque le convenía y porque no podía evitarlo.
Y a veces le daba mucha vergüenza pensar que cuando su padre le pegaba podía tener el culo un poco sucio, que su padre debía pegarle en ese culo sucio. Recién después, mucho después, se dijo que era lo que se merecía: que su padre se embarrara con su mierda. Porque a menudo piensa que su padre espera que él haga cosas equivocadas –que, muchas veces, de verdad no distingue– para poder darse el gusto de pegarle; otras piensa que a su padre le duele pegarle pero que tiene razón en hacerlo, que se sacrifica porque si no él nunca va a corregirse y ser un hombre de bien, como dice el padre Alfonso, una persona de provecho.
Y a veces no piensa nada, no consigue pensar nada porque solo puede pensar en lo que duelen esos azotes en el culo y que ojalá que por lo menos se los emboque todos en el culo porque si no mañana en la clase de gimnasia todos los demás chicos le van a ver las marcas, van a ver que otra vez lo cagaron a latigazos y se van a burlar, otra vez, como siempre. Y los muy turros de los curas no lo van a defender: si hasta parece que les parece bien y se divierten.
Al final los azotes terminan: los últimos son raros, más blandos pero mejor ubicados, como si su padre buscara con cuidado los puntos más heridos para dañarlos más. El chico rubito no los cuenta: hubo tiempos en que los contaba, hasta que notó que su padre a veces le daba algunos más o, muy pocas veces, uno menos. Y que el día en que protestó porque ya llevaba dos de más su padre le dio otros diez, para que aprendiera. Eso le dijo: para que aprendas, pelotudo, a hacerte el vivo. Pero al final terminan y, cuando se terminan, su padre, su madre y su hermana salen de la habitación y lo dejan encerrado, habitualmente sin cenar y, sobre todo, sin nadie con quien hablar hasta que su mamá vaya a acostar a su hermanita. En esas horas largas, tan oscuras, el chico rubito imagina venganzas que nunca podrá llevar a cabo. Aunque a veces se ilusione y piense que quién sabe.
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Este país de mierdaYo lo quiero, como tendría que haber querido a mi vieja o a mi viejo lo quiero, y capaz que como a ellos no pude quererlos como quería a mi país lo quiero más, a la final qué hay más allá, qué otra cosa tenemos para querer en serio. La Argentina, carajo, nuestro ispa, el mejor del mundo con la mejor gente del mundo, con sus paisajes y sus climas y sus campos y sus cielos que no hay en ninguna otra parte, a ver quién los emparda.
Y además si yo no lo querría sería una basura, si desde chiquito me enseñaron a quererlo, en el colegio, en cada fiesta, en los desfiles, en la tele, en las canciones y los próceres y todos los que hicieron este país que tenía que ser grande. Tenía que ser grande, claro que tenía que ser grande, tenía todo para ser muy grande, si hasta fue muy grande hace cien años, cuando era la primera potencia del mundo, le rompimos el culo a todos y todo eso todavía lo tenemos.
La joda es que lo despilfarramos, hay veces en que parece que nos vamos al carajo, que no sabemos cuidar lo que tenemos y nos vamos a la puta madre que nos remil parió, la puta madre. Pero eso pasa porque por desgracia hay una cantidad de canallas que no son verdaderos argentinos, que en lugar de trabajar para el país quieren aprovecharse y afanarlo, que no se dan cuenta de que la gente de bien va a terminar por colgarlos de un ombú, hijos de mil putas, o rebanarles el gañote como a un cerdo. Todos, políticos, cantantes, empresarios truchos, periodistas de la televisión, científicos falopa, esos que dicen que son intelectuales, hasta algún futbolista, toda gente de mierda que no merecen que los llamemos argentinos porque ensucian el nombre de la patria, argelinos habría que llamarlos, o hijos de mil putas, ladrones que quieren reventar nuestro país para quedarse con los restos, para llevarse hasta la última astilla del naufragio que les conviene tanto.
Entonces para eso convencieron a los pobres de que tienen derecho a que les den cositas, un techo, su comida, no por nada, no porque hagan nada, solo por ser pobres, y así no hay país que aguante, te lo hunden con ese invento de que hay que darles lo que necesitan. A la final son como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer, y lo que me desespera es que tantas veces parece que nos ganan, nos engañan, nos engatusan con sus sonrisas y sus mentiras chotas, y algunos de los buenos se desesperan y se creen que no va a haber salida pero yo sé que sí, que los argentinos de bien algún día los vamos a colgar a todos. Va a ser lindo ver correr toda esa sangre de lacras antipatrias, limpiar nuestro país de una buena vez por todas y vivir como nos merecemos y nunca más, te juro, mi Argentina, nunca más, quejarnos de vivir en tu cintura. Qué lindo que va a ser, mi patria, cuando por fin reventemos a toda esa canalla, cuando seas linda y limpia y querendona como una pendejita de catorce.
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Parece que ni te la cogierasParece, me decían. ¿Por qué carajo les podía parecer que me cogiera o que no me cogiera a esa chica que ellos ni siquiera sabían que era mi hermana? ¿Qué veían que les hacía parecer eso, que no le metía la mano en el culo, la lengua en la boca, que no armaba los espectáculos que armaban ellos cada vez que una mujer les daba cinco de pelota? ¿Eso es lo que querían decirme, que no era avasallante como ellos, un auténtico macho como ellos? Los muy pelotudos saltaban a sus conclusiones sin tener ni la menor idea: sin saber, por supuesto, si éramos personas pudorosas y no nos gustaba mostrarnos en ciertas situaciones y, sobre todo, sin saber lo más importante: que esa mujer era mi hermana.
En eso, sin querer, tenían razón: yo no me la había cogido, ella no me había cogido. Yo recién había cumplido treinta, ella debía tener veinticuatro o veinticinco, éramos gente grande pero creo que todavía no éramos hermanos grandes. Quiero decir: como hermano y hermana seguíamos bajo el poder de nuestros padres, respetando las estructuras familiares, decididos a no romper con lo que se esperaba de nosotros. Y, por razones que perdieron su sentido, lo que las familias esperan de los hermanos es que no se cojan, lo que las sociedades esperan de las familias es que se lo impidan.
Yo entonces todavía no sabía por qué; sabía que era así, no sabía las razones. Fue un golpe pocos años después, cuando leí casi entero un libro que no me acuerdo el nombre, sobre la vida de no sé qué pueblos primitivos, que explicaba que la prohibición del “incesto”, de polvos entre hermanos, era porque habían descubierto que a menudo los hijos de dos hermanos les salían tarados: eran un desperdicio, tenían que tirarlos. Lo cual podía ser razonable hace cinco mil años, cuando coger y la reproducción venían muy pegados, pero no lo es ahora, cuando los hemos despegado en el 98 por ciento de los casos.
Más peligroso era, en la época del sida, contagiarse, y sin embargo la mayoría siguió cogiendo, forros y cuidados. Así que esto es una tontería que viene de otros tiempos, de costumbres muy otras, que ya no tiene nada racional; cuando lo descubrí me reventó una luz en la cabeza y pensé en ella y me di cuenta de que todo eso no tenía sentido, que no valía la pena mantenerlo, que podíamos. Nunca me rindió más haber leído un libro.